Cuando una madre soltera abre su puerta a 25 motoristas perdidos y el barrio entero se queda mudo

Lucía lo miró y sintió un nudo en la garganta.

—Gracias —susurró—. A todos.
Hace mucho que no me siento segura en mi propia casa.

Raúl la miró con una mezcla de suavidad y sorpresa.

—Nosotros tampoco, Lucía —dijo—. Hace mucho que no nos sentimos así.


Más tarde, cuando la comida ya se había terminado, la casa se llenó de un silencio pesado pero tranquilo.
Los hombres se acomodaron como pudieron: unos en el suelo, otros en sillas, otros apoyados en la pared, envueltos en mantas.

Diego dormía, con el vendaje limpio.
Lucía lo vigilaba de lejos, cada pocos minutos.

Y entonces, casi a medianoche, algo cambió.

Diego empezó a moverse inquieto.
Su respiración se aceleró.
El sudor le perlaba la frente.

Raúl se acercó y puso la mano en su frente.

—Está ardiendo —dijo con urgencia—. ¡Chicos, despertad! Diego tiene fiebre.

Los motoristas reaccionaron en segundos, como si alguien hubiera dado una orden militar.

En un momento, veinticuatro hombres rodeaban el sofá, con la preocupación escrita sin máscaras.

—Esto no es buena señal —murmuró Sergio—. ¿Y si le ha cogido alguna infección?

—¿Intentamos llevarlo al hospital? —propuso otro—. A lo mejor han abierto la carretera.

—Lo he mirado hace nada —negó Raúl—. Sigue todo cortado. Ni ambulancias pasan.

Manolo se arrodilló a su lado.

—Esto no es una fiebre cualquiera —dijo—. En mis tiempos de militar vi fiebres así.
Pero allí teníamos enfermeros…

Su frase se fue desinflando.

—¿Y ahora qué hacemos, Raúl? —preguntó uno de los más jóvenes, con la voz quebrada—. ¿Y si se nos muere aquí?

—Aquí no se muere nadie —respondió Raúl, con más firmeza que convicción.

Desde la cocina, Lucía los escuchaba.

Vio a aquellos hombres grandes y duros encogerse ante un enemigo invisible: la enfermedad de su amigo.

Salió con paso decidido.

—Raúl… yo puedo ayudar.

Veinticuatro caras se volvieron hacia ella a la vez.
En sus ojos había esperanza y miedo mezclados.

—¿Sabes de estas cosas? —preguntó Raúl, sin disimular el alivio.

—Lo justo. Mi madre me enseñó a manejar fiebres, heridas, esas cosas que pasan en casas donde no siempre se puede ir al médico.

—Por favor —dijo Manolo, la voz rota—. No sabemos qué hacer.

Lucía los miró.
Hombres que seguramente habían visto cosas durísimas en carretera, en trabajos, en campos… y que ahora parecían niños grandes frente a una fiebre.

—Tranquilos —dijo—. La fiebre es la manera que tiene el cuerpo de pelear.
Solo tenemos que ayudarle a no subir demasiado y que no se deshidrate.

Fue al baño, llenó una palangana con agua fresca y buscó varias toallas pequeñas.

Se sentó en el borde del sofá.

—Diego, ¿me oyes? —le habló con el tono que usaba con Dani cuando estaba malo.

Los ojos del chico se abrieron un poco, vidriosos.

—¿Dónde… estoy?

—En mi casa. En un sofá calentito. Tus amigos están aquí.
Tienes fiebre, pero vamos a cuidarte.

Empezó a mojar las toallas en el agua y a pasárselas por la frente, el cuello, las muñecas.

Diego, entre sueños, murmuró:

—Mamá…

Lucía no dudó.

—Estoy aquí —dijo, apretándole la mano—. No te preocupes. No te dejo.

Durante horas, se movió entre la cocina y el salón:
ponía agua a hervir, preparaba infusiones suaves, cambiaba las compresas frías, vigilaba la respiración de Diego.

Los motoristas se turnaban para sostenerle la mano, cambiar las toallas, acercar más leña a la cocina.

La miraban como si estuvieran viendo un milagro: una mujer agotada, con menos de diez euros en la cartera, manejando aquella pequeña crisis con la misma firmeza tranquila con la que su madre había afrontado tantas cosas.

Hacia las tres de la madrugada, la fiebre empezó a bajar.

La respiración de Diego se volvió más tranquila.
Las líneas tensas de su cara se relajaron.

Lucía le tocó la frente una vez más y sonrió.

—Ya está. Lo peor ha pasado.
Se va a quedar dormido, y mañana estará mucho mejor.

Un suspiro colectivo recorrió la habitación.
Más de uno se frotó los ojos, como si hubiera algo en ellos.

—Le has salvado la vida —dijo Raúl, sin adornos.

—Él y vosotros me habéis salvado a mí también —respondió Lucía—.
No recuerdo la última vez que me sentí tan útil.


Al amanecer, la tormenta empezó a rendirse.
El viento ya no aullaba, solo soplaba. La nieve caía fina, como cansada.

Los hombres empezaron a moverse: revisando las motos, asomándose a la calle, calculando cuándo podrían reanudar el viaje.

Lucía estaba en la cocina preparando café y huevos revueltos con lo que quedaba de pan.

Raúl entró, frotándose las manos.

—En unas horas podremos salir —dijo—. Los quitanieves han pasado por la carretera principal.

Lucía asintió, sintiendo una punzada extraña en el pecho.
Parte de ella quería que se quedaran.
Otra parte quería devolverle la calma a la casa, para convencerla de que todo aquello no había sido un sueño raro provocado por el hambre.

—Os prepararé algo para el camino —dijo—. Tenéis un trayecto largo por delante.

Raúl se plantó frente a ella, serio.

—Lucía, lo que has hecho por nosotros… por Diego… Eso no se olvida.
La Hermandad del Camino se acuerda de quien la ayuda.

Ella levantó la vista de la sartén, encontrándose con el peso de sus ojos.

—No hice nada especial. Cualquiera lo habría hecho.

Raúl negó con la cabeza.

—No. La mayoría habría apagado las luces y fingido no oír.
Tú abriste la puerta. Nos diste de comer. Curaste a nuestro hermano. Nos trataste como familia.

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