—Tadeo estaría orgulloso —dijo Jacobo—. Has convertido lo peor que te pasó en fuerza para ayudar a otros.
Sonreí, volviéndome hacia él.
—Usaré la palabra que él habría usado: era una prueba. Dura, injusta… pero una prueba. Y la he pasado.
Me aparté un poco, saqué unos planos doblados y se los puse delante.
—Ahora quiero pasar a la siguiente fase —añadí—. Quiero usar el dinero del fideicomiso extra que dejó Tadeo para algo grande.
Se inclinó sobre la mesa de dibujo portátil que habíamos sacado a la terraza.
—¿Qué es esto?
—La Iniciativa de Arquitectura Pública Herrera —expliqué—. Una red de bibliotecas, centros comunitarios y espacios públicos en barrios donde nunca llega lo «bonito». Edificios sostenibles, llenos de luz, diseñados como si fueran museos, pero para todo el mundo. Empezar aquí, en España, y luego ojalá en Latinoamérica. Arquitectura democrática.
Jacobo hojeó los esquemas. Plazas con árboles, salas de estudio, patios con huertos.
—Es ambicioso —dijo, pero sonreía—. Justo lo que Tadeo habría pedido.
—No es solo por él —añadí—. Es por la Sofía de veinticinco años que pensaba que el buen diseño solo pertenecía a quien podía pagarlo. Y por Emma. Y por todas las personas que necesitan un lugar que les diga: aquí importas.
Jacobo me besó la sien.
—Entonces hagámoslo. Juntos.
Nos casamos en abril, exactamente dieciocho meses después de que yo saliera de aquel contenedor con una pata de silla en la mano. La boda no fue gigantesca, pero sí llena de gente que de verdad importaba.
La celebramos en la azotea ajardinada de la casa Herrera, bajo luces colgantes y macetas que Tadeo había elegido años atrás.
Emma fue mi dama de honor. Lloró desde que me vio con el vestido hasta que terminó la fiesta.
—Sofía —dijo, abrazándome fuerte antes de la ceremonia—, tú me abriste la puerta al mundo que siempre soñé. No sé cómo darte las gracias.
—Diseñando edificios que me dejen en ridículo —respondí, riendo—. Ese será el mejor agradecimiento.
Patricia me acompañó hasta el «altar», si se le puede llamar así a una esquina de la azotea con plantas y planos enmarcados.
—Tu tío estaría encantado —susurró—. Y, por cierto, llevando este traje, pareces tú la fundadora del estudio.
Los votos de Jacobo fueron sencillos y directos.
—Sofía, me enseñaste que un verdadero compañero no ocupa espacio a golpes, sino que deja sitio para que el otro crezca —dijo—. Prometo celebrar tus éxitos como si fueran míos, recordar tus fuerzas cuando tú dudes y construir una vida contigo donde ninguno tenga que hacerse pequeño para que el otro brille.
Yo apenas pude terminar los míos sin romper a llorar.
—Jacobo, durante años creí que nadie podría querer a la versión rota de mí misma que yo veía en el espejo —dije—. Tú no solo me quisiste así, sino que me demostraste que nunca estuve rota. Solo estaba mal colocada, como una estructura que necesita refuerzo. Contigo aprendí que el amor no encierra ni corrige, sino que acompaña. Gracias por ser mi compañero, no mi juez.
Tuvimos nuestro primer baile bajo el cielo de la ciudad, con Margarita llorando en una esquina, los becarios grabándolo todo y el equipo del documental recogiendo imágenes para un epílogo.
Más tarde, ya casi al final de la noche, Jacobo me llevó al estudio de la quinta planta. Sobre la mesa de dibujo había otra carpeta de cuero, distinta de las de la archivadora.
—Patricia la tenía guardada —explicó—. Tadeo le pidió que nos la entregara hoy.
La abrí con cuidado. Dentro había decenas de bocetos de Tadeo: escuelas, centros juveniles, plazas cubiertas en barrios obreros, una red de bibliotecas de barrio que nunca se construyeron.
Había una nota.
«Sofía y Jacobo: estos son mis proyectos que nunca llegaron a levantarse. Sueños que se quedaron en papel. Ahora son vuestros. Construidlos donde hagan falta. Recordad siempre que la arquitectura no es solo para quien puede pagarla, sino para quien necesita pruebas de que su vida importa. Yo ya hice mi parte. Ahora os toca a vosotros. Y ahora, por favor, dejad de leer y volved a vuestra boda. T.»
Reímos llorando al mismo tiempo. Luego, como él mandaba, volvimos a bailar.
La Iniciativa de Arquitectura Pública Herrera se puso en marcha al año siguiente. Usamos el dinero del fideicomiso de Tadeo y parte de los beneficios del estudio. El primer proyecto fue una biblioteca de barrio en las afueras de Valencia, liderada por Emma.
El edificio tenía una fachada sencilla, pero llena de ventanas. Dentro, estanterías de madera clara, rincones de lectura, un pequeño auditorio, un patio interior con árboles jóvenes. La luz entraba como si el lugar respirara.
En la inauguración, periodistas y vecinos se mezclaban entre niños que corrían con libros en la mano.
—La arquitectura me salvó la vida —dijo Emma cuando le dieron el micrófono—. No solo como trabajo, sino como forma de entender que podía crear algo útil. Sofía me enseñó que los edificios son, sobre todo, promesas. Promesas de que un barrio merece belleza y dignidad. Esta biblioteca es esa promesa.
Yo la miraba desde el fondo, con el corazón encogido de orgullo. Pensé en Tadeo, en su estudio vacío durante años, en la adolescente que copiaba sus planos sin atreverse a creer que algún día firmaría los suyos propios.
Más tarde, llegaron otros proyectos. Un centro comunitario en un pueblo de Castilla, pensado para personas mayores y jóvenes que necesitaban un lugar donde encontrarse. Un centro cultural en una ciudad mediana de México, con patios sombreados, murales de artistas locales y aulas abiertas al aire.
Cada plano que firmábamos con la Iniciativa llevaba una pequeña inscripción: «Inspirado en los sueños no construidos de T.H.»
Cinco años después de haber asumido la dirección de Herrera Arquitectura, me invitaron a dar el discurso de graduación en la misma escuela donde años antes había ganado aquel concurso que cambió mi vida.
Subí al estrado, con un auditorio lleno de jóvenes con birretes y familias emocionadas.
—Cuando me gradué —empecé—, tenía lo que muchos de vosotros tenéis hoy: un título, un montón de planos enrollados bajo el brazo y la sensación de que el mundo estaba a punto de abrirse.
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