Despidió a seis empleadas por su hija furiosa… hasta que la séptima abrió la puerta y lo cambió todo

Despidió a seis empleadas por su hija furiosa… hasta que la séptima abrió la puerta y lo cambió todo

Despidió a seis empleadas por culpa de su hija… hasta que la séptima hizo algo que nadie esperaba

Los gritos empezaron justo cuando él cruzó la puerta principal.

—¡Sal de mi cuarto! ¡Te odio!

Javier Herrera se quedó inmóvil en el recibidor de mármol de su casa grande a las afueras, con el maletín todavía en la mano. La voz era la de su hija de diez años, Valeria: aguda, temblorosa, llena de rabia. Desde hacía meses, la paz era una desconocida entre esas paredes.

Viudo desde hacía cinco años, Javier había intentado llenar el hueco con trabajo. Su empresa iba viento en popa, pero su vida en casa se le estaba rompiendo por dentro. Desde la muerte de su esposa, Elena, Valeria se había vuelto retraída, exigente y, a veces, cruel. Seis empleadas del hogar se habían ido llorando, incapaces de aguantar los estallidos de la niña.

Esa misma mañana había llegado una nueva empleada: una mujer callada llamada Clara Mendoza. Parecía rondar los cuarenta y tantos, con ojos castaños suaves y unas manos que parecían hechas para cuidar, no para pelear. Solo sonrió y dijo:

—Los niños necesitan paciencia, señor. Yo crié a tres.

Javier había querido creerle.

Ahora, desde el recibidor, escuchó un golpe seco arriba. ¿Porcelana? ¿Cristal? El corazón le dio un brinco. Subió las escaleras de dos en dos.

De pronto, silencio. Un silencio pesado.

Al llegar al pasillo del segundo piso vio la puerta del cuarto de Valeria entreabierta. Por la rendija alcanzó a ver a Clara junto a la cama, erguida, tranquila pero firme. Valeria tenía la cara roja de furia. En el suelo había un florero hecho pedazos y un rastro de agua que se iba metiendo en la alfombra.

—¿Qué está pasando aquí? —exigió Javier, entrando.

Ninguna habló por un momento. Valeria miró a su padre y luego a Clara, como buscando una salida. De pronto soltó:

—¡Ella… ella me pegó!

A Javier se le apretó el pecho. Se giró hacia Clara.

—¿Es cierto?

Clara negó despacio.

—No, señor. Pero ella dijo algo… algo que ningún niño debería decir.

Javier frunció el ceño.

—¿Qué dijo?

La mujer dudó, como si no quisiera traicionarla.

—Quizá sea mejor que se lo pregunte usted.

El labio de Valeria tembló. Se le formaron lágrimas, pero la mirada seguía desafiante. El ambiente estaba cargado, como antes de una tormenta. Javier todavía no lo sabía, pero lo que iba a escuchar le partiría el alma… y, a la vez, empezaría a curarla.

Javier se sentó al borde de la cama.

—Valeria —dijo con voz baja—. Sea lo que sea, dime la verdad.

Las manos pequeñas de la niña se movían nerviosas sobre su falda.

—Yo le dije… —tragó saliva— que es igual que mamá. Que ella también se va a ir. Que todos se van. Todos.

A Clara se le ablandaron los ojos, y Javier lo entendió de golpe. No era mala educación lo que empujaba a Valeria. Era dolor.

Recordó la noche en que Elena murió. Valeria tenía cinco años, abrazada a su osito, mientras las máquinas pitaban… hasta que dejaron de hacerlo. Después de eso, la risa desapareció de la casa. Javier se había hundido en el trabajo y contrató gente para llenar el silencio, como si pudiera pagar por la calma. Pero el amor —lo vio claro en ese instante— no se puede delegar.

—Yo no la odio —susurró Valeria—. Solo… no quiero que se vaya como mamá.

Clara se acercó y se arrodilló junto a la cama. Le puso una mano suave en el hombro.

—Cariño, yo no me voy a ir a ninguna parte. Te lo prometo.

Valeria la miró con desconfianza, como si las promesas fueran cosas que se rompen con facilidad.

Javier apartó la mirada, tragándose las lágrimas. Durante años pensó que su hija estaba “malcriada”. Pero en realidad estaba asustada. Asustada de perder a alguien más.

Esa noche, en la cena, el ambiente fue distinto. Clara sirvió una sopa casera y pan caliente, de ese que huele a hogar y a domingo. Era el tipo de comida que Elena solía preparar cuando quería que todo el mundo se calmara. Por primera vez en años, Javier y Valeria comieron juntos en la misma mesa, sin gritos.

Clara no hablaba mucho, pero su sola presencia cambiaba el ritmo de la casa. Tarareaba mientras cocinaba, dejaba flores frescas en un vaso sencillo sobre la mesa, doblaba la ropa de Valeria con cuidado y, a veces, ponía bolsitas de lavanda entre los cajones para que todo oliera limpio y tranquilo. Poco a poco, la casa grande dejó de sonar vacía.

Pasó un mes. Valeria dejó de gritar. Javier empezó a llegar más temprano. Y algunas tardes los encontraba en la sala, leyendo: Valeria apoyaba la cabeza en el hombro de Clara mientras ella leía en voz alta.

Pero no a todos les gustaba ese cambio.

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