Cuatro niños fueron abandonados por su madre en un piso helado de las afueras de la ciudad. El hermano mayor, con solo 13 años, luchó desesperadamente por criarlos a todos… hasta que la puerta se cerró para siempre sobre la más pequeña y el terrible secreto salió a la luz.
Era una tarde fría de otoño cuando Daniel Romero, de 13 años, y su madre, Ana, llegaron a un edificio viejo y descuidado en un barrio obrero.
Daniel cargaba con dos maletas viejas mientras Ana ignoraba las sonrisas y los saludos curiosos de los vecinos.
Para los demás, parecían simplemente una madre soltera y su único hijo estrenando piso humilde. Pero en cuanto la puerta del 3ºB se cerró, Daniel echó el cerrojo a toda prisa y abrió las cremalleras de las maletas con manos temblorosas.
Dentro iban sus hermanos pequeños: Lucía, de 10 años; Mateo, de 7; y Sara, de solo 5. Estaban encogidos en silencio, como si ya supieran que el mundo no quería ver a niños como ellos.
Ana les marcó las reglas con voz fría: nadie, excepto Daniel, podía salir del piso. Nada de ruidos, nada de pisar el balcón, nada de asomar la cabeza por la ventana.
—La gente no tiene por qué saber que existís —dijo, sin pestañear.
Los niños asintieron. Estaban acostumbrados a vivir a medias, escondidos. Daniel era el único autorizado a salir para comprar comida, usando el dinero que Ana dejaba encima del frigorífico.
Los días fueron pasando en una rutina silenciosa.
Ana salía temprano, perfumada y con tacones, y volvía tarde, con ojeras y una sonrisa tensa, como de cartón.
Nunca cocinaba.
Daniel lavaba la ropa en la bañera, Lucía fregaba el suelo, Mateo intentaba entretener a Sara con los juguetes rotos que habían traído del último sitio donde vivieron. A pesar del encierro, los hermanos se las arreglaban para reír, inventaban juegos de cartas con trozos de papel y esperaban cada noche el sonido de la llave de su madre girando en la cerradura.
Una noche, cuando empezaron a colgar luces de Navidad en algunos balcones del barrio, Ana se sentó frente a Daniel.
—He conocido a alguien —dijo, cruzando las piernas—. Esta vez es serio. Si todo sale bien, me casaré con él y os llevaré a todos a un piso mejor. Iréis al cole, tendréis ropa nueva, una vida de verdad.
Daniel la miró con una mezcla de desconfianza y esperanza. Quería creerla. Más que nada, quería creerla.
Una semana después, Ana hizo su maleta. Besó la frente de cada niño, una caricia rápida, casi mecánica.
—Portaos bien. Volveré en un mes. Hay dinero suficiente en el cajón —dijo, señalando la cómoda del salón.
La puerta se cerró. Silencio.
Pasó un mes. Ana no volvió. El dinero empezó a menguar. La comida se volvió escasa. Los vecinos dejaron de preguntar. La esperanza de Daniel se fue convirtiendo en miedo. Una noche, Lucía susurró en la oscuridad:
—¿Tú crees que va a volver?
Daniel no respondió. Se quedó mirando la puerta de entrada, como si en cualquier momento fuese a tragarlos a todos.
Con el invierno apretando y Ana aún desaparecida, la supervivencia se convirtió en un ejercicio diario de cálculo. El frigorífico casi vacío parecía una boca abierta sin nada dentro. Daniel racionaba cereales, latas de sopa y agua como si fuera un soldado en guerra. Dejó de encender el radiador para ahorrar luz. El piso se volvió más frío, más silencioso, más pesado.
Desesperado, un día bajó a la tiendecita de la esquina. Le temblaban las manos al contar los billetes arrugados y las monedas sueltas. El dueño, don Julián, lo miró con atención.
—¿Todo bien en casa, chaval? —preguntó, al ver la palidez del chico y sus ojos hundidos.
Daniel mintió sin parpadear:
—Sí… es que tengo mucho lío con los deberes.
Don Julián suspiró, pero no insistió.
En el piso, Sara lloraba cada vez más. Mateo, que intentaba hacerse el valiente, preguntaba cada noche:
—¿Cuándo vuelve mamá?
Lucía empezó a escribir en una libreta pequeña. Cada día anotaba tres palabras: “Seguimos esperando hoy”.
Cuando el dinero se terminó, Daniel tomó una decisión que le quemaba por dentro. Buscó la dirección de un antiguo novio de su madre, José, que vivía en otro barrio. Se plantó allí con el corazón encogido. José lo recibió incómodo, sin saber dónde mirar, pero al final le tendió unos billetes.
—Que sea la última vez que vienes, ¿vale? —murmuró.
Daniel asintió, tragándose la humillación junto con las lágrimas.
Las semanas se convirtieron en meses.
Los hermanos dejaron de contar el tiempo por los días del calendario. Empezaron a medirlo por comidas y atardeceres. Una tarde, Daniel volvió de llenar botellas de agua en un baño público cercano y encontró a Sara sentada junto a la ventana, envuelta en una manta.
—Dani —susurró—, quiero ver la nieve de verdad… aunque sea una vez.
Aquella noche, Daniel tomó otra decisión. Esperó a que todo el bloque quedara en silencio, ya pasada la medianoche. Abrochó a Sara dentro de su abrigo grande, que casi la tragaba, y la llevó de la mano escaleras abajo, despacio, sin hacer ruido.
Era la primera vez en su vida que ella salía a la calle sin esconderse. El aire frío le golpeó las mejillas, y algunos copos finos empezaron a caer del cielo gris. Sara rió en voz bajita cuando la nieve se le quedó pegada en la nariz. Por unos minutos, no era una niña atrapada. Era solo una niña. Libre.
Pero al subir de nuevo, el pasillo se iluminó de golpe. Una vecina, doña Carmen, estaba allí, con la bolsa de basura en la mano y los ojos muy abiertos.
—¿Quién es esta niña? Yo pensaba que vivías solo con tu madre —dijo, mirando a Sara de arriba abajo.
El corazón de Daniel se desbocó.
—Es… es una prima que está de visita —balbuceó.
Doña Carmen frunció el ceño, pero guardó silencio. Dejó la bolsa en el contenedor, entró en su piso y cerró la puerta. Daniel entró también en el suyo y echó el cerrojo, intentando recuperar el aliento.
A la mañana siguiente, Sara tenía fiebre.
Al principio, Daniel pensó que era un simple resfriado.
Le dio agua tibia, la arropó con todas las mantas que encontró y se sentó a su lado, contándole historias de playas que nunca habían visto y parques de atracciones que solo conocían por la tele de algún bar.
Pero al día siguiente, la piel de Sara estaba ardiendo, y le costaba respirar. Un miedo frío le desgarró el pecho. Buscó desesperado en los cajones, en la cocina, en el baño. Solo encontró una caja de pastillas caducadas.
Bajó a la farmacia del barrio, con la cabeza hecha un torbellino.
Pasó por delante de las estanterías, cogió un jarabe para la fiebre y, con la mente nublada, lo metió en la mochila sin pagar. Al cruzar la puerta, no sonó ninguna alarma. El único ruido era el de su conciencia gritando.
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