Creía ser la hija perfecta, hasta que escuchó a su padre decir una frase que lo destruyó todo

Creía ser la hija perfecta, hasta que escuchó a su padre decir una frase que lo destruyó todo

Clara se quedó una semana, ayudándome a colocar cada cosa en su sitio. Cuando se volvió a Madrid, sentí un pellizco de tristeza, pero no estaba sola durante mucho tiempo.

Empecé en la oficina de Granada el lunes siguiente. El equipo me recibió con amabilidad. El trabajo se parecía mucho al que hacía en Madrid, pero el ambiente era distinto: menos horas de presencia, más foco en resultados. Mi nueva jefa, Mónica, confiaba en la responsabilidad de su equipo.

Un mes después, ya tenía mis rutinas: correr por un parque cercano por la mañana, caminar por el centro al salir del trabajo, subir al mirador los fines de semana. El piso empezaba a verse como un hogar: fotos elegidas por mí, una alfombra que me encantó en un mercadillo, plantas que me recordaban regarlas porque ahora tenía tiempo y cabeza para eso.

Un domingo por la tarde, me llamó Ana por videollamada.

—¿Qué tal Granada? —preguntó, con los niños asomándose a saludar.

—Es maravillosa —respondí—. ¿Y vosotros?

Sus ojos se desviaron un segundo antes de contestar.

—Complicado. Mamá y papá siguen aquí. Han visto algunos pisos, pero todos tienen alguna pega. A uno “le faltaba luz”, otro era “muy caro”, otro estaba “muy lejos del centro”…

—Déjame adivinar —dije—: demasiado pequeños, demasiado caros, en barrios “que no son para ellos”.

—Tal cual —suspiró—. Y no están aportando casi nada a los gastos. Sergio empieza a agobiarse.

—Hicieron lo mismo conmigo —le recordé—. Es un patrón.

—Lo sé. —Se mordió el labio—. Me siento culpable hasta de contártelo, con lo que tú has pasado.

—No te culpes —dije—. Pero tampoco cargues tú sola con ellos.

Aquella noche, al revisar el correo, vi una carta con la letra de mi madre. La dejé en la encimera. No estaba lista para leerla. Disfrutaba, por primera vez, de dormir del tirón, de despertar sin esa sensación de piedra en el pecho. Mi apetito había vuelto. Me veía en el espejo menos hundida, más viva.

Unos meses después, mi vida en Granada estaba más asentada de lo que nunca lo estuvo en Madrid, a pesar de los años. Mónica me propuso ascenderme a responsable de equipo. Acepté. Mis compañeros respetaban mi experiencia; mis clientes confiaban en mi criterio.

Y entonces apareció Gabriel.

Lo conocí en el ascensor, cargando bolsas iguales a las mías del supermercado ecológico de la esquina. Era programador, llevaba un par de años en Granada, venido del norte. Nos saludamos, nos cruzamos varias veces en el portal, empezamos a tomar café de vez en cuando. Luego llegaron las rutas de senderismo en grupo. Había tristeza en su mirada cuando hablaba de su pasado, una separación reciente. Yo tenía el mío.

Nuestra amistad creció despacio, sin presión, sin prisa. Él no me interrogó sobre mi vida anterior. Yo tampoco hice preguntas sobre la suya más allá de lo que él quiso compartir. Me bastaba con su presencia tranquila, sus bromas discretas, la sensación de que, por primera vez, podía conocer a alguien sin estar rota por dentro.

Seis meses después de dejar Madrid, estaba en el balcón de mi piso viendo caer la primera nieve en las cumbres lejanas, con una taza caliente en las manos. Gabriel me escribió: “Mañana, rutas con nieve. ¿Te apuntas?”. Sonreí. Dije que sí.

Detrás de mí, mi casa brillaba cálida, sencilla. Más pequeña que el chalet de las afueras, pero infinitamente más mía. En la pared colgaba un cuadro de la Gran Vía madrileña al atardecer. Un guiño al lugar que me hizo, sin permitir que volviera a definirme.

No era la misma Laura que escuchó aquella conversación en el pasillo. Aquella mujer estaba definida por sus obligaciones. Esta empezaba a definirse por sus elecciones.

Diciembre llegó con luces por toda la ciudad, con mercadillos navideños en las plazas y olor a castañas asadas. En el trabajo, Mónica me anunció oficialmente como jefa de equipo. Mi vida privada, sin grandes alardes, se había convertido en algo que no me daba vergüenza mirar de frente.

Compré el piso en el que vivía cuando terminó el contrato de alquiler, usando parte del dinero de la venta de la casa de Madrid. Mil quinientos metros cuadrados, justos para mí. Ni más, ni menos.

Con Gabriel, las cosas avanzaban con cuidado. No pusimos etiquetas al principio, pero poco a poco nuestros fines de semana empezaron a organizarse alrededor de planes compartidos. No era un amor de película, era algo mucho mejor: tranquilo, honesto.

Todos los sábados por la mañana hablaba por videollamada con Ana y los niños. Eran conversaciones sencillas, llenas de dibujos enseñados a cámara, historias del cole y algún “Tía Laura, ¿cuándo vienes?”. Mis padres, de vez en cuando, asomaban la cabeza al fondo. Saludaban con la mano. Yo devolvía el gesto, sin abrirles la puerta de vuelta a mi vida.

Los correos de mi madre eran un desfile de frases como “en el fondo solo queremos lo mejor para ti” o “las familias deben estar unidas”. Su carta manuscrita, que por fin leí, no fue muy distinta: un repaso de todo lo que “habían hecho por mí”, un intento de minimizar sus palabras, de justificar que, “a veces, en privado, uno dice cosas que no siente realmente”. Ni una sola vez aparecía un “lo siento”.

—Perdonar no es lo mismo que volver atrás —me recordó la doctora Jiménez en una sesión—. Puedes decidir no vivir con rabia sin volver a poner la mejilla.

Unas semanas antes de Navidad, Ana me invitó a pasar las fiestas en Madrid.

—Podemos hacerlo en mi casa —propuso—. Una especie de terreno neutral.

Gabriel me ofreció otra posibilidad:

—Podríamos escaparnos unos días a la nieve —sugirió—. No hace falta ir muy lejos.

La tercera opción me miraba desde mi propio salón: celebrar allí, en Granada, con la pequeña red que había construido. Gente que me había conocido sin la sombra de mis padres. Gente con la que no tenía que demostrar nada.

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