En la calle Vitoria ya no se oía el silencio de antes, pero el viernes seguía marcado en rojo en mi cabeza como si fuera una multa. No era el veterinario; era el miedo a que todo aquello hubiese sido solo un milagro de una mañana, una chispa antes de apagarse otra vez.
Tristán desayunó como si quisiera recuperar tres días en una sola sentada. Y aun así, cuando yo agarré la correa, se quedó quieto un segundo, mirando al perchero, esperando el permiso invisible de Doña Carmen.
El abrigo verde seguía ahí, con su olor a paño viejo y dignidad. Yo no me lo puse; me limité a tocarlo con los nudillos, como quien saluda a un superior, y le dije al perro en voz baja: «Vamos, capitán. Hoy patrullamos de verdad».
En Burgos el invierno no pregunta si estás listo. Te cae encima. Salimos y la niebla era una sábana húmeda sobre el Espolón, pero Tristán caminaba distinto: cabeza alta, orejas activas, el paso firme de quien vuelve a tener una misión.
Esa misma mañana hice algo que no suelo hacer con los trabajos de paseo: pedí permiso. Llamé a la residencia “Los Álamos” y me presenté con mi mejor voz de persona responsable.
«Buenos días, soy Mateo. Paseo a Tristán, el perro de Doña Carmen. Quería saber si existe alguna forma… de que ella pueda verlo, aunque sea un minuto desde el jardín o desde una ventana.»
Al otro lado me respondió una mujer cansada pero correcta, de esas que han aprendido a decir “normas” como quien dice “gravedad”.
«Los animales no están permitidos, señor. Lo siento.»
«Ya, ya lo sé. No pido que entre. Solo… que ella lo vea. Que él la vea.»
Hubo un silencio. Se oyó papel, como si revisara algo.
«¿Usted es familiar?»
«No. Soy su paseador. Y ahora… bueno. Ahora, si me dejan, voy a ser su dueño.»
La frase me salió rara, como un abrigo prestado. Pero fue verdad.
«Mire», dijo la mujer, más baja. «Yo no puedo prometerle nada. Pero hay una trabajadora social, Eva, que es… sensible con estas cosas. Llame a mediodía. Si hay un hueco y no hay visita médica, quizás se pueda hacer algo en el jardín interior, pegados a la valla. Sin entrar. Y sin armar escándalo.»
Colgué con una victoria pequeña en el bolsillo. Tristán me olfateó la mano como si supiera que ahí había una noticia.
Ese día fue un día raro de esos en que la vida te exige papeleo para ser humano. Llamé al hijo de Doña Carmen, el de Madrid, y le pedí que me mandara lo que hiciera falta.
«Te paso la documentación, pero esto hay que hacerlo bien», dijo con prisa de ejecutivo. «Cambio de titularidad, vacuna al día, microchip…»
«Lo sé. Y necesito una autorización firmada por tu madre, si está en condiciones.»
Se oyó una risa sin alegría.
«Mi madre firma lo que sea si le ponen el papel delante. Pero ahora está… como en otra estación del año. A ratos está y a ratos no.»
A mí esa frase me dolió más que una mala noticia. Porque yo había visto la sonrisa a través del cristal. Y era una sonrisa completa, sin estaciones.
Por la tarde fuimos al veterinario del barrio de San Pedro y San Felices. Uno de esos locales con olor a desinfectante y calendarios de perros sonrientes que no se parecen a la realidad.
El veterinario miró a Tristán con ojos de oficio. Le palpó, le revisó encías, escuchó corazón.
«Ha pasado un estrés fuerte», dijo. «Cuando un perro deja de comer tres días, no es capricho. Es duelo. Y el duelo en animales es más serio de lo que la gente cree.»
Yo tragué saliva.
«Estaba a horas de… ya sabe.»
El hombre asintió sin dramatismo.
«Ahora ha remontado, pero hay que vigilar. Y una cosa: cuidado con hacerle vivir esto como si su trabajo dependiera de ello. Si cada día lo llevas a buscarla y un día no puede verla, puede recaer.»
Yo lo sabía, aunque no lo quería saber. Porque lo único que había funcionado era devolverle a Carmen. Y, sin embargo, Carmen estaba detrás de un cristal, con normas.
Al salir, Tristán se paró frente a la tienda de ultramarinos de la esquina y me miró con la misma intensidad con la que me había mirado en la valla. Como diciendo: hoy también.
«Hoy no», le dije. «Hoy hacemos otra cosa. Hoy comemos.»
Lo llevé a casa y le preparé algo que no debería convertirse en costumbre: arroz blanco con un poco de pollo cocido. Mientras lo devoraba, me quedé mirando el abrigo verde como si fuera un santo colgado de un clavo.
A la mañana siguiente llamé a “Los Álamos” a mediodía. Me respondió la trabajadora social, Eva. Tenía voz de alguien que ha aprendido a no llorar delante de los demás.
«Mateo, me han hablado de usted. He visto a Doña Carmen… cuando levantó la mano ayer…»
Yo me apreté el puente de la nariz.
«Solo quiero que se repita. Aunque sea desde fuera.»
Eva suspiró.
«Las normas son claras, pero también existe algo que no está en las normas. Se llama dignidad. Le propongo una cosa: hoy a las cinco, jardín interior, en la parte de atrás. Usted en la valla, el perro con correa corta. Nada de entrar, nada de armar jaleo. Si alguien pregunta, es un paseo por la zona.»
«Gracias», dije, y noté que se me aflojaba algo en el pecho. «Gracias de verdad.»
Ese viernes, el viernes del miedo, llegó con una luz fría y limpia. Burgos parecía una fotografía antigua: todo gris, todo serio, todo hermoso a su manera.
A las cuatro y media ya estaba yo en la valla trasera, con la correa enroscada en la muñeca como si fuera un rosario. Tristán olfateaba el aire, nervioso, pero no tiraba. Era un nervio disciplinado.
Entonces apareció Eva dentro del jardín, empujando una silla de ruedas. Detrás, una auxiliar con expresión de “esto nos va a traer problemas” y una manta sobre las piernas de Doña Carmen.
Doña Carmen llevaba el pelo recogido, una bufanda de lana, y la cara pálida de quien vive con calefacción ajena. Pero en cuanto Tristán la vio, pasó algo simple y brutal: el perro se convirtió en perro otra vez.
No hubo ladridos. No hubo teatro. Solo un gemido corto, como un “aquí estás” que no necesitaba traducción.
Doña Carmen alzó la vista, y al principio parecía buscar. Luego vio la silueta gris, vio mi cara, y al final se le humedecieron los ojos con la precisión de los viejos, que lloran sin hacer ruido.
«Tristán», dijo. Y esa palabra fue como abrir una puerta que llevaba cerrada mucho tiempo.
Yo acercé al perro a la valla. Él se puso de puntillas, apoyó las patas delanteras en el hierro frío y metió el hocico entre los barrotes. Doña Carmen estiró la mano temblorosa.
Eva miró a la auxiliar.
«Un minuto.»
La auxiliar resopló, pero se apartó.
Los dedos de Doña Carmen tocaron el morro de Tristán. Fue un gesto pequeño, pero cambió el aire. Tristán cerró los ojos. Y yo vi cómo el perro respiraba hondo, como si por fin alguien le diera permiso para bajar la guardia.
Doña Carmen sonrió y, de pronto, me miró a mí, con una lucidez que me pilló desprevenido.
«Usted… no es el del martes», dijo.
Yo me quedé helado.
«¿Perdón?»
Ella frunció el ceño, como cuando alguien intenta ordenar una habitación de recuerdos.
«El martes vi un abrigo verde. Creí que era mi marido. Y luego… vi el perro. Y pensé: “Todavía estoy en casa”.»
Me tragué un nudo.
«Soy Mateo. Lo paseo. Y… lo estoy cuidando.»
Doña Carmen bajó la vista al perro, y su voz se volvió de madre, de capitana, de vieja aristócrata.
«No lo deje solo.»
Fue una orden. Pero también fue una súplica.
«No lo voy a dejar», le dije, sin prometerlo a la ligera. «Se lo juro.»
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