La voz insistió, un poco más cerca:
—No venimos a hacer daño. Solo necesitamos resguardarnos del temporal.
Si no encontramos un sitio donde entrar, alguno no lo cuenta.
Lucía avanzó a la ventana del salón, manteniéndose agachada, y apartó un poco más la nieve del cristal.
Lo que vio le heló la sangre.
Fuera, delante de la valla baja de su jardín, había veinticinco motos aparcadas en fila.
Sobre ellas y a su alrededor, veinticinco figuras grandes, enfundadas en chaquetas gruesas, cascos, bragas de cuello. La nieve les cubría los hombros.
El hombre que estaba más cerca de la puerta era enorme.
Incluso debajo del abrigo se notaba su tamaño. Se había quitado el casco; su cara, curtida y barbuda, ya tenía pequeños copos pegados.
Sus ojos, sin embargo, no eran fríos.
Eran claros, atentos.
Cuando miró directamente hacia la ventana, Lucía se agachó de golpe, con el corazón desbocado.
—Sabemos que está ahí, señora —llamó él, alzando un poco la voz—.
Vemos la luz de las velas.
Hizo una pausa y añadió:
—Mire, entendemos que dé miedo. Pero no nos vamos a ir.
En esta nieve, o entramos en algún sitio, o nos quedamos aquí fuera hasta que uno no se levante.
Solo pedimos un techo hasta que amaine. Después nos marchamos.
Las manos de Lucía temblaban alrededor del cuerpo de Dani.
Todo en su interior le decía que se quedara en silencio, que apagara las velas, que esperara a que se fueran.
Había visto suficientes noticias sobre bandas de motoristas, suficientes advertencias de su madre sobre “gente en grupo que no trae nada bueno”.
Y, sin embargo…
Desde la ventana, vio a uno de los hombres tropezar y casi caer.
Otro lo sujetó por el brazo. Incluso a través del cristal se veía la mancha oscura en la pernera de su pantalón. Podría ser sangre.
Esos hombres no parecían buscar pelea.
Parecían agotados. Helados. Desesperados.
Dani tosió otra vez.
La casa ya estaba casi tan fría como la calle.
Si ellos están así fuera… pensó, ¿no estamos nosotros igual aquí dentro?
Llevaba tres días sola con su miedo.
La soledad empezaba a parecer más peligrosa que cualquier otra cosa.
La voz de su madre le volvió a cruzar la mente.
“Hija, cuando alguien está en apuros, se le ayuda. Da igual cómo vaya vestido o de dónde venga.
Porque un día la que estará en apuros serás tú.
Lo que damos siempre vuelve.”
Su madre vivió así, incluso cuando significaba compartir el último plato de comida.
“Ayuda al viajero, aunque tenga pinta de enemigo”, decía siempre.
Lucía miró a Dani.
Él la observaba, confiado, sin entender el tamaño de la decisión que colgaba en el aire.
Otro golpe sonó en la puerta, esta vez menos brusco.
—Señora, de verdad. Tenemos a un compañero herido. Lleva horas sangrando y el frío no ayuda.
Solo pedimos un suelo donde tirarnos. Ni tocamos nada, ni molestamos a nadie.
Lucía cerró los ojos un segundo.
Aquellas voces no sonaban como las de unos depredadores.
Sonaban como las de hombres cansados, en apuros, intentando mantener la calma.
Se levantó, aún con las piernas temblorosas, y caminó hacia la puerta.
Apoyó la frente en la madera fría.
—¿De verdad hay alguien herido? —preguntó, alzando la voz para que le oyeran.
—Sí, señora —contestó la voz grave—. Se llama Diego. Se resbaló con la moto hace unos diez kilómetros. No conseguimos que pare de sangrar.
—¿Cuántos sois?
—Veinticinco, señora. Suena a muchos, lo sé. Pero somos una familia. No dejamos a nadie tirado.
Veinticinco desconocidos dentro de su casita, con su hijo pequeño.
Era, a la vez, la idea más insensata que se le había ocurrido y la más fiel a lo que su madre habría hecho.
Dani le tocó la mejilla con sus deditos fríos.
Balbuceó algo ininteligible, pero su tono sonaba casi animándola.
—Mamá tiene miedo, peque —susurró—. Pero a veces hay que tener miedo y ser valiente al mismo tiempo.
Respiró hondo, giró el pestillo y abrió la puerta despacio.
El hombre frente a ella era todavía más grande de lo que había imaginado.
Llevaba una chaqueta de cuero gruesa, llena de parches con el mismo emblema:
“Hermandad del Camino”.
La barba le caía con mechones grises. La nieve se derretía en ella.
Pero cuando sus miradas se cruzaron, Lucía no vio amenaza.
Vio cansancio. Gratitud adelantada. Y una ternura escondida que no encajaba con su aspecto duro.
—Gracias —dijo él, con la voz ronca de emoción—.
Soy Raúl. No vamos a olvidar esto.
Detrás de él, los otros veinticuatro esperaban, quietos en la nieve, como si necesitara su señal para moverse.
Lucía tragó saliva.
—Entren —acertó a decir—. Antes de que se congelen ahí fuera.
En cuanto el primero cruzó el umbral, sacudiendo la nieve de la chaqueta y golpeando las botas en el felpudo, Lucía supo que acababa de tomar una decisión que cambiaría algo.
No sabía aún el qué, ni cómo.
Solo que, por primera vez en días, ya no estaba sola.
Uno a uno, los veinticinco motoristas de la Hermandad del Camino entraron en la casa pequeña, moviéndose con un silencio extraño para su tamaño.
Lo primero que le llamó la atención a Lucía fue la delicadeza.
Ninguno empujó, ninguno levantó la voz.
Se quitaban los cascos, los guantes, se daban paso unos a otros como si estuvieran entrando en una iglesia.
No eran los moteros salvajes de las películas.
Se movían con la disciplina silenciosa de gente que ha aprendido a confiar en el que tiene al lado.
Raúl cerró la puerta detrás de sí y echó el pestillo, al ver cómo ella se ponía tensa.
—Solo para que no entre más frío —explicó, levantando las manos, como si se rindiera—.
Usted manda aquí, señora. Nosotros solo queremos pasar la noche y desaparecer en cuanto pase lo peor.
La casa se le quedó de repente enana.
Veinticinco hombres con chaquetas gruesas ocupaban cada centímetro del salón y la cocina.
Pero no hubo empujones ni comentarios fuera de lugar.
Solo miradas cansadas, agradecidas, clavadas en las velas y en el calor del horno.
—Gracias —murmuró un chico más joven, cerca de la puerta—. No se imagina lo que significa esto.
Dani asomó la cabeza por encima de las mantas, con los ojos muy abiertos.
Uno de los motoristas, de pelo canoso en las sienes y ojos dulces, lo vio y levantó la mano en un saludo pequeño y torpe.
Dani se escondió… y luego volvió a mirar, fascinado.
—¿Es tu niño? —preguntó el hombre, en voz baja.
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