Aceptó una noche por 75.000€ para salvar a su madre… y lo que él hizo al amanecer dejó a todos helados

Aceptó una noche por 75.000€ para salvar a su madre… y lo que él hizo al amanecer dejó a todos helados

“Una hija desesperada aceptó una noche por 75.000 euros para salvar a su madre… pero lo que él hizo a la mañana siguiente dejó a todos sin palabras”

El reloj marcó las doce en punto y la lluvia golpeó con más fuerza el cristal de la ventana. Alba Ríos estaba sentada, inmóvil, en un banco del pasillo del hospital, con las manos heladas entrelazadas. Detrás de las puertas de la UCI, los pitidos de los monitores de su madre sonaban bajos, como si el mismo lugar respirara con dificultad.

Setenta y cinco mil —la voz de la enfermera seguía clavada en su cabeza—. Para mañana por la mañana… o tendremos que detener el tratamiento.

El mundo de Alba se vino abajo.

Tenía 23 años, estudiaba enfermería y llevaba semanas corriendo de un lado a otro como si el cansancio no existiera. Ya había vendido todo lo que podía: su coche viejo, su portátil, incluso los libros con los que estudiaba. Su madre, Elena, era lo único que le quedaba. No tenía hermanos. No tenía padre. No tenía a nadie.

Y Elena se estaba apagando por horas.

Alba apretó los dientes, tragándose el llanto, y de pronto recordó un nombre que en el hospital se decía en susurros: don Héctor Salgado, el dueño del centro. Un hombre de 47 años, viudo, con fama de frío, de duro con los números, de esos que no se ablandan ni con un terremoto. Nadie lo molestaba. Nadie lo miraba demasiado tiempo.

Pero Alba ya no tenía opciones.

Así que llamó.

Esa misma noche, empapada por la tormenta, subió a un ático silencioso en una zona alta de la ciudad. Los zapatos le chorreaban agua. El corazón le golpeaba en la garganta.

Cuando él abrió la puerta, todo en su presencia imponía: el traje impecable, el rostro serio, los ojos oscuros que parecían no pestañear.

—Por favor, señor Salgado… —Alba apenas pudo respirar—. Mi madre necesita la operación. Si no pago… se muere.

Héctor se quedó de pie, junto al ventanal. La lluvia dibujaba ríos en el vidrio detrás de él. No parecía sorprendido, ni molesto. Solo… distante.

—¿Me está pidiendo que cubra setenta y cinco mil euros? —preguntó, como si hablara de una cifra cualquiera.

—Sí. Haré lo que sea. Trabajaré para usted. En limpieza, en administración, de lo que sea. Se lo devolveré poco a poco. Yo…

Él levantó una mano, cortándola.

—Hay una condición.

A Alba se le encogió el estómago.

—¿Qué condición?

Héctor la miró directo, tranquilo, pero con una frialdad que asustaba.

Pase la noche conmigo.

El aire se volvió espeso. Alba sintió vergüenza, rabia, miedo… todo al mismo tiempo. La cara le ardió.

—No puede hablar en serio —susurró, con la voz rota.

—Le estoy dando una opción —dijo él, sin alzar el tono—. Usted vino desesperada. Yo le estoy dando una salida.

Alba parpadeó. Las lágrimas le nublaron la vista. Pensó en su madre, sola, conectada a máquinas, cada minuto más débil. Pensó en la enfermera diciendo “por la mañana”. Pensó en el silencio de la UCI, donde hasta el llanto parecía prohibido.

La respuesta le salió temblando, antes de que pudiera detenerla.

—…Lo haré.

Esa noche no tuvo nada de bonito. No hubo promesas ni palabras dulces. Solo un acuerdo frío, silencio largo, y la sensación de que Alba estaba cruzando una línea de la que no sabía si podría volver.

Cuando amaneció, la luz gris entró por las cortinas. Alba estaba sentada en el borde de la cama, rígida, como si su cuerpo no fuera suyo.

Héctor dejó un sobre sobre la mesita, sin mirarla demasiado.

—No tendrá que verme nunca más —dijo, en voz baja—. El hospital se hará cargo de su madre.

Alba tomó el sobre con manos temblorosas. Dentro había un cheque.

Salió a la calle y la lluvia la recibió otra vez. Caminó sin rumbo, apretando aquel papel como si fuera un salvavidas, convencida de que había vendido algo de sí misma para salvar una vida.

No sabía que, desde el ventanal, Héctor la observaba irse con el rostro pálido… y una sombra que parecía culpa.

Y tampoco sabía que guardaba un secreto capaz de cambiarlo todo.

Parte 2

Las semanas siguientes fueron una niebla.

La operación de Elena fue un éxito. Los médicos dijeron que era casi un milagro. La fiebre bajó. La respiración se estabilizó. Poco a poco, la mujer volvió a abrir los ojos con claridad y a sonreírle a su hija sin saber el precio real de esa sonrisa.

Pero Alba no se sintió aliviada.

Se sintió sucia. Se sintió pequeña.

Dejó su trabajo de medio tiempo en el hospital. Dejó de contestar mensajes. Evitó a sus compañeras de clase. Se encerró en casa con una culpa que no la dejaba comer ni dormir.

Cada vez que miraba a su madre, pensaba:

Si ella supiera lo que hice… nunca me perdonaría.

Y sin embargo, Héctor no desapareció como prometió.

Una tarde, recibió una llamada.

—La oficina del señor Salgado —dijo una asistente, formal—. El señor Salgado desea verla.

Alba se quedó helada.

—Dígale que no puedo —respondió, intentando que la voz no le temblara—. Dígale… dígale que me deje en paz.

Colgó. Se pasó dos días mirando el móvil como si fuera una amenaza. Y al tercer día, al salir de la universidad, lo vio.

Estaba junto a la reja principal, con un abrigo oscuro, quieto como una estatua. No parecía fuera de lugar, y aun así todos lo miraban. Él no miraba a nadie.

Solo a Alba.

—Señorita Ríos —dijo cuando ella se acercó, con voz tranquila—. Tenemos que hablar.

A Alba le subió la sangre a la cabeza.

—¿Hablar? —escupió, con amargura—. Usted ya tuvo lo que quería. ¿Por qué no me deja en paz?

Héctor no se alteró.

—Porque usted no entiende —respondió—. Aquella noche… no fue lo que usted cree.

Alba soltó una risa amarga, casi sin sonido.

—Yo sé perfectamente lo que fue.

Entonces él metió la mano en el abrigo y sacó un sobre. Se lo tendió.

Alba dudó, pero lo tomó. Lo abrió allí mismo.

Dentro había documentos del hospital: un compromiso firmado para cubrir todos los gastos médicos de su madre a largo plazo. Y además, una carta con membrete sencillo: una beca completa para que Alba terminara la carrera sin deudas.

El mundo volvió a girar raro.

—¿Qué es esto? —preguntó, con la voz quebrada.

—No la compré, Alba —dijo él—. Estaba intentando protegerla.

—¿Protegerme? —Alba apretó los papeles—. ¿Humillándome?

Por primera vez, algo se rompió en la cara de Héctor. Sus ojos se suavizaron, como si el hombre que todos temían no pudiera sostener esa máscara para siempre.

—Su padre trabajó para mí hace años —dijo lentamente—. Murió salvando a mi hijo en un accidente en una de mis instalaciones. Yo… le debo a su familia más de lo que el dinero puede pagar.

Alba sintió que el aire le faltaba.

Ella casi no recordaba a su padre. Solo tenía una foto vieja y una frase repetida por su madre: “Fue un accidente”. Nada más. Nunca detalles.

—¿Mi padre… murió salvando a su hijo? —susurró.

Héctor asintió.

—Yo quise ayudar desde el principio. Pero temí que usted lo rechazara si sonaba a caridad. Así que lo convertí en un “trato”. —Tragó saliva—. Estuvo mal. Fue cobarde.

Alba lo miró con los ojos llenos de lágrimas, pero ya no eran solo de rabia.

—Debió decírmelo —dijo.

—Lo sé. —Héctor bajó la mirada un segundo—. Tenía miedo de que me cerrara la puerta.

Alba temblaba.

—Usted debió confiar en mí.

Héctor asintió despacio, como si esa frase pesara.

—Tiene razón.

Se dio la vuelta.

—Me aseguraré de que usted y su madre no vuelvan a pasar por esto —dijo, sin mirar atrás—. Pero no volveré a molestarla.

Y entonces, por un instante, Alba vio algo real en él: duelo, culpa… y una soledad que ella conocía demasiado bien.

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