A los 20 años mis padres me vendieron en matrimonio, pero en la noche de bodas descubrí su secreto

A los 20 años mis padres me vendieron en matrimonio, pero en la noche de bodas descubrí su secreto

Por culpa de la pobreza, mis padres me “vendieron” a un hombre rico… pero lo que pasó en nuestra noche de bodas dejó a todos con la boca abierta…

En 1967, en un pequeño pueblo rural llamado Arroyo Claro, en el centro de México, vivía Lucía Morales, una joven de 20 años que jamás había salido de las estrictas expectativas de su padre. Su padre, don Esteban Morales, era un hombre rígido, orgulloso, que creía que el valor de una hija se medía por su pureza, su obediencia y su silencio.

Lucía creció detrás de cortinas y puertas entreabiertas. Mientras las demás chicas de su edad reían en la plaza, se encontraban con muchachos y soñaban con un futuro diferente, ella sólo aprendía a coser, cocinar y bajar la mirada. Nunca había tomado la mano de un chico. Nunca había hablado a solas con uno. Su vida no se vivía; se vigilaba.

Ese año, sin embargo, llegó la desgracia. Una larga sequía cayó sobre la región, quemó las milpas, secó los pozos y mató al ganado. Don Esteban perdió el trabajo en el campo y, poco a poco, la alacena se fue quedando vacía. Durante días, Lucía y su familia sobrevivieron sólo con tortillas duras remojadas y atole ralo. Sus dos hermanos pequeños lloraban de hambre por las noches. Su madre lloraba en silencio al amanecer, sentada junto al fogón apagado.

Una tarde, Lucía escuchó voces bajas en la sala. Se acercó, sin hacer ruido, y distinguió un nombre: don Alejandro Robles. Todos en Arroyo Claro sabían quién era: el hombre callado que vivía solo en una hacienda grande a las afueras del pueblo. Tenía unos 45 años, era rico, respetado, pero extrañamente solitario. Nadie lo había visto jamás cortejar a una mujer.

Cuando el visitante se marchó, su padre la llamó con voz seca:

—Lucía —dijo, sin mirarla a los ojos—, don Alejandro ha pedido tu mano.

Lucía se quedó helada.

—Pero… yo no lo conozco —susurró.

—Es un buen hombre —insistió don Esteban—. Puede darte una vida segura… puede ayudarnos a todos.

Los ojos rojos e hinchados de su madre le dijeron la verdad: eso no era un matrimonio, era un trato.

La voz de Lucía tembló.

—¿Cuánto… ofreció?

Su padre tragó saliva.

—El equivalente a dos mil dólares —dijo en voz baja—. Una cantidad que no veremos nunca más.

A Lucía se le quebró el aliento. Era suficiente para sacar a la familia del hambre.

—Papá… —susurró, con el corazón partiéndose—, ¿me estás vendiendo?

El silencio de don Esteban fue la respuesta.

Nueve días después, vestida con un sencillo vestido blanco que don Alejandro había pagado, Lucía caminó hacia el altar de la iglesia del pueblo sintiendo que avanzaba hacia una tumba. Su primer beso fue delante de extraños, sin amor, con el cura y los vecinos como testigos. Esa noche, sus manos temblaban al entrar en la hacienda de su nuevo esposo: la casa de un desconocido al que ahora estaba unida para siempre.

Cuando don Alejandro cerró la puerta del dormitorio, habló en voz baja:

—Lucía… Antes de que pase nada esta noche, necesito decirte la verdad.

Lucía se sentó en la orilla de la cama, aún con el vestido de novia apretándole la cintura. La habitación estaba en un silencio extraño, roto sólo por el tic-tac lejano de un reloj sobre el buró. Alejandro se quedó a unos pasos de distancia, con las manos entrelazadas, incapaz de mirarla de frente.

—Sé que este matrimonio fue muy repentino para ti —empezó. Su voz sonaba suave, más de lo que ella esperaba—. Pero no te traje aquí para hacerte daño.

Lucía no dijo nada. Sentía que si abría la boca se rompería en mil pedazos.

Alejandro respiró hondo.

—Hay algo sobre mí que debo confesarte, antes de que supongamos lo que significa ser marido y mujer —continuó, buscando valor—. Yo nací… diferente.

Lucía frunció el ceño, sin comprender.

—Mi cuerpo —seguió él— no es como el de otros hombres. Yo no puedo… —le falló la voz—, no puedo estar con una esposa como lo hacen los demás. No puedo darte hijos. No puedo ofrecerte… esa parte del matrimonio.

Las palabras quedaron colgadas en el aire, frágiles como un vaso de cristal a punto de caer.

Lucía lo miró, esperando sentir rechazo, rabia o asco… pero lo que sintió fue otra cosa: reconocimiento. Ella sabía lo que era vivir en un cuerpo que casi no podía decidir nada. Sabía de vergüenza. De soledad. De silencio.

Alejandro dio un paso atrás, como si ya estuviera preparado para que ella lo rechazara.

—Eres libre, Lucía —susurró—. No te tocaré si tú no lo deseas. Puedes tener tu propia habitación, si quieres. Sólo te pido… compañía. Alguien con quien hablar en la cena. Alguien con quien compartir esta casa. Ya no soporto el silencio.

Por primera vez desde la boda, Lucía lo miró a los ojos… y vio a un hombre que había vivido años aislado, no porque fuera cruel, sino porque tenía miedo de ser visto tal y como era.

Aquella noche no compartieron cama. Alejandro durmió en el cuarto de visitas. Lucía se quedó despierta, mirando el techo, comprendiendo algo muy extraño: el mundo no le había dado libertad, pero Alejandro, al menos, le había dado una elección.

En los días que siguieron, la casa siguió siendo silenciosa, pero el ambiente se volvió más suave, menos tenso. Lucía comenzó a recorrer la hacienda, paso a paso, como si explorara otro planeta. Una tarde descubrió una habitación que nunca antes había visto: la biblioteca. Estantes y estantes llenos de libros, hasta el techo.

Cuando Alejandro la encontró sentada con un libro entre las manos, simplemente dijo:

—Puedes leer lo que quieras. Nada en esta casa está prohibido para ti.

Era la primera vez en su vida que alguien le decía algo así.

Y por primera vez, Lucía sintió que dentro de ella se despertaba algo nuevo:

Posibilidad.

Pasaron las semanas, y la vida tomó un ritmo inesperado. Lucía aprendió los caminos de la hacienda: el crujido de la madera del porche, el olor cálido de los caballos en el establo, el rumor del viento entre los árboles del patio, el canto de los gallos al amanecer. Alejandro le enseñó a llevar las cuentas, a revisar los almacenes, a hablar con los trabajadores. Ella absorbía todo con una mente aguda y hambrienta, una mente que nunca antes le habían dejado estirar.

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