No cumplí la promesa que le hice a mi mejor amigo, y aun así cada mañana, cuando oigo las uñas de Buddy resonar despacio por el pasillo, sé que esa “falta” fue el comienzo de otra clase de fidelidad.
Esta es la segunda parte de nuestra historia: la de un viejo, un perro aún más viejo… y una nueva promesa que casi se rompe por segunda vez.
Pasaron unas semanas desde que Buddy se instaló en mi casa.
Al principio, todo era raro: dos tazas en el fregadero, dos sombras moviéndose lentas por el salón, dos respiraciones pesadas en las noches de viento.
Descubrí que roncaba.
No un ronquido fuerte, de esos que molestan, sino un sonido grave y tranquilo que llenaba el dormitorio contiguo y me hacía sentir acompañado.
A veces me despertaba a media noche y me quedaba escuchándolo, como quien vigila un fuego pequeño para que no se apague.
En el pueblo empezaron los comentarios, claro.
En la panadería, Carmen me guiñaba un ojo al vernos entrar.
—Míralos, el dúo —decía—. Ya no se puede decir que Manuel esté solo.
Otros simplemente levantaban la mano desde la acera, como si vernos juntos fuera lo más normal del mundo.
Una mañana, mientras Buddy olisqueaba un trozo de hierba junto a la fuente, sonó mi móvil.
Era Ana, mi hija, la que vive en Madrid.
Contesté con la mano entumecida por el frío, apoyando la espalda en la pared de piedra.
—Papá, ¿cómo estás? —preguntó, con esa voz de quien tiene prisa pero intenta disimularlo.
—Bien, bien. Aquí, con Buddy.
Se hizo un silencio corto.
—¿Con el perro de Julián?
—Sí. Se ha venido a vivir conmigo.
Ana suspiró. La conozco: cuando suspira así, está haciendo cuentas con la cabeza.
—Papá, tenemos que hablar en serio. Tienes setenta y tres años, vives solo, y ahora te haces cargo de un perro mayor. No es lo más sensato.
Me mordí la lengua antes de responder.
Miré a Buddy, que levantó la cabeza, como si notara que hablábamos de él.
—Lo sé, hija. Pero estamos bien —dije—. Nos hacemos compañía.
—Hay residencias muy buenas cerca de Santander —insistió—. Algunas tienen hasta jardín. Podrías estar más cuidado, ver gente, hacer actividades.
Me imaginé en un edificio blanco, con horario para las comidas y sonrisas profesionales.
Me imaginé también la cara de Julián si supiera que había llevado a Buddy a un sitio y a mí a otro.
—Ana —dije despacio—, no estoy listo para eso.
—Ya lo sé… —contestó—. Pero prométeme que al menos lo pensarás.
No respondí.
Solo miré cómo Buddy hundía el hocico en el agua de la fuente, con esa calma de quien no sabe nada de residencias ni de ciudades.
El invierno se nos echó encima de golpe.
Las montañas se cubrieron de nieve en lo alto, y en el pueblo el frío se colaba por las rendijas de las ventanas.
Puse una manta extra sobre la de Buddy. Él la miró un momento, la arrugó con las patas y se dejó caer encima con un suspiro.
Una tarde, al regresar del paseo, noté que cojeaba un poco más de lo habitual.
Se sentó en el recibidor y tardó en levantarse.
Le toqué la cadera y gimió, muy bajito, casi como si se disculpara por dolerle.
Al día siguiente lo llevé al veterinario del pueblo vecino.
La consulta olía a desinfectante y a pienso. En la pared había fotos de perros jóvenes saltando por prados verdes, muy lejos de las patas cansadas de Buddy.
El veterinario, un hombre de unos cuarenta años, lo examinó con paciencia.
—Es mayor, don Manuel —dijo al final—. Tiene artrosis en las caderas y el corazón un poco débil. Nada raro para su edad, pero hay que cuidarlo.
—¿Mucho dinero? —pregunté, mirando el suelo.
El hombre sonrió apenas.
—Hay tratamientos caros y otros más sencillos. Pero lo más importante ya lo tiene: compañía, un lugar tranquilo, paseos suaves. Y alguien que lo quiera.
Salimos de la consulta más despacio todavía.
Buddy caminaba pegado a mi pierna, como si el diagnóstico lo hubiera vuelto más prudente.
Yo, en cambio, sentía un peso en el pecho: el de la factura del veterinario y el de las palabras de Ana resonando en la cabeza.
Esa noche, sentado en la mesa de la cocina, abrí el cajón donde guardo las facturas y los papeles importantes.
Hice cuentas con un boli medio seco, una libreta vieja y la pensión que entra cada mes.
No era imposible, pero tampoco fácil.
“Podrías llevarlo al refugio y seguir yendo a verlo”, susurró una voz traicionera en mi interior.
“Cumplirías al fin la promesa.”
Miré hacia el salón.
Buddy dormía hecho un ovillo, con las patas moviéndose de vez en cuando, como si soñara que corría por la playa de cuando era joven.
Su presencia había llenado la casa de una forma que yo no sabía explicar.
Cerré la libreta de golpe.
—No —dije en voz alta, aunque nadie me oyera—. Esta vez no.
Unos días después, ocurrió lo que terminó de aclararlo todo.
Llovía.
No una lluvia fuerte, sino esa llovizna fina que parece que no hace nada y, sin embargo, lo empapa todo.
Habíamos salido igual, con nuestros abrigos viejos: yo con mi gorra de lana, Buddy con su collar gastado.
Caminábamos junto al río, por el sendero de tierra que tantas veces habíamos recorrido con Julián.
El suelo estaba resbaladizo.
Yo iba mirando el agua, pensando en nada y en todo, cuando mi pie derecho pisó mal una piedra cubierta de barro.
No me dio tiempo a agarrarme a nada.
Sentí cómo el mundo se inclinaba y caí de lado, con un golpe seco en la cadera y en el hombro.
Un dolor agudo me atravesó, dejándome sin aire.
Intenté incorporarme, pero la pierna no respondió.
El frío de la tierra húmeda me subió por la espalda.
Buddy, que iba un poco delante, se dio la vuelta de inmediato.
Se acercó trotando como pudo y me olió la cara, las manos, el costado.
Yo apenas pude susurrar:
—Tranquilo, chico… tranquilo.
Pero el que no estaba tranquilo era él.
De pronto, Buddy empezó a ladrar.
No ese ladrido corto y educado que le conocía, sino uno profundo, insistente, que rebotaba en los árboles y se mezclaba con el rumor del río.
Ladró hacia el pueblo, hacia el puente, hacia cualquier lugar donde pudiera haber alguien.
Perdí la noción del tiempo.
Solo escuchaba los ladridos y mi propia respiración entrecortada.
Hasta que, a lo lejos, oí otra voz.
—¡Manuel! ¿Manuel, estás ahí?
Era Miguel, el del bar de la plaza.
Me encontró gracias al escándalo que montó Buddy, eso lo supe después.
Corrió hacia nosotros, resbalando también, y se arrodilló a mi lado.
—¡Madre mía, hombre! ¿Qué has hecho? —dijo, intentando ayudarme a incorporarme.
Buddy no se apartaba; iba y venía, nervioso, como si supervisara el rescate.
Llamaron a una ambulancia.
Me llevaron al centro de salud y allí me dijeron que, por suerte, solo era una fractura leve y un buen golpe.
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