Abrí la puerta del dormitorio y lo vi en nuestra cama: lo que hice después lo dejó sin salida

Abrí la puerta del dormitorio y lo vi en nuestra cama: lo que hice después lo dejó sin salida

La abrí la puerta del dormitorio y vi a mi marido en nuestra cama… pero lo que hice después lo persiguió toda la vida

Cuando empujé la puerta del dormitorio aquella noche, lo último que esperaba era ver eso. Mi marido, Javier, y una mujer a la que no había visto nunca, enredados entre las sábanas de nuestra cama… la misma cama que elegimos juntos después de casarnos, cuando todavía nos mirábamos como si el mundo fuera fácil.

Por un segundo me quedé paralizada. No me salieron las palabras. El aire se me quedó atrapado en la garganta. Sus risas, los susurros, el movimiento torpe de cuerpos que se creen a salvo… todo me sonó lejano, como si viniera de otra casa, de otra vida.

Javier se quedó blanco en cuanto me vio. La mujer soltó un grito ahogado y se subió la sábana hasta el cuello. Yo no grité. No lloré. Ni siquiera pregunté nada.

Era nuestro décimo aniversario. Yo había planeado sorprenderlo con una cena: su carne favorita, una botella de vino tinto, velas… hasta salí antes del trabajo para que todo quedara perfecto. En lugar de eso, entré en una pesadilla.

Javier se levantó a trompicones, buscando palabras como quien busca una salida en una habitación sin ventanas.

—Lucía, no es lo que parece… —dijo, con esa frase gastada que repiten los infieles como si fuera un conjuro.

Miré la mesilla. Allí seguía nuestra foto de boda, nosotros sonriendo, como si aquella pareja no tuviera nada que temer. Me temblaban las manos, sí, pero no de rabia. Fue peor: algo dentro de mí se enfrió, como si una parte se apagara para siempre.

No le lancé nada. No le di una bofetada. No armé un espectáculo.

Lo miré fijo, a los ojos, y le dije en voz baja, casi con calma:

—No te preocupes. Vas a recibir exactamente lo que mereces.

Y me fui.

Me fui a la cocina. Cerré la puerta despacio, como si no quisiera que el ruido despertara a la mujer que yo era hace diez años. Saqué el móvil. No llamé a una amiga. No llamé a mi hermana. Llamé a alguien que Javier jamás habría imaginado.

No era venganza lo que estaba preparando. Era otra cosa: justicia. De esa que no necesita gritos, porque se sostiene sola.

Volví al pasillo. Javier seguía ahí, medio vestido, intentando tapar su vergüenza con palabras. La mujer —después supe que se llamaba Valeria— tenía la cara pálida, los ojos abiertos como si de pronto el mundo se hubiera vuelto demasiado real.

—Deberíais vestiros —les dije con educación, como si estuviera pidiendo un favor—. Vamos a tener visita.

Javier frunció el ceño.

—¿Qué demonios significa eso?

Antes de que yo respondiera, se oyó un coche entrando en el garaje. Javier se quedó rígido, como si le hubieran puesto una mano helada en la nuca.

No sonreí. Solo murmuré, despacio:

—Ese es tu regalo, cariño.

Él aún no lo sabía, pero la persona que acababa de llegar tenía la llave de todo lo que Javier había construido… y también de todo lo que estaba a punto de perder.

Parte 2

Los golpes en la puerta fueron rápidos, secos, sin paciencia. Javier tragó saliva; su cara tenía el color de la sábana.

—¿Quién es? —preguntó, y su voz ya no sonaba segura.

No contesté. Abrí.

Allí estaba Andrés Herrera, su socio desde hacía más de diez años. El hombre con el que había levantado el negocio desde casi nada, el que firmaba decisiones importantes, el que confiaba en Javier como en un hermano.

—¿Lucía? —dijo Andrés, extrañado—. ¿Qué pasa? Dijiste que era urgente.

—Lo es —respondí—. Pasa, por favor.

Andrés dio dos pasos dentro del pasillo y entonces lo vio: Javier medio vestido, con la respiración cortada, intentando parecer dueño de la situación cuando ya no lo era. Y luego vio a Valeria, con la sábana agarrada al cuerpo, el pelo revuelto, la cara de alguien que había calculado mal.

La expresión de Andrés cambió en un segundo: de confusión a un asco lento, profundo.

—Javier… —dijo despacio—. ¿Esa… es mi prometida?

El silencio cayó como una piedra. Javier abrió la boca y no le salió nada. Miró de Andrés a Valeria, de Valeria a mí, como si esperara que el suelo se abriera.

Los ojos de Valeria se llenaron de lágrimas.

—Andrés, por favor… no es lo que piensas…

Pero Andrés ya estaba temblando de rabia.

—¿Te estás acostando con mi prometida? —repitió, y cada palabra sonó como un golpe.

Javier seguía sin poder hablar. En ese instante vi algo que nunca olvidaré: el hombre que me traicionó, por fin, entendiendo el tamaño de su mentira. No había destrozado solo nuestro matrimonio. Estaba tirando su vida entera por el desagüe.

Andrés me miró, y en sus ojos había dolor, pero también un agradecimiento amargo.

—Gracias por llamarme. Me iba a casar con ella la semana que viene.

Asentí.

—Merecías saber la verdad. Los dos la merecíamos.

Javier intentó acercarse a mí, desesperado.

—Lucía, por favor… yo… fue un error…

—No —lo corté—. Un error es equivocarte de calle. Esto fueron decisiones. Y ahora te toca vivir con ellas.

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