Descubrí a un chico descalzo espiando mi clase de cálculo y lo que vi en su papel lo cambió todo

Descubrí a un chico descalzo espiando mi clase de cálculo y lo que vi en su papel lo cambió tod

Abrí la ventana. El aire helado entró de golpe, haciendo que los alumnos a mis espaldas soltasen un quejido.

—¡Eh! —le llamé. No con enfado, solo sorprendida.

El chico pegó un salto como un ciervo asustado. Retrocedió a trompicones, resbalando en el suelo helado y soltando los papeles. Parecía a punto de salir corriendo hacia el descampado detrás del instituto.

—¡Espera! —grité, notando la desesperación colándose en mi voz—. Por favor, no corras. No estás en problemas.

Se quedó congelado. Me miró y, por primera vez, nuestros ojos se encontraron. Eran oscuros, profundos, y llenos de una mezcla aterradora de inteligencia y hambre.

—Yo… yo no he robado na’ —balbuceó. Tenía un acento fuerte, de campo, de esos pueblos pequeños de los que la gente de ciudad se burla.

—Lo sé —dije, suavizando la voz—. Solo quiero ver lo que estás escribiendo.

Dudó, con el aliento saliéndole en pequeñas nubes blancas. Despacio, temblando por el frío, recogió uno de los papeles y lo sostuvo en alto. Tuve que inclinar medio cuerpo fuera de la ventana para alcanzarlo.

Metí el trozo de papel húmedo en el aula y lo miré.

El mundo se inclinó sobre su eje.

No eran dibujitos. No eran garabatos sin sentido.

Era la solución al problema que yo acababa de escribir en la pizarra. Pero no estaba resuelto como yo lo había enseñado. Había usado un atajo, un teorema que yo ni siquiera había introducido aún, algo que normalmente se ve en segundo año de ingeniería en la universidad. Y al final, con una letra pequeñísima y apretada, había corregido un error que yo misma había cometido en la tercera línea de la ecuación, un error del que ni siquiera me había dado cuenta.

Volví a mirar hacia abajo.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

Se abrazó los brazos delgados al pecho.

—Me llamo Diego —murmuró.

—Diego —repetí, con la voz temblando—. No te muevas. Ahora bajo.

Abandoné mi clase. Salí del aula sin mirar atrás, dejando a veinte alumnos de último curso mirando la puerta abierta, y bajé corriendo por la escalera trasera. Empujé la puerta de emergencia, haciendo que saltara la alarma, pero no me importó en absoluto.

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