Pero cuatro clientes no pagaban la luz. Ni el gas.
La pila de facturas seguía creciendo en la mesa de la cocina.
El 23 de diciembre amaneció con un cielo gris plomizo que no presagiaba nada bueno.
El parte meteorológico llevaba días anunciándolo: la peor tormenta de nieve en veinte años.
Lucía removía una olla de guiso de pollo con masa mientras miraba los primeros copos caer tras el cristal.
Al menos había conseguido comprar algo de comida extra, gracias a los pocos clientes fieles. Había soñado con una pequeña “temporada de Navidad”, con vecinos recogiendo encargos, con mesas llenas.
La realidad: silencio, sillas vacías y el ruido del viento.
—Mamá, frío —dijo Dani desde la trona, frotándose las manos.
Lucía subió un poco el fuego del fogón y lo envolvió con una manta más gruesa.
La casa se sentía más fría de lo normal, pero pensó que era solo el viento colándose por alguna rendija.
A media tarde, la nieve caía en cortinas, espesando el mundo más allá del jardín.
Las pocas luces de la calle parecían manchas borrosas en la cortina blanca.
Ni un coche. Ni un peatón. Solo el silbido del viento y el crujir de las ramas.
Lucía dio de cenar a Dani, lo cambió y lo acostó cerca de la cocina, bajo capas de mantas, intentando no pensar en el frío que notaba hasta en la respiración.
Subió el termostato una vez.
Luego otra.
La casa no se calentaba.
Una preocupación pequeña empezó a clavarle sus uñas en la nuca.
En la mañana de Nochebuena, el interior de la casa parecía un congelador.
Al hablar, el aliento de Lucía formaba una nubecita blanca.
Dani temblaba, a pesar de estar envuelto en ropa y mantas.
Corrió al termostato.
Parpadeaba un código de error que no había visto en su vida.
—No, no, no… —susurró, apretando botones—. Ahora no, por favor, ahora no.
Llamó a la empresa de mantenimiento.
Una locución automática le respondió que, debido al temporal, todas las averías no urgentes se atenderían después de la tormenta.
Las urgentes tenían una espera mínima de 72 horas.
—Setenta y dos horas —repitió, mirando el aparato como si se estuviera burlando de ella.
Dani empezó a llorar. Un quejido fino, que se le clavó en el corazón.
Lo abrazó con fuerza, notando lo frío que estaba a pesar de la ropa.
Aquella tarde, se fue la luz con un chasquido seco.
La casa quedó sumida en una oscuridad espesa, rota apenas por el gris de la nieve al otro lado de las ventanas.
Lucía tanteó el cajón de los cubiertos hasta encontrar las velas y las cerillas.
Las llamas pequeñas daban luz, pero casi nada de calor.
Fuera, la tormenta rugía con una furia que parecía dirigida contra ellos.
Por dentro, el miedo se le instaló en el pecho.
Movió todo al espacio más pequeño de la casa, la cocina, para intentar concentrar el poco calor que hubiera.
Por suerte, la cocina funcionaba con gas. Mantuvo una olla de agua hirviendo casi todo el tiempo, para que el vapor templara algo el aire.
Abrió el horno y dejó que el calor que salía de dentro ayudara un poco.
—Va a salir bien, mi vida —susurró a Dani—. Tenemos comida. Tenemos fuego. Nos vamos a quedar aquí juntitos.
Los sacos de arroz, los botes de legumbres, las conservas y los sacos de harina que había comprado para el “restaurante” se convirtieron en su salvación silenciosa.
Tenía comida para varios días, quizá una semana si racionaba bien.
Era la única bendición clara en un panorama de malas noticias.
El segundo día, el frío se volvió casi insoportable.
Lucía envolvió a Dani y a sí misma en todo lo que encontró: mantas, abrigos, bufandas, toallas.
Se acurrucaron junto al horno y las velas, cocinando sopas y guisos sencillos que, al menos, calentaban por dentro.
Dani empezó a toser un poquito. Una tos pequeña, pero constante. Cada vez que lo sentía, a Lucía se le apretaba el alma.
La nieve, mientras tanto, se acumulaba tan alta contra las ventanas que apenas dejaba pasar la luz.
La casa parecía una tumba fría enterrada bajo un silencio blanco.
La tercera noche, cuando Lucía ya solo escuchaba el viento y sus propios pensamientos, oyó algo distinto.
Al principio fue apenas una vibración lejana, confusa. Podría haber sido un camión en la carretera, pero no había tráfico desde hacía días.
La vibración aumentó, subiendo por el suelo hasta sus pies.
Dani levantó la cabeza, con los ojos abiertos como platos.
—Mamá… ¿qué es eso?
El ruido se hizo más claro y reconocible:
un rugido bajo, repetido, como un trueno constante.
Motores.
Muchos motores.
Lucía se levantó despacio, acunando a Dani, y se acercó a la ventana, apartando un poco la nieve con la mano.
Entre el blanco, vio luces.
Focos que se movían despacio, abriéndose paso por la tormenta, acercándose directamente a su casa.
—¿Quién demonios va a ir en moto con este temporal? —murmuró, sin darse cuenta de que lo decía en voz alta.
Los motores retumbaron más y más fuerte hasta que la casa entera pareció vibrar.
Y, de repente, silencio.
Los motores se apagaron todos a la vez.
El silencio que quedó fue aún más inquietante.
Lucía contuvo la respiración.
Oyó pasos pesados hundiéndose en la nieve, voces graves hablando en tono bajo, justo al otro lado de su puerta.
Dani se removió en sus brazos, incómodo.
Entonces sonó el golpe.
Tres toques secos en la puerta, contundentes como disparos en la quietud de la noche.
Lucía sintió que el corazón le daba un salto tan fuerte que casi le dolió.
En todos los años viviendo en aquella casita al final de la calle, jamás nadie había llamado a su puerta en medio de una tormenta.
Y desde luego no un grupo de desconocidos en moto.
El golpe se repitió, esta vez más insistente.
Una voz grave se alzó, clara incluso sobre el viento.
—Señora, por favor. Necesitamos ayuda. Nos estamos congelando aquí fuera.
El cerebro de Lucía empezó a correr, buscando explicaciones, todas malas.
¿Quiénes eran? ¿Qué querían?
¿Y por qué, entre todas las casas del barrio, se habían parado precisamente en la suya?
Dani empezó a llorar muy bajito, como si también sintiera el miedo de su madre.
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