Creía ser la hija perfecta, hasta que escuchó a su padre decir una frase que lo destruyó todo

Creía ser la hija perfecta, hasta que escuchó a su padre decir una frase que lo destruyó todo

Negué con la cabeza, encogida en la esquina del sofá.

—No puedo volver esta noche. No puedo mirarles a la cara sabiendo lo que realmente piensan de mí.

Clara se sentó a mi lado y cogió mis manos temblorosas.

—Entonces quédate aquí. El tiempo que haga falta.

El shock empezaba a aflojar, dejando espacio a los recuerdos. Momentos que antes había minimizado volvían ahora con claridad dolorosa. Como aquella vez que usé toda mi primera paga extra, 15.000 euros, para liquidar las deudas que quedaban del negocio fallido de mi padre. Aceptó el cheque con un simple “gracias, hija” y al momento se puso a llamar a Ana para hablar de los colegios privados de su hijo mayor.

O el viaje a Europa que planeé durante años, pospuesto tres veces para tapar “emergencias familiares”: la operación de rodilla de papá, que no le impidió jugar al pádel dos semanas después; el golpe del coche de mamá, leve, pero “necesitaba” un coche nuevo; y los problemas médicos de la hija pequeña de Ana, que el seguro no cubría.

Cuando por fin me compré la casa, la joya de mis logros, mis padres aparecieron tres semanas después con maletas y un drama con su casero. Les di mi habitación principal, con baño propio, y me bajé yo a una más pequeña para que estuvieran cómodos. Mi intimidad, mi espacio, mi refugio, entregados sin protestar “porque eso es lo que hacen las hijas”.

—Les he defendido tantas veces… —susurré, recordando conversaciones con compañeros que se extrañaban de que mi padre no trabajara—. Cuando me preguntaban por qué sus negocios siempre acababan mal, yo les ponía excusas. Mala suerte. La crisis. Socios irresponsables…

—Porque eres leal —dijo Clara—. Y eso no es un defecto, Laura.

El móvil vibró con un mensaje de Daniel, mi asistente en la oficina.

“Enhorabuena por hoy. Elena está encantada. ¿Te has ido a casa mala? Avísame si necesitas algo.”

Había olvidado por completo el éxito de la presentación, la razón por la que había ido a casa antes de lo normal. Ahora parecía una tontería, eclipsada por la revelación que acababa de destrozar mi mundo.

—Toda mi identidad se ha construido alrededor de ser la hija buena —dije, sintiendo cómo esa verdad se me asentaba en los hombros—. La responsable. La exitosa. Pero ellos nunca quisieron eso. Querían que fuera como Ana.

Clara soltó una carcajada amarga.

—¿Ana, la que va de trabajo precario en trabajo precario y depende del negocio de la familia de Sergio? ¿Esa Ana? Por favor.

—Ellos no lo ven así. Ven sus hijos. Su matrimonio. La vida “normal” que yo nunca he tenido porque estaba demasiado ocupada trabajando para mantenerles a todos.

Al caer la noche, me vi con el móvil en la mano, buscando artículos sobre leyes de propiedad. La casa estaba a mi nombre. Solo a mi nombre. Legalmente, no tenían ningún derecho sobre ella, ninguna garantía de poder quedarse si yo les pedía que se fueran.

Aquella idea me provocó una mezcla extraña de culpa y alivio.

Al día siguiente, Clara me consiguió una cita de urgencia con su psicóloga, la doctora Amelia Jiménez.

—Lo que describes es una traición muy profunda —dijo la doctora tras escuchar mi historia—. Es normal que te sientas desorientada, enfadada, incluso de luto. Estás llorando a los padres que creías tener.

—No dejo de pensar que debería volver y gritarles, obligarles a entender cuánto me han hecho daño —admití.

Ella inclinó un poco la cabeza.

—¿Eso te daría lo que necesitas?

Lo pensé despacio.

—No —reconocí—. Negarían todo, minimizarían lo que dijeron, o me culparían a mí. Siempre lo hacen.

—Entonces, ¿qué sí te daría lo que necesitas?

La respuesta apareció en mi mente con una claridad que me asustó y me tranquilizó a la vez.

—Libertad —dije—. Necesito ser libre de ellos, de la obligación, de la culpa, de estar siempre buscando una aprobación que nunca va a llegar.

—¿Y cómo podrías conseguir esa libertad?

No respondí de inmediato. Empecé a calcular mentalmente: mis ahorros, el valor de la casa, cuánto costaría empezar de cero en otro sitio. Otra ciudad. Otra vida.

Cuando salí del despacho de la doctora, ya tenía un plan formándose. No un enfrentamiento, sino una salida. No iba a regalarles el espectáculo de mis gritos y mis lágrimas.

Simplemente me borraría de la ecuación de su vida de la forma más limpia y completa posible.

Esa noche, de nuevo en casa de Clara, abrí el portátil y empecé una hoja de cálculo. Pasos. Llamadas. Cosas que investigar. Al amanecer, tenía un plan detallado de salida: un calendario para ir desenganchándome de la vida que había construido alrededor de personas que, en el fondo, nunca habían querido que yo existiera tal y como soy.

Por primera vez en años, al cerrar el ordenador sentí algo parecido a la ligereza. Una decisión tomada. Un camino delante de mí.

Por una vez, iba a ponerme en primer lugar. Y no pensaba pedir perdón por ello.

A la mañana siguiente, por primera vez en mi carrera, llamé para decir que estaba enferma. Elena fue comprensiva.

—Te has ganado un mes entero de bajas si lo necesitaras —dijo—, pero se le notaba la preocupación.

Le aseguré que solo era un virus de 24 horas. La mentira se me hizo rara en la boca. Yo siempre había sido patológicamente sincera, sobre todo en el trabajo. Pero ahora, mentirme resultaba extrañamente fácil. Quizá había aprendido de los mejores.

Mi primera llamada fue a Javier, mi asesor financiero. Nos veíamos cada mes para revisar mis inversiones, pero nunca me había oído con tanta urgencia como cuando le expliqué que necesitaba una reunión inmediata.

—Te veo a las once —dijo—. ¿Todo bien, Laura?

—Lo estará —respondí, sorprendida por la seguridad que sentía.

Su despacho estaba en una planta alta de un edificio moderno, lleno de cristal, con vistas a los tejados de Madrid. Le conté mi situación de forma resumida, sin entrar en los detalles emocionales. Él se mantuvo profesional, aunque levantó una ceja.

—Así que quieres liquidar parte de tus inversiones para comprar otra vivienda en otra ciudad y, al mismo tiempo, vender la actual —resumió.

—Sí. Necesito saber cuánto puedo disponer sin grandes penalizaciones y qué implicaciones fiscales tendrá.

Tecleó un rato, abriendo mis cuentas en la pantalla.

—Estás en una posición sólida. El mercado está muy bien para vender ahora, sobre todo en tu barrio. ¿Has pensado adónde quieres mudarte?

—Granada —dije, decidiéndolo en ese instante—. Siempre he querido vivir cerca de la montaña, y me encanta esa ciudad.

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