Miró el reloj: las ocho en punto. Hora de enfrentarse a todo aquello. Se levantó, con la espalda protestando, y caminó hacia la habitación de invitados.
La puerta estaba entreabierta. Vio a Leo sentado en la cama, aún abrazado a la fotografía.
—Buenos días —dijo Marcos, golpeando suavemente el marco de la puerta.
Leo dio un pequeño salto, con los ojos muy abiertos.
—Hola —respondió, frotándose la cara.
—¿Has dormido? —preguntó Marcos, intentando sonar neutro.
El niño se encogió de hombros.
—La cama es… muy blandita.
Marcos sintió otro pinchazo de incomodidad.
—Ponte el abrigo. Vamos al refugio. Necesito respuestas.
Una hora más tarde aparcaban delante del Hogar Santa Esperanza, un edificio bajo de ladrillo, en una zona menos favorecida del pueblo. A Marcos le hervía la cabeza. No podía evitar imaginar a Sara caminando por esos pasillos, su sonrisa iluminándolo todo, en aquel lugar triste. ¿Por qué no le había contado nada? ¿Tenía miedo de que él se enfadara? ¿De que se decepcionara?
Una mujer de mediana edad, con ojos cansados pero amables y una rebeca muy gastada, levantó la vista al verlos entrar. Al instante se le dibujó una sonrisa de alivio.
—¡Leo! Nos diste un susto horrible al desaparecer así.
Marcos dio un paso al frente. Su presencia llenó la pequeña recepción.
—Soy Marcos Rivera. Lo encontré. Necesito hablar con usted sobre él… y sobre mi esposa difunta, Sara Rivera.
Las cejas de la mujer —se presentó como la señora Campos— se alzaron de golpe.
—Sara… Dios mío, sí. Claro que sí. Por favor, pasen conmigo.
Los condujo a un despacho pequeño que olía a café soluble y carpetas viejas. La señora Campos sacó una carpeta gruesa de un archivador y miró a Marcos con una tristeza comprensiva.
—Sara fue voluntaria aquí durante años. Ella… para Leo era como un ángel.
—¿Qué quiere decir con eso? —La voz de Marcos era plana.
—Estaba en proceso de adoptarlo, señor Rivera.
Las palabras flotaron en el aire, frías y devastadoras.
—¿Adoptarlo? —repitió Marcos en un susurro ronco.
—Sí. Lo adoraba. Comentó alguna vez que no había encontrado el momento adecuado para contárselo. Que usted estaba… muy ocupado con su trabajo. Esperaba el momento perfecto.
Ocupado. La palabra cayó como una acusación. Marcos se dejó caer en la silla. Sintió una oleada de náuseas. Sara había estado construyendo una nueva vida, una nueva familia, justo delante de él, y él no había visto nada.
—¿Puedo ver el expediente? —preguntó, con la voz tomada.
La señora Campos deslizó la carpeta hacia él. Marcos la abrió. Formularios de adopción. Cartas de intención. Todo firmado con la letra elegante y familiar de Sara.
Leo, que había permanecido en silencio, dio un paso tímido hacia adelante y susurró:
—Ella decía… decía que a usted le gustaría conocerme. Cuando se enterara.
Marcos miró la cara del niño, una mezcla aterradora de esperanza y miedo, y luego la firma en los papeles. Ocupado. Consumido por el trabajo. Lo había pasado todo por alto.
Se levantó de golpe.
—Gracias. Nos vamos.
El trayecto de vuelta al loft fue sofocante. Marcos apretaba el volante. Dentro de su cabeza, sentimientos de traición, culpa y una nueva y extraña sensación de responsabilidad chocaban entre sí como olas.
Sara no solo le había dejado recuerdos. Le había dejado esto… esta elección.
De vuelta en el apartamento, Leo se quedó parado en el felpudo, como si tuviera miedo de ensuciar el suelo de madera brillante.
—¿Aquí vive usted?
—Sí.
—¿Estoy… castigado?
—No —respondió Marcos, pasándose la mano por el pelo.
—Te quedarás en la habitación de invitados. Esta noche. Por ahora.
La cara de Leo se ensombreció un poco con ese «por ahora», pero asintió.
—Sara decía que tu casa era grande, pero muy sola.
Marcos se estremeció como si le hubieran golpeado. Sola. Era verdad.
—Ve. Descansa —murmuró.
El niño desapareció en la habitación. Marcos fue directo a la cocina. Sin siquiera mirar la cafetera, se sirvió un trago generoso de whisky en un vaso. Cogió el expediente y la botella y se encerró en su despacho.
Se sentó en la oscuridad, con la carpeta delante. Al final, la abrió. Entre los formularios legales, había cartas. Cartas de Sara, dirigidas a él. Las manos le temblaron al desplegar la primera.
«Mi querido Marcos», empezaba. «Sé que esto es un shock. Por favor, por favor, entiende que nunca quise hacerte daño. Pero lo encontré, y… él me necesitaba. Intenté buscar un momento, un hueco en el que el trabajo no te llamara, pero nunca llegó… Iba a contártelo. Te lo juro.»
Ocupado. Consumido. Las palabras eran como cuchillos. ¿Cómo iba él a ser padre? No sabía ni por dónde empezar.
Un amanecer gris y amargo estaba asomando sobre Santa Aurora cuando un pequeño ruido lo sacó de su semitorpeza alcohólica. Leo estaba de pie en la puerta, descalzo sobre el suelo frío.
—Señor…
Marcos se frotó la cara, los ojos arenosos.
—Buenos días.
—Aquí… aquí es muy silencioso —susurró Leo.
Marcos soltó una risa sin humor.
—Siempre lo es. Escucha. Puedes quedarte aquí. Unos días. Hasta que… hasta que arregle esto.
La cara de Leo se tensó. Asintió, acostumbrado a lo que no se decía. Era temporal. Él siempre era temporal.
El día avanzó entre silencios tensos. Marcos se dio cuenta de que el niño no tenía ropa, excepto las prendas finas y sucias con las que lo había encontrado. Acabó llevándolo a una gran tienda de descuentos en las afueras. Los pasillos brillantes y cálidos le parecieron casi obscenos. Niños reían, tiraban de las mangas de sus padres, suplicando juguetes. Leo caminaba como un fantasma, aceptando sin decir palabra los vaqueros, zapatillas y sudaderas que Marcos le iba poniendo en el carro. Aquella pasividad aplastante, esa costumbre de esperar siempre ser rechazado, irritaba a Marcos más de lo que podía admitir.
Esa tarde, mientras Leo veía dibujos animados en la habitación de invitados, el móvil de Marcos sonó. Era su abogado, David.
—Marcos. He investigado lo del crío, Leo, como me pediste. Hay una familia disponible. Un matrimonio en Colinas del Sol. Los Molina. Buena gente, con recursos. Llevan tiempo en lista de espera. Pueden recibirlo antes de que acabe la semana.
Marcos sintió un alivio frío, punzante, que inmediatamente odió.
—Los Molina. Bien. Déjame… déjame llamarte luego.
Colgó, la mano temblorosa. Miró la puerta cerrada de la habitación de invitados. Aquello era la solución. Lo mejor para el niño. ¿Por qué le sabía tanto a traición?
A la mañana siguiente, Marcos hizo tostadas. Se quedaron intactas en un plato sobre la isla de la cocina. Leo se limitó a mirarlas.
—Tienes que comer —dijo Marcos.
—No tengo hambre.
—Leo —insistió, con la voz tensa.
El niño se tensó.
—Tenemos que hablar. Mi abogado ha encontrado una familia. Para ti. Quieren conocerte. Pueden darte un hogar de verdad.
La expresión de Leo no cambió. Una especie de máscara le cubrió el rostro, una que Marcos ya empezaba a reconocer. Era la cara de un niño que no esperaba nada.
—Vale —dijo simplemente.
La frustración de Marcos saltó.
—¿Solo “vale”? Son buena gente, Leo. Viven en una casa grande. Tendrás… de todo.
—Está bien.
—¿No tienes nada que decir?
Leo levantó por fin la mirada. Sus ojos, oscuros y profundos, parecían mucho más viejos que su cuerpo pequeño.
—¿Importa lo que diga?
—Es por tu bien, Leo.
—Eso es lo que siempre dicen —murmuró.
Marcos se sintió un monstruo. Él mismo había querido esa salida rápida, limpia… pero la aceptación del niño era peor que cualquier rabieta. Agarró las llaves del cuenco junto a la puerta.
—Tengo que salir. No te muevas de aquí.
Huyó de su propio apartamento, encontrando más respirable el aire frío de la calle que el silencio que acababa de dejar atrás.
Volvió al atardecer. El loft estaba a oscuras. Encontró a Leo no en la habitación de invitados, sino sentado junto al ventanal del salón, una silueta pequeña recortada contra las luces lejanas de la ciudad.
—¿Por qué estás sentado a oscuras?
Leo no se giró.
—¿Vienen mañana?
—Leo…
—¿Por qué no me quiere? —preguntó, con una calma que dolía.
—No es eso. Ellos pueden darte una vida mejor. Una familia de verdad.
—¿Mejor que qué? —La voz de Leo seguía serena—. Sara… ella quería que yo estuviera aquí.
—Sara no está —soltó Marcos, demasiado brusco—. Y yo… yo no sé hacer esto. No soy… no soy padre.
Leo se volvió por fin, y Marcos vio los surcos brillantes de lágrimas en sus mejillas.
—No me importa. Solo… no quiero irme otra vez.
Marcos se sintió acorralado, ahogado por cinco años de dolor y culpa que, de pronto, lo aplastaban con más fuerza que nunca.
—Vienen mañana. Y punto.
Leo se levantó. Su cuerpo entero temblaba.
—¿Por qué? Dígame la verdad.
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