Tristán lleva setenta y dos horas convertido en una gárgola de piedra. Si no come antes del viernes, el veterinario traerá la inyección y se acabará la rabia, como dice el refrán. Pero aquí lo que mata no es la rabia, es la pena.
Burgos en noviembre te cala hasta los huesos. El frío baja del castillo y se mete por las callejuelas del casco antiguo, helando el aliento. Pero el frío en ese piso señorial de la calle Vitoria era distinto. Era un frío de ausencia.
Me llamo Mateo. No soy adiestrador de circo ni encantador de perros. Soy paseador. Me gano la vida sacando a pasear las conciencias intranquilas de gente con dinero y poco tiempo. Pero Tristán, un Braco de Weimar de ocho años con ojos de color ámbar líquido, no era un trabajo más. Era un naufragio en tierra firme.
Su dueño legal, el hijo de Doña Carmen, me llamó desde Madrid. Un tipo pragmático, de esos que hablan rápido y miran el reloj constantemente: «Han ingresado a madre en la residencia “Los Álamos” el lunes. El perro… se ha apagado. No come. No se mueve. Si no remonta para el fin de semana, habrá que tomar medidas. Te pago el doble por las molestias.»
“Tomar medidas”. Un eufemismo cobarde para no decir “sacrificar”.
Yo estaba sentado en el suelo de parqué, empujándole con el dedo un plato con virutas de jamón ibérico del bueno. Ni caso. Tristán miraba a través de mí, fijando la vista en el pasillo vacío. No era un perro malcriado. Era un noble caballero que había perdido a su reina.
En España somos muy de tocar, de abrazar, de comer para celebrar y para olvidar. Pero cuando un perro español decide que la vida no vale la pena, no hay jamón que lo cure. Lo saqué a pasear por el Espolón. Nada. Caminaba a mi lado como un penitente en Semana Santa, cabeza gacha, arrastrando las patas. La gente que paseaba abrigada hasta las orejas nos miraba con lástima. Un animal tan majestuoso, reducido a una sombra.
La segunda noche me quedé a dormir en el sofá orejero del salón. No tenía corazón para dejarlo solo en esa casa que olía a cerrado y a soledad.
A eso de las tres de la madrugada, un ruido me despertó. Clac, clac. Uñas sobre madera. En la penumbra del recibidor, vi a Tristán. Estaba plantado frente al perchero de la entrada. Tiesos como un poste. Orejas en alerta. No esperaba comida. Esperaba órdenes.
Me acerqué descalzo. Tenía el hocico pegado a un viejo abrigo de paño verde botella, de esos clásicos que duran toda la vida. Olía a naftalina, a lluvia y a Doña Carmen.
En ese instante, se me encendió la bombilla. Tristán no estaba deprimido por sentirse abandonado. Estaba hundido porque creía haber fallado. El Braco es un perro de muestra, un perro que trabaja mano a mano con su dueño. Su trabajo era proteger a Carmen. Y ella había desaparecido. En su cabeza de perro leal, él era el culpable. Había perdido a su protegida.
La mañana siguiente amaneció con una niebla cerrada, de esa que no te deja ver ni la catedral. Sabía que lo que iba a hacer era una locura. Si me veía la policía local, tendría problemas. Pero el viernes era mañana.
Descolgué el abrigo de paño verde. Me quedaba pequeño, las mangas me llegaban a mitad del antebrazo y me tiraba de sisa. Parecía un espantapájaros. Pero me lo puse. Enganché la correa de cuero vieja. «Venga, Tristán. Vamos al tajo.»
Al oler la lana rancia y el perfume de su dueña en mí, el perro se transformó. Se sacudió entero. Salimos a la calle. No fuimos al parque. Dejé que su olfato nos guiara. Tristán tiraba con fuerza, con orgullo. Cruzamos el puente, callejeamos entre la niebla hasta llegar a las afueras, donde un edificio moderno de ladrillo caravista se alzaba tras una verja metálica. La residencia.
Por supuesto, prohibida la entrada a animales. Normas de la casa. Tristán nos llevó hasta la valla trasera, la que da al jardín interior. Metió el hocico entre los barrotes fríos y soltó un gemido que me partió el alma.
Al otro lado, tras el cristal de la planta baja, se veía a los ancianos en la sala de estar. Unos dormitaban, otros miraban la nada. «Búscala, chico. ¿Dónde está?», le susurré.
El perro se quedó rígido. Clavó la mirada en una figura pequeña, sentada en una silla de ruedas junto al radiador. No sé si ella podía vernos con esa niebla. Pero Tristán sabía que estaba allí.
Hice de tripas corazón. Levanté a Tristán por las patas delanteras, apoyándolo contra la verja, y le dije con voz firme: «¡Ladra, Tristán! ¡Que se entere!»
El perro hinchó el pecho. Y soltó un ladrido que resonó en todo el barrio. ¡Guau! No era un ladrido de juego. Era un informe de situación. “Sin novedad en el frente, mi capitana.”
Detrás del cristal, la anciana levantó la cabeza. Entornó los ojos buscando entre la bruma. Vio el abrigo verde. Vio la silueta gris. Una sonrisa enorme se dibujó en su cara arrugada. Levantó una mano temblorosa y saludó. Un gesto lento, aristocrático.
Tristán calló al instante. Bajó a cuatro patas. Soltó un bufido largo, como cuando te quitas las botas después de una caminata larga. Ya estaba. Ella estaba a salvo. Él no había desertado.
Volvimos a casa andando rápido. El frío seguía ahí, pero ya no calaba tanto. Al llegar, Tristán fue directo a la cocina. Devoró el cuenco de pienso, bebió agua salpicando todo el suelo, dio tres vueltas sobre su alfombra y cayó rendido.
Esa noche me llamó el hijo. «¿Qué tal, Mateo? ¿Llamo al veterinario para mañana?» Miré al perro, que dormía a pierna suelta.
«No hace falta», le dije. «Tristán se queda.» «¿Cómo? Madre no va a volver. Y yo en mi piso de Madrid no puedo…» «Me lo quedo yo», le corté. «Hacemos el cambio de titularidad y listo.»
Hubo un silencio al otro lado. Luego, un suspiro de alivio. «Joder, Mateo, me quitas un peso de encima. Te paso los papeles.»
Colgué. En España somos muy orgullosos, a veces demasiado. Nos cuesta pedir ayuda y nos cuesta admitir que estamos solos. A veces apartamos a los viejos porque nos recuerdan lo frágil que es todo. Pero Tristán me ha enseñado hoy que la lealtad no entiende de residencias ni de olvidos.
El abrigo verde sigue en el perchero. Ya no me lo pongo, porque hago el ridículo, pero ahí se queda. Tristán lo huele cada mañana antes de salir, me mira, y salimos a patrullar las calles de Burgos. Su guardia no ha terminado, solo ha cambiado de compañero.
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