Aquella tarde de jueves era tranquila, de esas en las que el tiempo parece ir más despacio. Yo estaba en la cocina preparando la cena: un caldo de pollo con fideos, el favorito de mi hija Lucía desde que era pequeña. Afuera ya se iba apagando la luz del día, y en casa sólo se oía el burbujeo suave de la olla.
Estaba cortando zanahoria cuando un golpe fuerte resonó en el pasillo. No fue el típico toque de un vecino. Fue un golpe seco, insistente, como si quien estuviera al otro lado tuviera prisa… o una razón seria.
Me sequé las manos en el delantal y fui a abrir.
En el umbral había dos agentes de policía. Sus uniformes oscuros destacaban con el cielo anaranjado de fondo. Uno era joven, con mirada cansada pero amable. El otro era mayor, de esos que hablan con calma, como quien ha dado malas noticias muchas veces.
—¿Señora Ruiz? —preguntó el mayor.
—Sí… soy yo —respondí, desconcertada—. ¿Ha pasado algo?
El agente miró un segundo a su compañero antes de hablar.
—Hemos recibido una llamada esta tarde —dijo con cuidado—. De su hija.
Sentí que se me helaba el cuerpo.
—¿De Lucía? —dije, casi sin voz—. Tiene que haber un error… Está arriba, haciendo los deberes.
Y justo en ese momento me giré.
Lucía estaba a mitad de la escalera. No había bajado del todo, como si no se atreviera. Tenía los hombros encogidos y las manos agarradas a la barandilla. La cara pálida, los ojos rojos de llorar.
—¿Lucía? —susurré—. ¿Qué pasa, hija?
Ella tragó saliva. Le temblaban los labios.
—Mamá… por favor… no te enfades conmigo.
Di un paso hacia ella, pero el agente mayor levantó la mano con suavidad, sin brusquedad, como pidiendo un momento.
—Señora, vamos a hablar con calma —dijo.
Me apretó el pecho una sensación fea, como si me faltara el aire.
—No entiendo esto. No hace falta que estén aquí… —balbuceé—. ¿Qué está pasando?
El agente joven miró a Lucía.
—Puedes decírselo —le dijo en voz baja, con respeto.
Lucía apretó los dientes, como si estuviera aguantando una ola. Y de golpe empezó a llorar de verdad, sin poder contenerse.
—Mamá… llamé porque… porque ya no podía más.
Mi estómago se hundió.
—¿No podías más con qué?
Sus palabras salieron atropelladas, como si le diera miedo que, si se paraba, no sería capaz de seguir.
—Porque me da miedo cuando él está aquí. Les hablé de Javier.
Se me quedaron las manos frías.
—¿De Javier? —repetí, sin entender—. ¿Qué… qué pasa con Javier?
Ella se cubrió la cara un segundo, pero enseguida la bajó, mirándome como si tuviera que atravesar una pared.
—Lo que hace cuando tú no estás… —sollozó—. Lo que me dice… cómo se pone…
El mundo se me movió. Por un instante no sentí las piernas. Yo quería decir “no”, quería decir “no puede ser”, quería empujar esa escena fuera de mi casa, como se aparta una silla que estorba.
—Esto… esto no puede ser cierto —murmuré, negando con la cabeza—. Tiene que haber un malentendido.
Pero el agente mayor no cambió la expresión.
—Señora Ruiz —dijo con firmeza tranquila—, necesitamos que mantenga la calma. Su hija ha pedido ayuda porque cree que está en peligro.
Y detrás de él, la voz de Lucía se rompió aún más, casi un suspiro:
—Mamá… tengo que contarte algo.
En ese espacio pequeño, entre su voz temblorosa y el silencio que siguió, entendí que nuestra vida iba a cambiar para siempre, aunque yo todavía no supiera cómo.
Las horas siguientes pasaron como en trozos, como si alguien hubiera roto el tiempo: preguntas, papeles, llamadas, lágrimas. Los agentes hablaron conmigo en el salón mientras otro compañero llegaba. Llamaron a Javier, mi pareja desde hacía varios años, y se lo llevaron para hacerle preguntas.
Yo me quedé en la cocina con Lucía. La abracé como cuando era niña y tenía fiebre. Ella se agarraba a mí con una fuerza que me dolía en los brazos y, a la vez, me partía el alma. Yo intentaba reconstruir la realidad, buscar un hueco por donde escaparme de lo que estaba oyendo… pero no lo había.
Cuando pude hablar, lo único que salió de mí fue:
—Cariño… ¿qué pasó? Dímelo todo. Por favor.
Lucía bajó la mirada. Se retorcía los dedos.
—Intenté decírtelo antes, mamá. De verdad que lo intenté.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Decirme qué?
Su respuesta vino a pedazos, como si cada frase le costara un mundo. Me contó cómo Javier se había vuelto controlador, cómo quería saberlo todo: con quién hablaba, a qué hora volvía, por qué se reía mirando el móvil. Me dijo que, cuando se enfadaba, levantaba la voz y la casa se volvía pequeña, pesada, como si el aire se hiciera malo.
—Ha tirado cosas —susurró—. Y una vez… una vez me agarró del brazo muy fuerte.
Se levantó la manga sin decir nada y me mostró una zona amarillenta, todavía marcada, como el resto de un golpe antiguo. Un moratón que yo no había visto… o no había querido ver.
—Me dijo que no te lo contara —añadió—. Que si tú lo sabías, sería peor. Que te pondrías en su contra y entonces… entonces él…
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