Mi perro murió aquella noche en el garaje, pero la verdad es que fue mi vida entera la que dio un frenazo allí mismo, con el motor al ralentí y el olor a gasolina flotando en el aire.
Lo que vino después no fue solo despedir a Chico. Fue aprender a regresar a casa… cuando ya casi no quedaba tiempo.
Dormimos poco esa noche.
En realidad, no sé si se puede llamar dormir a cerrar los ojos y ver, una y otra vez, ese último suspiro.
Mi padre se quedó en el sillón del salón, con la televisión encendida en silencio.
Yo me tumbé en mi antigua cama, rodeado de pósters que ya no reconocía como míos, libros de texto amarillentos y una estantería con trofeos de fútbol que a nadie le importaban ya.
Lo único que de verdad parecía seguir vivo en esa casa eran las marcas en la pared del pasillo.
Allí donde mi madre apuntaba mi altura con un rotulador cada año.
Al lado, más abajo, una línea con el nombre de “Chico” y una fecha, escrita en broma por mi padre el día que lo adoptamos.
Sentí una vergüenza aguda.
No de haber llegado tarde a la muerte de mi perro, sino de haber estado llegando tarde a todo desde hacía años.
Por la mañana, el pueblo parecía igual de siempre.
El panadero levantando la persiana.
La vecina de enfrente regando las mismas macetas de geranios.
El cartero pasando en la bicicleta de siempre.
Solo en nuestra casa el tiempo se había roto un poco.
Mi padre preparó café sin decir una palabra.
Sirvió dos tazas, como si fuera un ritual antiguo que conociera de memoria.
No preguntó si tenía prisa, si tenía que volver corriendo a la ciudad, si había correos que responder.
—El veterinario puede venir esta tarde —dijo al fin, sin mirarme—.
Para… ya sabes. Para llevárselo.
Asentí, con un nudo en la garganta.
La idea de que un desconocido se llevara a Chico en una furgoneta blanca me atravesó como un cuchillo.
—¿Y si lo enterramos nosotros? —pregunté, sorprendido por mis propias palabras.
Mi padre levantó la vista.
En sus ojos cansados vi algo que no reconocí al principio.
No era dolor.
Era una especie de tímida esperanza.
—¿En el campo? —preguntó.
Y de pronto supe exactamente dónde.
El mismo sitio donde aparcábamos el coche para ver los atardeceres cuando yo estaba en el instituto.
Una curva de tierra junto a un camino secundario, con vistas a los campos y al río, donde Chico corría como si el mundo no tuviera límites.
Pasamos la mañana en el garaje.
Yo envolví el cuerpo de Chico en una vieja manta de cuadros que había sobre el sofá desde siempre.
Mi padre buscó con cuidado su correa, aquella correa roja deshilachada que ya no necesitaba desde hacía años, pero que aún colgaba de un clavo.
—No quiero que se vaya sin esto —dijo—.
Él siempre supo que esto significaba “vamos juntos”.
Lo cargamos entre los dos, con más silencio que palabras, y lo colocamos en la parte trasera del coche.
El mismo coche color vino de siempre, con el tapizado gastado y el olor mezclado de gasolina, perro mojado y colonia barata de mi adolescencia.
Mientras mi padre abría el portón, vi algo que no había visto anoche.
En una esquina del garaje, apoyada contra la pared, estaba la caja de Navidad: luces enredadas, bolas viejas, un Papá Noel de plástico al que se le había borrado la sonrisa.
—¿Pensabas decorar este año? —pregunté.
Mi padre se encogió de hombros.
—No lo sé —respondió—.
Chico… se ponía nervioso con las luces. Pero esperaba siempre el papel de los regalos. Le gustaba romperlo.
Me dolió pensar en todas las Navidades que no había pasado allí, dejando a mi padre y a mi perro solos con los adornos que yo mismo había colgado de niño.
El camino al campo fue corto y larguísimo a la vez.
Mi padre conducía.
Yo iba de copiloto, con la chamarra del instituto puesta otra vez, como si el tiempo hubiera dado marcha atrás.
La radio sonaba baja, con esas canciones viejas que mi madre cantaba mientras cocinaba.
De vez en cuando, mi padre murmuraba la letra sin darse cuenta.
—¿Te acuerdas de cuando se tiró al río? —dijo de pronto, sin apartar la vista de la carretera—.
Casi nos matas del susto.
Sonreí, a pesar del dolor.
—Quería salvar el balón —respondí—.
Yo me tiré primero. Él solo fue detrás.
Y eso era Chico en una frase.
Un perro que no sabía de exámenes, de ascensos, de agendas.
Que solo entendía una cosa: “si tú vas, yo voy”.
Llegamos a la curva donde siempre aparcábamos.
El campo estaba igual, pero yo era otro.
La hierba estaba húmeda por el rocío, y el río abajo hacía el mismo ruido de siempre.
Cavamos en silencio, turnándonos con la pala.
Mi padre se cansaba rápido.
Yo, que presumía de ir al gimnasio cuando encontraba “hueco”, estaba jadeando a los pocos minutos.
—No es que estemos viejos —dijo, apoyándose en el mango de la pala—.
Es que antes teníamos ayuda.
Miró hacia el coche.
No hizo falta que dijera el nombre.
Cuando el hoyo estuvo listo, nos acercamos al maletero.
No recuerdo quién levantó primero.
Solo recuerdo la sensación de que aquel cuerpo pesaba más que cualquier otra cosa que hubiera cargado en mi vida.
Lo colocamos con cuidado en la tierra.
Yo acomodé la cabeza de Chico como si pudiera despertarse incómodo.
Mi padre puso la correa a su lado, en un gesto lento y casi ceremonioso.
—Gracias, compañero —murmuró, con la voz rota.
Yo no dije “adiós”.
No podía.
Me limité a poner mi mano sobre la manta y cerrar los ojos un segundo.
Mientras echábamos tierra encima, pensé en todas las cosas que había enterrado sin darme cuenta:
las llamadas que no contesté, las visitas aplazadas, los “otro día” que no llegaron nunca.
Cuando terminamos, el montón de tierra parecía demasiado pequeño para la cantidad de vida que habíamos metido allí dentro.
Mi padre sacó del bolsillo una pequeña pelota de goma azul.
Estaba deformada, llena de marcas de dientes.
—La encontré el otro día detrás de la lavadora —dijo—.
Era la favorita de Chico.
La dejó encima de la tierra, como si fuera una flor torpe y sincera.
Nos sentamos en el borde del coche, mirando el campo.
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