—Porque tú no eres mío —escupió Marcos, cruel, sin siquiera pensarlo.
—No eres mi hijo.
El silencio que siguió fue absoluto. Leo se estremeció, un movimiento pequeño y agudo, como si le hubieran dado una bofetada. Pero no lloró. Simplemente se desmoronó por dentro. Caminó hacia la habitación de invitados y, muy despacio, cerró la puerta. El clic del pestillo resonó por todo el loft, amplificado por la soledad, como un disparo.
Marcos se quedó solo, asqueado de sí mismo.
Paseó sin rumbo durante una hora, de un lado a otro. El silencio tras esa puerta pesaba más que cualquier grito.
«Leo», llamó al fin. Nada.
Se acercó, el corazón desbocado.
—Leo.
Abrió. La habitación estaba vacía. La cama estaba hecha. Un pánico helado le recorrió el cuerpo. Corrió por todo el apartamento.
—¡Leo!
La puerta corredera que daba al pequeño balcón estaba entreabierta. El viento silbaba. Marcos la abrió de un tirón. Leo estaba acurrucado en un rincón, tiritando, con los brazos rodeando las rodillas, mirando la noche.
—¡Leo! ¡Por Dios! ¿Qué haces aquí fuera? ¡Te vas a congelar!
Lo agarró y tiró de él hacia dentro. El niño estaba rígido, casi ausente.
—Da igual —dijo, con una voz hueca, sin vida.
Marcos cogió una manta del sofá y lo envolvió con fuerza.
—Estaré listo para mañana —murmuró Leo, sin levantar la vista—. Para cuando vengan.
El corazón de Marcos se rompió.
—Leo… lo siento. Fui cruel. No quería decir eso.
—No pasa nada —susurró Leo—. Era la verdad.
—No —negó Marcos, con la voz gruesa—. Vete a la cama. Por favor. Entra en calor.
Leo, envuelto en la manta, se arrastró lentamente hacia la habitación. Marcos, hecho pedazos, volvió a su despacho. No sabía qué hacer. Sus ojos se posaron en una pequeña caja de madera sobre la estantería. Era de Sara. Nunca había tenido fuerzas para abrirla.
La bajó. Dentro, debajo de algunas fotos y el colgante de la abuela de ella, había una memoria USB. Llevaba una etiqueta, con la letra de Sara: «PARA MARCOS».
La conectó al portátil. Había un solo archivo de vídeo. Hizo clic.
La cara de Sara llenó la pantalla. Estaba en su antiguo salón, con el sol entrando por la ventana y dándole brillo al pelo. Estaba preciosa, pero muy cansada. Se le cortó la respiración.
—Marcos… mi amor.
Su voz —esa voz que no oía desde hacía cinco años— llenó la habitación.
—Si estás viendo esto, significa que has encontrado a Leo. Y que yo ya no estoy.
Respiró hondo, temblorosa.
—Por favor… no te enfades. Lo intenté… muchas veces, Marcos. Pero tú siempre… estabas en otro sitio. El siguiente proyecto, el siguiente contrato. Estaba tan orgullosa de ti, pero también… tan sola. Y entonces lo encontré. En el refugio. Él es… es especial, Marcos. Ha pasado por tanto. Solo necesita un lugar donde caer de pie. Iba a contártelo. Te lo juro. El día que se firmara la adopción… iba a sorprenderte… con nuestro hijo.
Sonrió, con lágrimas en los ojos.
—Sé que crees que no tienes esto dentro de ti. Tú, el soltero empedernido al que tuve que convencer para casarse conmigo. Pero lo tienes. Eres el hombre más bondadoso que he conocido; solo… lo escondes. Por favor, Marcos. No lo dejes ir. El amor no tiene que ser sangre. Solo tiene que ser… elegido.
El vídeo terminó. La pantalla se quedó negra. Marcos se echó a llorar, un sonido áspero y seco que no hacía desde el funeral. La sensación de traición desapareció, arrastrada por una pena aplastante y un arrepentimiento inmenso. Entendió lo que Sara había querido darle: no solo un hijo, sino una cuerda para salir del pozo.
Fue a la habitación de Leo. La puerta estaba entornada. La empujó despacio. El niño dormía inquieto, aún con la ropa puesta. Marcos se quedó de pie allí, simplemente mirándolo respirar, notando cómo algo dentro de él se endurecía y tomaba forma: decisión.
Esperó a que amaneciera. Despertó a Leo con suavidad. La primera reacción del niño fue ponerse a la defensiva.
—¿Ya llegaron? —preguntó, con la voz ronca.
—No —respondió Marcos, muy despacio—. Y no van a venir.
Leo lo miró, confuso.
—¿Qué?
—He llamado a David. Cancelé la reunión con los Molina. Me equivoqué, Leo. Estaba mal. Quiero que te quedes.
Los ojos de Leo se llenaron de una esperanza frágil, casi aterradora.
—¿Por cuánto tiempo?
Marcos se sentó al borde de la cama.
—Para… siempre. Si tú quieres.
Los días siguientes fueron torpes. Marcos no sabía cómo «ser» padre. Intentó hacer tortitas; se le quemaron. Compró videojuegos; no supo ni enchufarlos. Leo lo miraba como un animalito asustado, a la espera de que todo se viniera abajo.
Una semana más tarde, Marcos llegó pronto del trabajo y encontró a Leo en la isla de la cocina, dibujando con un estuche de colores que él había comprado por impulso.
—Te queda bien. ¿Qué es? —preguntó.
Leo señaló con un lápiz verde.
—Es Sara. Y ese soy yo.
Marcos miró a la tercera figura, un hombre alto de palo, dibujado a un lado.
—¿Y él?
Leo se encogió de hombros.
—Solo… un hombre.
Marcos carraspeó, con el corazón acelerado.
—Leo… voy a llamar hoy a David. Quiero… quiero adoptarte. De manera oficial. Que seas… mi hijo.
El lápiz se partió en dos. Leo alzó la mirada. Su cara era una máscara de vulnerabilidad absoluta.
—¿De verdad… lo dice en serio?
—Nunca he hablado tan en serio en mi vida —respondió Marcos.
Una sonrisa mínima, muy frágil, le tembló en los labios.
Marcos llevó a Leo al despacho de David para firmar los primeros papeles de «intención de adoptar». Durante todo el trayecto, el niño vibraba de ansiedad.
—¿Está seguro? —preguntó una vez más.
—Estoy seguro, Leo.
—Las personas… cambian de opinión —dijo el niño.
Marcos aparcó justo frente a la oficina y detuvo el motor. Se giró hacia él.
—Yo no voy a cambiar de opinión. No te vas a ir a ninguna parte. Esta es tu casa ahora. ¿De acuerdo?
Leo asintió, pero sus ojos seguían ensombrecidos por años de decepciones.
Esa noche, Marcos se despertó a las tres de la madrugada. Algo no iba bien. El silencio del loft era distinto. Se levantó y fue a la habitación de Leo.
Vacía. La cama, hecha. La ropa nueva, doblada en la silla. El niño, y su mochila vieja, habían desaparecido.
Un miedo puro, frío, lo atravesó. Se puso los zapatos sin abrochar, olvidó el abrigo y corrió hacia el ascensor. Salió a la calle. El aire helado le cortó la cara. Miró a un lado y a otro. Lo vio. Una figurita pequeña, caminando con decisión hacia la estación de autobuses, dos calles más abajo.
—¡Leo!
Marcos echó a correr. Los zapatos de vestir resbalaban en la acera helada. Alcanzó al niño y lo agarró por el hombro, dándole la vuelta.
—¿Qué estás haciendo? ¿Adónde demonios crees que vas?
Leo estaba aterrado, pero su rostro tenía una expresión firme, resignada.
—Me voy —dijo.
—¡Pero si acabamos de firmar los papeles! ¿Por qué?
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