Todos los días a las ocho de la mañana, mi perra me abandona por una mujer cuyo nombre tardé dos años en conocer.
Siempre creí que yo era el centro del universo para mi perra. Canela, una mezcla de Golden Retriever de siete años, es mi sombra, mi compañera de trabajo en casa y mi confidente. Vivimos en una pequeña urbanización a las afueras, de esas donde las casas son blancas, los tejados rojos y los setos de ciprés están tan altos que apenas ves el cielo del vecino.
En España decimos mucho eso de “cada uno en su casa y Dios en la de todos”. Valoramos nuestra privacidad.
Llevo dos años viviendo aquí. A un lado vive una familia ruidosa; al otro, una señora mayor. Sabía que existía porque veía sus macetas de geranios siempre perfectas y escuchaba el telediario a volumen alto por las tardes. Nos habremos cruzado tres veces en dos años. Un “buenos días” rápido, un gesto con la cabeza, y cada uno a su refugio. Ni siquiera sabía cómo se llamaba.
Pero Canela sí lo sabía.
Todo empezó hace un par de meses. Puntual como un reloj suizo, a las 8:00 de la mañana, justo cuando me sirvo el café, Canela se ponía inquieta. Iba a la puerta del jardín, gemía suavemente y me miraba con esos ojos que te derriten. En cuanto le abría, no corría a hacer sus necesidades. No. Iba directa a la esquina del fondo, donde el seto de laurel tiene un pequeño hueco, casi invisible, pegado al suelo.
Al principio pensé que habría un gato. Pero Canela no ladraba. Movía la cola como un metrónomo a toda velocidad, se sentaba y ladeaba la cabeza. Escuchaba.
Un martes, la curiosidad me pudo. Salí al jardín en pijama, con mi taza en la mano, y me escondí detrás del olivo para no ser visto.
Lo que escuché al otro lado del muro me partió el alma.
Ahí estaba mi vecina. No la podía ver bien, pero su voz sonaba clara, aunque temblorosa, cargada de esa ternura que solo tienen las abuelas.
—…y fíjate, Canela —decía la voz—, hoy me duelen mucho las rodillas, va a llover seguro. Mi Paco, que en paz descanse, siempre me traía churros los días de lluvia. Ahora solo tengo el café… y a ti, claro.
Vi cómo Canela metía el hocico por el hueco de las ramas. Sentí envidia.
—Eres una chica buena —susurró la anciana—. Eres la única que tiene tiempo para escuchar a esta vieja charlatana.
Me quedé helado detrás del olivo. Me sentí pequeño. Muy pequeño. Yo, con mi orgullo de “buen vecino” que paga la comunidad a tiempo, había ignorado que a tres metros de mí vivía alguien tan solo que su mejor amiga era mi perra a través de un agujero en el seto.
Se llamaba Adela. Tenía 89 años. Y esa charla de las ocho era su única conexión con el mundo de los vivos.
Aquello duró semanas. Yo respeté su secreto. Sentía que interrumpir esa magia sería un sacrilegio. Hasta aquella mañana gris de noviembre.
Hacía frío. A las 8:00, abrí la puerta como siempre. Volví a la cocina a por el café. Pero no hubo silencio.
Canela ladró. No era su ladrido de juego. Era un ladrido seco, urgente, desesperado. Luego, un aullido largo que me puso los pelos de punta.
Salí corriendo. Canela estaba pegada al seto, rascando la tierra, saltando contra las ramas, mirando hacia mí con pánico en los ojos.
—¿Doña Adela? —grité por encima del muro.
Silencio. Solo el viento moviendo las hojas.
—¿Señora Adela?
Nada. Ni el ruido de la taza, ni su voz suave.
Mi mente empezó a correr. ¿Y si ha salido? No, ella nunca sale a esta hora. ¿Y si entro y me denuncia? No seas idiota, algo pasa.
Corrí a la calle, a su puerta principal. Toqué el timbre. Una, dos, cinco veces. Pegué la oreja a la puerta. Nada.
Volví a mi jardín. No lo pensé. Agarré una escalera de mano del garaje, la apoyé en el muro medianero y salté a su jardín. Me rasguñé los brazos con las ramas, pero no me importó.
La puerta de su cocina que daba al jardín estaba entreabierta.
—¿Adela?
Entré. La encontré en el suelo de la cocina, encogida sobre sí misma, vestida con su bata de lana. Estaba consciente, pero pálida como el papel. A su lado, la taza de café rota en mil pedazos.
—Ay, hijo… —susurró cuando me vio—. Me caí… anoche. Fui a por agua y… la cadera no me respondió.
Había pasado toda la noche en el suelo, helada, incapaz de llegar al teléfono.
Mientras llamaba a la ambulancia y la cubría con una manta, sus ojos no me buscaban a mí. Buscaban la puerta del jardín.
—Está ahí fuera, ¿verdad? —preguntó con un hilo de voz—. La oigo llorar.
—Sí, Adela. Canela está ahí. Ella me avisó. Si no fuera por ella…
Adela sonrió débilmente, con lágrimas en los ojos. —Tenía miedo de que pensara que la había dejado plantada.
En el hospital confirmaron la rotura de cadera. Estuvo ingresada casi un mes. Fue un mes largo. Canela seguía yendo al rincón del jardín a las ocho, esperando. Y yo, para consolarla, empecé a sentarme allí con ella, hablándole a la nada, prometiéndole que su amiga volvería.
Cuando Adela recibió el alta la semana pasada, hice un pequeño cambio en nuestra propiedad.
Con el permiso de Adela, quité esa parte del seto. Instalé una pequeña puertecita de madera entre nuestros jardines.
Ahora, cada mañana a las ocho, ya no hay muros. Adela sale con su andador a su terraza. Yo preparo café para dos y llevo unas magdalenas. Nos sentamos los tres. Adela, Canela y yo.
Canela se tumba a los pies de Adela, apoyando la cabeza en sus zapatillas, cerrando los ojos con pura felicidad.
Adela me dijo algo el otro día mientras acariciaba a mi perra: —Sabes, hijo, yo tenía miedo a morir. No por la muerte en sí, sino porque pensaba que nadie se daría cuenta. Que me iría en silencio. —Miró a Canela—. Ahora ya no tengo miedo.
Vivimos rodeados de gente, pero levantamos muros tan altos que olvidamos lo esencial. A veces, hace falta un perro, un ser que no entiende de propiedad privada ni de normas sociales, para enseñarnos lo que es la humanidad.
Hacedme caso: mirad hoy por encima de vuestro muro. Quizá haya alguien esperando, simplemente, a que le digáis “buenos días”.
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