—No —dije, sin dudar.
—Sofía —intervino Patricia, con cuidado—, es mucho dinero. Deberías pensarlo…
—No necesito pensarlo —la interrumpí—. Tadeo no me dejó este estudio para que lo vendiera al primer hombre asustado de perder clientes. La respuesta es no.
Los consejeros se miraron entre ellos. Y entonces Patricia sonrió ligeramente.
—Eso es exactamente lo que esperábamos que dijeras.
Sacó otro sobre.
—Tadeo incluyó una cláusula en su testamento que no podíamos revelar hasta que llevaras un año en el cargo y rechazases una oferta importante de compra.
Abrió el sobre y me lo pasó.
—Si rechazabas cualquier adquisición sustancial, recibirías un fideicomiso adicional que él creó. Treinta millones de dólares, de uso libre, por entender que hay legados que no se venden.
Me dejé caer en la silla, aturdida.
—Me puso a prueba. Incluso después de muerto.
—Quería asegurarse de que valorabas más el trabajo que la riqueza —dijo Patricia—. Mucha gente habría vendido. Tadeo necesitaba saber que tú elegirías la misión.
Jacobo me observaba con una sonrisa suave.
—¿Enfadada? —preguntó.
Pensé en ello. Un año antes quizá lo habría llamado manipulación. Ahora lo entendía distinto. Tadeo no quería controlarme; quería que yo me viera a través de sus ojos. Que comprobara, con hechos, de qué era capaz.
—No —respondí al fin—. Me siento… vista. Él sabía que podía pasar esta prueba antes de que yo misma lo creyera. Este estudio ya no es solo su legado. Es el mío. Y no está en venta.
El voto para nombrar a Jacobo codirector general fue unánime.
Cuando la reunión terminó, Patricia me detuvo en la puerta.
—Tadeo te dejó otra cosa más.
Me entregó una cajita de terciopelo.
—Tenía instrucciones de dártela cuando superaras «la prueba de la compra».
Dentro había un anillo sencillo, con pequeñas líneas grabadas que, al fijarme, eran planos en miniatura. Y una nota con la letra inconfundible de Tadeo.
«Sofía, si estás leyendo esto, has pasado mi última prueba. Este anillo perteneció a mi esposa, tu tía abuela Elena. Fue arquitecta, una de las pocas mujeres que ejercían en los años cincuenta. Se enfrentó a obstáculos que tú ni imaginas, pero nunca se rindió ni pidió permiso para existir. Cuando murió, prometí que se lo daría a alguien que estuviera a su altura. Esa persona eres tú. Construye con valentía, vive con valentía y no dejes jamás que nadie te haga pequeña otra vez. Estoy orgulloso de ti. Siempre lo estuve. T.»
Me puse el anillo. Encajaba perfecto. Por supuesto.
Esa noche, Jacobo me encontró en el estudio, mirando Madrid desde la ventana, los dedos jugando con el anillo de Elena.
—¿Un euro por tus pensamientos? —bromeó.
—Tadeo lo planeó todo —dije—. La herencia, los obstáculos, la oferta de compra. Cada reto estaba pensado para obligarme a crecer. Sin ellos, quizá habría dudado de mí toda la vida.
Jacobo me rodeó con los brazos por detrás.
—Yo creo que él sabía que ya eras así —susurró—. Solo necesitabas comprobarlo.
Se separó un paso, nervioso de repente, y sacó otra cajita del bolsillo.
—Hablando de planes…
La abrió. Dentro, un anillo sencillo, elegante, con una pequeña piedra que brillaba bajo la luz del estudio.
—Sofía Herrera —empezó, con la voz un poco temblorosa—. No hago esto por ningún test ni por simbolismos. Lo hago porque cada día contigo es mejor que el anterior. Quiero una vida entera viéndote cambiar el mundo, un proyecto tras otro. ¿Te casarías conmigo?
Miré el anillo, luego a Jacobo, luego al estudio que Tadeo había preparado esperando que un día yo volviera. Hacía dieciocho meses estaba casada con alguien que necesitaba aplastarme. Ahora me estaba pidiendo matrimonio alguien que celebraba cada una de mis luces.
Las lágrimas me nublaron la vista.
—Sí —dije—. Sí. Claro que sí.
Él deslizó el anillo junto al de Elena. Los dos juntos parecían diseñados como un conjunto: legado antiguo y comienzo nuevo.
—¿Se lo contamos a todos esta noche? —pregunté, riendo entre sollozos.
—En realidad —dijo Jacobo, sacando el móvil con media sonrisa—, ya le pedí a Margarita que enfriara una botella de cava. Lleva meses deseando esto.
Bajamos a la cocina. Margarita estaba allí, con una sonrisa que le ocupaba toda la cara y una botella lista.
—Ya era hora —dijo, al ver los anillos—. El señor Tadeo estaría tan feliz…
—Seguro que también dejó una carta sobre esto —bromeé, secándome las lágrimas.
Margarita levantó una ceja, divertida, y desapareció en el despacho. Volvió con un sobre.
—De hecho… sí.
En el sobre ponía nuestros dos nombres.
«Jacobo y Sofía: si estáis leyendo esto juntos, es que mi plan ha salido aún mejor de lo que esperaba. Jacobo, siempre fuiste como un hijo. Sofía, siempre fuiste como una hija. No podría imaginar mejores manos para mi estudio ni mejores compañeros el uno para el otro. Construid algo hermoso juntos. Y por favor, no llaméis a ningún hijo Tadeo. Ese nombre muere conmigo. Con todo mi cariño, T.»
Brindamos riendo y llorando a la vez, tres personas en una cocina, celebrando a un hombre capaz de seguir cuidando de nosotros incluso desde la distancia.
El anuncio del compromiso corrió como pólvora por el mundo de la arquitectura. Revistas especializadas querían fotos, entrevistas, titulares sobre «la heredera y el socio que cambian las reglas del juego». Incluso antiguos rivales de Tadeo enviaron mensajes de felicitación.
Y, como era de esperar, eso también despertó a la única persona que quería mantener en el pasado.
Una mañana de noviembre, Victoria me llamó con tono muy serio.
—Sofía, necesito que vengas al despacho —dijo—. Es importante.
Me presentó una carpeta gruesa.
—Ricardo ha interpuesto una demanda. Afirma que utilizaste bienes gananciales para invertir en Herrera Arquitectura y que tiene derecho a una parte de tu herencia.
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