Cuando romper una promesa me unió para siempre al perro de mi mejor amigo

Doloroso, sí, pero recuperable.

Ana llegó al día siguiente desde Madrid con la cara pálida y los ojos hinchados.

Yo estaba en la cama, con la pierna inmovilizada y una bata que olía a detergente barato.

—Papá, casi te matas —me dijo, sin rodeos.

—Casi —respondí—. Pero no lo hice.

Su mirada se endureció.

—Si hubieras estado en una residencia…

—Si hubiera estado en una residencia, Buddy habría ladrado para nadie —la interrumpí.

Conté la historia del río, de la caída, de los ladridos sin descanso.

Ana escuchó en silencio, con los brazos cruzados.

Al terminar, se secó una lágrima con el dorso de la mano.

—Así que fue el perro el que avisó a Miguel —murmuró.

Asentí.

—Sí. Él me encontró, pero Buddy fue quien llamó.

Ana miró hacia la puerta, donde Buddy asomaba medio cuerpo, como si no se atreviera a entrar sin permiso.

Sus ojos nublados parecían pedir disculpas por todo el revuelo.

—Pasa, tonto —le dije.

Buddy entró, se acercó despacio a la cama y apoyó la cabeza en mi mano vendada.

Ana se quedó observando esa escena durante unos segundos eternos.

Al final, se sentó en la silla junto a la cama y suspiró.

—Vale, papá. Entiendo el mensaje —dijo—. De momento, nada de residencia.

Me miró con una mezcla de rendición y ternura.

—Pero yo me organizaré para venir más a menudo. Y hablaremos con el médico para que te pongan ayuda en casa. Tú y Buddy vais en el mismo pack, ¿de acuerdo?

Sentí que se me aflojaba algo en el pecho.

—En el mismo pack —repetí.

Volví a casa unos días después, con bastón y más cuidado al caminar.

Buddy no se separaba de mí ni un segundo; ni siquiera se quedaba dormido hasta que yo me estiraba del todo en el sillón.

Por las mañanas, ahora, viene una chica del servicio de ayuda a domicilio.

Me cuesta aceptar que alguien me ayude a ducharme o a ponerme los calcetines, pero lo hago.

Lo hago porque quiero seguir paseando, aunque sea despacio, por los senderos del río… con Buddy a mi lado.

A veces, cuando el sol se pone detrás de las montañas y el pueblo se tiñe de naranja, vuelvo a imaginar a Julián caminando con nosotros.

Lo veo sonreír, con las manos en los bolsillos, y me parece oírle decir:

—Al final, Manuel, cabezota… cumpliste la promesa mejor de lo que yo mismo habría pensado.

Entonces miro a Buddy, le rasco detrás de la oreja y siento cómo mueve la cola, lento pero firme.

No hace falta que hablemos.

Yo rompí una promesa para no dejarlo solo.

Él ladró hasta quedarse sin aire para que yo no me quedara tirado junto al río.

Dos viejos tercos, eso somos.

Dos vidas que iban a terminar en silencio y que, por una “promesa rota”, encontraron una manera nueva de seguir adelante, juntos.

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