El río.
El cielo de un gris pálido que prometía lluvia.
—No sabía que lo estabas pasando tan mal —dije al fin.
Mi padre respiró hondo.
—Y yo no sabía cómo decirte que te necesitábamos —contestó—.
Ninguno de los dos quería ser “una carga”. Ni Chico ni yo.
Me dolió escuchar esa palabra en su boca.
Carga.
Como si el hombre que me enseñó a montar en bici y el perro que dormía a los pies de mi cama fueran un peso que había que gestionar.
Saqué el móvil por inercia.
La pantalla se encendió con notificaciones, correos, recordatorios.
La reunión de las nueve ya había empezado hacía rato.
Por primera vez en años, apagué el teléfono.
Entero.
Sin modo avión.
Sin vibración.
Mi padre me miró sorprendido.
—¿Y el trabajo? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—El trabajo puede esperar.
Vosotros ya habéis esperado demasiado.
No sonó grandioso.
No cambió la economía del país.
No salvó el mundo.
Pero en ese momento supe que estaba tomando la decisión más importante de mi vida:
no seguir viviendo como si las personas y los animales que amaba fueran un “hueco” en la agenda.
Aquel día no solo enterramos a un perro.
Enterramos la idea de que “ya iré cuando tenga tiempo”.
Volvimos a casa despacio, sin prisa.
Mi padre habló de cosas pequeñas: la vecina que se había roto la cadera, el bar del pueblo que ahora tenía máquina de café nueva, los programas idiotas que veía por las noches para no sentir el silencio.
Yo escuché.
De verdad.
Sin mirar el reloj.
Esa noche, en lugar de volver a la ciudad, saqué la caja de Navidad del garaje.
Desenredé las luces con paciencia.
Colgué las bolas viejas.
Mi padre me observaba desde el sillón, con una mezcla de nostalgia y alivio.
—Hace años que no montamos el árbol juntos —dijo.
—Pues este año empezamos de nuevo —respondí.
No sé cuántos años más tendré a mi padre.
Ni cuántas Navidades quedan.
Lo que sí sé es que no pienso volver a darle a nadie la versión “cuando me sobre tiempo” de mí mismo.
Porque aprendí demasiado tarde que para los que te aman, tú no eres un hueco entre reuniones.
Eres la cita principal.
Y a veces hace falta que un perro viejo se niegue a morir en su cama
y te espere junto al coche, con el hocico gris pegado al neumático,
para recordarte el camino de vuelta a casa.






