Parte 3
Pasaron los meses.
Alba se concentró en estudiar. Se obligó a levantarse, a ir a clase, a sonreír cuando su madre preguntaba por el hospital. Elena se recuperaba despacio, cada día un poco mejor, sin imaginar el abismo que su hija había cruzado.
Pero Alba no podía olvidar a Héctor… ni la verdad.
Cada vez que pasaba frente al hospital, sentía un tirón dentro: no era perdón, tampoco lástima. Era algo sin cerrar, como una puerta mal encajada.
Un mañana fría de invierno, le llegó una carta a casa. Estaba escrita a mano, con letra elegante.
“Me han diagnosticado un problema del corazón. Irónico, ¿verdad?
No espero perdón. Pero quería que supieras que el fondo de becas que inicié a nombre de tu padre ya está ayudando a diez estudiantes que no podían costearse la carrera de salud.
Ojalá algún día tú también los ayudes, como él me ayudó a mí.
—H. Salgado.”
Alba sintió que se le llenaban los ojos.
Contra todo lo que se había prometido, fue a verlo unos días después. No al ático. Al hospital.
Lo encontró en una habitación tranquila. Héctor estaba más delgado, más pálido. No era el hombre imponente del ventanal. Parecía… cansado.
Cuando la vio, parpadeó como si no lo creyera.
—No deberías haber venido —dijo, en voz baja.
Alba se acercó despacio.
—Quería —respondió—. Usted ayudó a mi madre. Me dio un futuro. Necesitaba decir gracias… aunque no sepa cómo ponerle nombre a todo lo demás.
Héctor sonrió apenas, una sombra de sonrisa.
—Tú también me diste algo, Alba —murmuró—. Una oportunidad de sentirme humano otra vez.
Hablaron durante horas. No de la noche que ambos querían borrar, sino de la vida, de las decisiones difíciles, de cómo a veces hacer “lo correcto” duele por todos lados.
Alba le habló de su madre, de los paseos cortos que ya podía dar, de cómo se reía con programas viejos en la televisión. Héctor le habló de su hijo, de lo rápido que crecen los niños, de lo que uno pierde cuando se encierra en el orgullo.
No hubo promesas. No hubo escenas perfectas. Solo dos personas intentando entenderse en medio de una herida.
Unos meses después, Héctor falleció.
La prensa lo llamó empresario implacable, hombre duro, figura polémica para algunos. Alba asistió al funeral en silencio, en la última fila. Nadie la presentó. Nadie sabía su historia.
Pero ella sabía algo que los demás no podían ver: Héctor había sido un hombre roto intentando arreglar lo que pudo, aunque lo hiciera tarde y mal al principio.
Semanas después, llegó otro sobre. Esta vez no tenía letra elegante, sino papel oficial. Era una carta de un abogado.
Héctor le dejaba una herencia modesta. No una fortuna. Lo justo para que cambiara su vida… si la usaba bien. Y dentro venía una nota corta, escrita de su puño y letra:
“Usa esto para ayudar a otros.
Y no pienses en aquella noche como tu vergüenza. Fue mi redención.”
Alba cerró los ojos. Las lágrimas le cayeron sin freno.
Por primera vez en mucho tiempo, no se sintió rota. No se sintió manchada. Se sintió vista.
Años después, cuando Alba se graduó y empezó a trabajar como enfermera en el mismo hospital, apareció una placa de bronce en el vestíbulo, junto a la entrada principal, donde la gente pasaba cada día sin imaginar las historias que se escondían entre esas paredes.
Decía:
“Fondo de Compasión Ríos–Salgado — Para pacientes que lo necesitan.”
Alba se quedó mirándola un momento, con un nudo dulce en la garganta. Luego sonrió entre lágrimas y susurró para sí:
—Quizá algunas deudas sí se pagan… solo que no de la manera que uno espera.






