A las ocho en punto, mi perra me enseñó a mirar sobre el muro

Creí que, con la puertecita de madera, la historia ya estaba cerrada y bonita, como esas películas que te dejan una sonrisa y ya. Me equivocaba. Lo que empezó como una rendija en un seto terminó abriendo una puerta en cosas que ni siquiera sabía que tenía cerradas.

La primera mañana “sin muro” fue rara, como si el aire se hubiera quedado mirando. Yo puse dos tazas en la encimera y me sorprendí a mí mismo escogiendo la mejor, la que solo usaba cuando venía alguien a casa. A las ocho en punto, Canela no ladró ni gimió: se sentó frente a la puertecita, quieta, con esa solemnidad de perro que parece que entiende más de la vida que tú.

Adela tardó. Un minuto. Dos. Tres. Y a mí se me fue la mente a noviembre, al suelo de la cocina, al café roto, a su voz pidiéndome que no la dejara plantada. Noté cómo se me tensaba el cuello y, sin querer, apreté la taza como si pudiera evitar que algo malo pasara solo con fuerza.

Entonces oí el sonido. No el de una caída, no el de un gemido, sino el arrastre lento y paciente de un andador sobre las baldosas. La puerta corredera se abrió con un chirrido y apareció Adela, envuelta en su bata de lana, el pelo recogido como si fuera a misa, y una sonrisa pequeña que le iluminaba la cara.

—Ay, hijo, perdona… es que he querido ponerme presentable —dijo, como si “presentable” fuera algo que se hace por costumbre, igual que tender la cama.

Yo solté el aire de golpe, como si lo hubiera estado guardando desde la noche anterior. Canela se levantó, fue hacia ella sin prisa, y se pegó a sus piernas con una delicadeza que me dejó tonto. Adela bajó la mano, le rascó detrás de la oreja y, por un segundo, parecía que el mundo se volvía más simple.

—Hoy he traído yo algo —añadió Adela, y levantó una bolsita de papel—. Rosquillas. De las de toda la vida.

Nos sentamos los tres en la terraza, como si lleváramos años haciéndolo. El café olía distinto, no sé si porque estaba recién hecho o porque, por primera vez en mucho tiempo, no lo estaba tomando solo. Adela mordió una rosquilla despacio, saboreándola con la seriedad con la que se saborean los recuerdos.

—A tu Canela le gustan —dijo—. Mira cómo me mira.

Canela, efectivamente, la miraba como se mira a una santa. Y yo, que siempre había pensado que un perro era un perro, empecé a entender que Canela había elegido, sin pedirme permiso, el papel que yo me negaba a representar: el de vecino.

Los primeros días fueron así, pequeños y perfectos. Café, rosquillas o magdalenas, cuatro frases sobre el tiempo y un silencio cómodo en el que Canela se quedaba dormida con la cabeza en las zapatillas de Adela. A veces, Adela me hablaba de Paco con esa normalidad triste con la que se nombra a alguien que ya no vuelve pero sigue ocupando sitio.

—Él era muy de bromas —me dijo un jueves, mirando al cielo encapotado—. Me decía: “Adela, tú eres más dura que una bisagra”. Y mírame ahora, con este andador… Si me viera…

—Si te viera, estaría aquí sentado, seguro —respondí yo, sin pensar, y luego me dio vergüenza la ternura que me salió en la voz.

Adela me miró un segundo. Sus ojos eran claros y limpios, como si en 89 años no se le hubiera acumulado polvo dentro.

—Gracias, hijo —dijo simplemente—. A veces una no necesita grandes cosas. Solo que alguien esté.

Y yo, que había vivido dos años creyendo que “estar” era no molestar, me sentí como un alumno torpe aprendiendo una palabra nueva.

Con el tiempo, el ritual de las ocho empezó a tener vida propia. Si yo me retrasaba, Canela me venía a buscar, me empujaba la pierna con el hocico y me soltaba ese suspiro teatral que parece un reproche. Si Adela tardaba, Canela se quedaba plantada frente a su terraza, atenta, como un guardia de honor.

Una mañana, mientras yo llenaba las tazas, escuché voces al otro lado de la calle. Era la familia ruidosa de al lado, discutiendo por algo. Portazo, voces, pasos apresurados. De pronto, la puerta del jardín se abrió y asomó la mujer, con bata también, despeinada, con cara de noche mala.

Se quedó mirando nuestra escena: Adela, su andador, Canela estirada como una alfombra feliz, y yo con dos tazas de café como si aquello fuera un bar.

—Perdonad… —dijo ella, incómoda—. Es que… ¿os molesta si…? Bueno, si tenéis… azúcar.

No sé por qué, pero me salió una risa. De esas que no se burlan, sino que desinflan la tensión de golpe.

—Pasa, mujer —le dije—. Aquí hay azúcar, y rosquillas si te atreves.

Adela alzó las cejas, sorprendida, pero no dijo que no. La mujer entró, cogió un sobrecito, y se quedó un segundo sin saber dónde ponerse. Canela, como siempre, lo resolvió: se levantó, se acercó y le dio un golpecito suave con el hocico en la mano. La mujer se ablandó.

—¿Cómo se llama? —preguntó ella.

—Canela —dijo Adela, orgullosa, como si fuera su perra también—. La mejor vecina del mundo.

La mujer soltó una carcajada, de esas que salen raras cuando llevas mucho sin reír. Y yo vi, en directo, cómo un perro puede atravesar paredes que a los humanos nos cuestan años.

A partir de ese día, empezaron a pasar cosas pequeñas. El hijo adolescente de la familia ruidosa empezó a saludar a Adela por las tardes cuando la veía regando sus geranios. Un sábado, alguien dejó en mi buzón una bolsa con mandarinas y una nota que ponía: “Para la señora Adela. De parte de Carmen (la de al lado)”. Y yo me quedé mirando el papel, pensando en lo absurdo que era que necesitáramos intermediarios para ser normales.

Adela, por su parte, se fue animando. Cada mañana parecía un poco más alta, aunque siguiera apoyándose en el andador. Empezó a ponerse pintalabios, poquito, como un gesto de dignidad antigua. Me contaba historias de cuando trabajaba de joven, de cómo cosía dobladillos “a ojo” y de cómo Paco siempre le traía flores del mercado “cuando se acordaba, el condenado”.

—¿Sabes lo que echo de menos? —me confesó un día, bajando la voz como si fuera un secreto—. Cantar. Yo cantaba mucho. En la cocina, mientras fregaba, mientras tendía… Pero cuando Paco se fue, la casa se me quedó tan callada que me daba vergüenza hacer ruido.

Yo no supe qué decir. Miré a Canela, que dormía, y pensé que ojalá yo también tuviera esa capacidad de no complicar las cosas. Así que hice lo único que me salió.

—Pues canta aquí —le dije—. A las ocho. Total… ya estamos rompiendo normas.

Adela se rió, se llevó una mano al pecho como si le faltara el aire de la risa.

—¡Ay, hijo, qué atrevido eres!

No cantó ese día. Ni el siguiente. Pero una semana después, una mañana limpia de invierno, cuando el sol parecía de mentira, Adela dejó la taza en la mesa, se aclaró la garganta y empezó, bajito, una copla antigua. La voz le temblaba al principio, como un pájaro que no sabe si le van a cerrar la ventana.

Luego se soltó. Y la terraza, y la puertecita, y el café, y Canela respirando despacio, se llenaron de algo cálido que no era solo música. Era vida volviendo.

Yo me emocioné sin querer. No lloré, pero noté esa presión en la garganta que te avisa. Me dio rabia pensar en los dos años de silencio, en las tres veces que nos habíamos dicho “buenos días” como si fuera un trámite.

Cuando terminó, Adela se quedó mirando su taza, como si no se atreviera a mirarnos.

—Perdón… —murmuró—. Me he venido arriba.

—No pidas perdón por estar viva —le soltó Carmen desde el otro lado del seto, porque sí, Carmen se había quedado escuchando. Y lo dijo con una naturalidad que me dejó clavado.

Adela levantó la cabeza, y por primera vez vi en su cara algo que se parecía a alivio. Como si alguien le hubiera quitado un peso que no sabía que llevaba.

Pero no todo fue bonito sin más. La vida, ya se sabe, siempre mete un susto para recordarte que no controlas nada.

Una mañana, a finales de semana, Adela no apareció. Canela se sentó frente a la puertecita y esperó, y yo empecé a ponerme nervioso demasiado rápido. Pasaron cinco minutos. Diez. Y entonces Canela emitió un quejido raro, de esos que no son ladrido ni aullido, y se puso a rascar el suelo con insistencia.

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