—«Te voy a hacer una proposición indecente», dijo, medio en broma.
—«Suena interesante», contesté, riendo.
—«No puedo pagarte lo que te pagaban en tu antigua empresa. Ni de lejos. Pero necesito a alguien que haga justo lo que has hecho hoy: coordinar, organizar, contar historias, tocar puertas. Y tú… tú tienes ese don.»
Me quedé callada un instante.
Me vi a mí misma, semanas antes, cruzando la puerta de la oficina con una caja en las manos y el corazón en los pies.
Y me vi ahora, con las manos manchadas de tinta de rotulador, pelo lleno de pelos de perro, rodeada de gente que celebraba la adopción de seres viejos y cansados.
—«¿Un contrato?» pregunté, con la voz un poco ronca.
—«Un contrato. Modesto, pero digno. Y, si te apetece, el título del puesto puede ser… no sé… “coordinadora de héroes con canas”.»
Reí.
No era el cargo rimbombante que un día soñé.
Era mejor.
Esa noche, de vuelta en casa, abrí de nuevo la libreta.
Debajo de “Proyecto: Héroes con canas” escribí: “En marcha”.
Rayo, como siempre, hizo su ronda por el pasillo, comprobando habitación por habitación.
Luego volvió al sofá y, antes de quedarse dormido, apoyó la cabeza sobre mi muslo, dejándome sentir el peso de todos sus años.
Le acaricié el lomo, con cuidado de no tocarle las articulaciones.
—«¿Sabes, viejo amigo?» susurré. «Pensaba que ya no tenía nada que ofrecer al mundo. Y entonces llegaste tú, con tus canas y tus dolores, a recordarme que el valor no caduca.»
Su cola se movió una vez, apenas.
Pero suficiente.
Allí, en ese salón pequeño en las afueras de Valencia, una mujer de cincuenta y dos años y un perro de diez volvían a empezar.
No éramos jóvenes.
No éramos perfectos.
Éramos, simplemente, dos seres viejos resistiendo.
Y, por fin, alguien había decidido que eso también tenía futuro.






