—No… —Ana frunció el ceño—. Me dijeron que tú les pediste que no fueran, que te daba vergüenza por lo del negocio.
—Claro que te dijeron eso —repliqué—. Llevo toda la vida escuchando versiones distintas de la misma historia. Te hicieron a ti “la niña especial” y a mí “la responsable”. Así nunca comparamos notas.
Mi madre se levantó de golpe.
—Esto es absurdo. Siempre os hemos querido igual.
—¿En serio? —pregunté—. ¿Entonces por qué le dijiste a Paco que Ana es el verdadero logro de papá, y yo solo una “pobre desgraciada” obsesionada con el trabajo? ¿Por qué gastasteis más en el vestido de graduación de Ana que en toda la equipación de mi primer piso de estudiante? ¿Por qué habéis ido a absolutamente todos los cumpleaños de los nietos y os habéis olvidado de mi cumpleaños tres años seguidos?
Nadie respondió. No tenían cómo.
Guardé las hojas en la carpeta.
—No espero respuestas. Ya no las quiero. Solo quiero que entendáis por qué me voy. No es por el dinero. Es por las décadas de manipulación, de favoritismos, de usarme como cajero automático mientras me decíais que, en el fondo, era una decepción.
Miré a Ana.
—No te culpo a ti. Tú no creaste esto. Tú también eres parte del juego, solo que con otro papel. Pero yo me bajo.
—¿Y nosotros qué? —preguntó por fin mi padre, señalándose con la mano—. ¿Dónde se supone que vamos a vivir en tres días?
—Ese ya no es mi problema —respondí—. He aceptado un puesto en una entidad financiera de Granada. Me voy al día siguiente de la firma.
—No puedes abandonarnos así —insistió mi madre—. ¿Dónde están tus principios? ¿Dónde está el respeto?
—Ser padres es más que haber traído a alguien al mundo —contesté—. Es apoyo, cariño, responsabilidad. Todo eso se me ha exigido a mí, no a vosotros.
Me levanté. La reunión, para mí, había terminado.
—Podéis quedaros hasta el día de la firma. Después de eso, tendréis que iros.
Ana también se levantó, con los ojos brillantes.
—Pueden quedarse con nosotros un tiempo —dijo—. Hasta que encuentren algo.
Mis padres tardaron exactamente tres segundos en cambiar de máscara. De la indignación a las lágrimas. De “eres mala hija” a “no queremos molestaros”.
—Ay, hija, no queremos ser una carga —se lamentó mi madre, abrazando a Ana.
—Es temporal —respondió Ana, con un tono que decía que no estaba tan segura—. El cuarto es pequeño, pero nos organizaremos.
Atravesé la escena en silencio. No había nada más que añadir.
Tres días después llegó el momento de firmar. Fui con Nuria a la notaría. Firmé documentos hasta que me dolieron los dedos. Cuando por fin acabamos, me entregaron un cheque de caja con el importe restante, después de cancelar la hipoteca y los gastos.
—Enhorabuena —dijo el notario—. La venta ha sido muy rápida.
—La mayoría de mis clientes se entristecen en cierres así —añadió Nuria—. Tú pareces… aliviada.
—Lo estoy —contesté—. Es un nuevo comienzo.
Mis padres se habían ido el día anterior. Se marcharon al piso de Ana con más cosas de las que les correspondían: pequeños electrodomésticos de cocina, el sofá casi nuevo, incluso algunas cortinas y lámparas que deberían haberse quedado en la casa. Lo vi todo. Y decidí no decir nada. Lo material, de repente, importaba muy poco.
Volví a casa una última vez. Cada habitación tenía recuerdos incrustados en las paredes. La cocina donde había preparado tantas cenas familiares. El comedor donde había escuchado tantas críticas disfrazadas de preocupación. El despacho donde escuché la conversación que me abrió los ojos.
Estaba en mi antigua habitación cuando Ana apareció en la puerta.
—Sabía que vendrías a despedirte —dijo—. He dejado a los niños con la madre de Sergio. Quería ayudarte con lo que quedara.
—Ya está todo —respondí, señalando la habitación vacía—. La mudanza se llevó las últimas cosas ayer.
Asintió y dio un par de pasos hacia dentro.
—Lo siento —dijo—. Por todo. No tenía ni idea de cómo se sentían contigo.
—Lo sé —respondí—. No es culpa tuya.
—Pero me he beneficiado de ello —admitió—. Siempre tuve su atención, sus palabras bonitas. Nunca me pregunté por qué. Era lo normal para mí.
—Exacto —dije—. Por eso no te culpo. Solo quiero que veas lo que hay para que tú decidas qué hacer.
—¿Vamos a seguir en contacto? —preguntó—. Después de que te vayas.
—Quiero que sí —respondí—. Contigo y con los niños. Podemos hablar por videollamada, organizar visitas. Pero… sin ellos de por medio.
Sonrió, tímida.
—A mí también me gustaría.
Dimos la última vuelta juntas a la casa. Cerramos puertas, bajamos persianas. En la entrada, le di la copia de llaves para los nuevos dueños.
—Cuídate mucho en Granada —dijo, abrazándome con torpeza. Nunca habíamos sido de abrazos.
—Cuídate tú con ellos —respondí—. Y no les dejes hacerte lo mismo que a mí.
Clara me esperaba en el coche, lista para el viaje de dos días. Lo habíamos planificado como una especie de ritual: un recorrido físico que acompañara mi cambio interior. Un viaje de despedida de la persona que había sido hasta entonces.
—¿Lista? —preguntó cuando subí al asiento del copiloto.
—Más de lo que crees —contesté.
A medida que Madrid se hacía pequeña detrás de nosotras, sentí cómo la presión que había vivido durante años se hacía un poco más ligera. Cantamos, paramos en pueblos pequeños, hablamos de todo y de nada. Con cada kilómetro, sentía que me acercaba más a mí misma.
Granada nos recibió con cielo azul y la silueta de Sierra Nevada al fondo. Mi nuevo piso era justo como María lo había descrito: moderno, luminoso, con un balcón desde el que se veían las montañas. Los muebles que había decidido conservar encajaban bien, y lo que faltaba podría comprarlo poco a poco.
—Es precioso —dijo Clara, mirando alrededor—. A tu medida.
Esa noche brindamos con una botella de vino que habíamos traído en una neverita.
—Por los nuevos comienzos —dijo ella.
—Por la libertad —añadí yo.
Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬






