Diez motoristas frenan en seco frente al instituto cuando oyen este insulto cobarde contra el nuevo chico

Diez motoristas frenan en seco frente al instituto cuando oyen este insulto cobarde contra el nuevo chico

—¿Por qué no te vuelves a donde viniste, eh? —se burló uno de los chicos.

Era el primer día de Marcos en el Instituto Mirador del Valle. El sol del mediodía caía a plomo sobre el patio, pero el tono helado de las voces a su alrededor le hizo estremecerse. Tenía catorce años: pueblo nuevo, instituto nuevo, vida nueva… o eso había imaginado. Pero en cuestión de horas se había convertido en el blanco de todos.

Un grupo de chicos —rubios, ruidosos, con el uniforme impecable— lo había acorralado junto a la verja del instituto. Uno le dio un empujón en el hombro; otro pateó su mochila, haciendo que los libros salieran despedidos por la acera.

—Ni siquiera sabes recoger tus cosas, ¿no, nuevo? —se mofó otro.

Marcos tragó saliva y se agachó para reunir sus cosas.

—No quiero problemas —murmuró.

Eso solo provocó más risas.

El autobús escolar se alejó soltando un suspiro de aire, dejando tras de sí solo las burlas y el sonido de las zapatillas golpeando el pavimento. Marcos intentó mantenerse erguido, pero otro empujón lo tiró al suelo. Su libro de matemáticas cayó con un golpe seco.

—Patético —dijo el cabecilla, Hugo, con una media sonrisa—. Este no es un instituto para gente como tú.

Algunos alumnos miraban desde lejos, pero nadie se movía. Su silencio dolía más que el empujón. Marcos levantó la vista desde el suelo, con la vergüenza ardiéndole en los ojos… hasta que un nuevo sonido llenó el aire.

Un rugido profundo, rítmico.

Diez motos doblaron la esquina, el metal brillando al sol. Los abusones se quedaron congelados, la risa muriéndoles en la garganta mientras las motos se acercaban: hombres y mujeres con chaquetas de cuero negras, cascos relucientes. No eran simples motoristas al azar; su presencia imponía respeto.

Uno de ellos —alto, ancho de hombros, con una barba entrecana que brillaba al sol— aceleró su moto y redujo la velocidad al ver la escena. El grupo se detuvo justo frente a la verja del instituto, los motores al ralentí, como truenos contenidas.

Marcos, aún en el suelo, levantó la mirada justo cuando el hombre apagó el motor y se levantó la visera.

—¿Qué pasa aquí, muchachos? —preguntó con voz tranquila, pero firme.

Nadie respondió. La sonrisa de Hugo se desdibujó.

—Solo… ayudándole a levantarse —balbuceó.

—No parece ayuda —replicó el motorista. Luego miró a Marcos—. ¿Estás bien, chaval?

Marcos asintió con un gesto débil. Detrás del motorista, los demás apagaron sus motos. Diez pares de botas golpearon el suelo al mismo tiempo.

Solo ese sonido bastó para que los abusones dieran un paso atrás.

Fue entonces cuando Marcos se fijó en el parche del chaleco del hombre. Ponía: Hermandad de Acero – Veteranos.

Gente que no soportaba a los cobardes.

En ese momento, rodeado por el eco de los motores, con los libros esparcidos y el orgullo roto, todo empezó a cambiar.

Los motoristas acompañaron a Marcos hasta la oficina de la dirección. Su sola presencia hizo que los murmullos del pasillo se apagaran. La directora Romero parpadeó sorprendida al ver entrar al grupo de cuero negro.

—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó con cautela.

El motorista se presentó.

—Me llamo Raúl Herrera. Somos de la Hermandad de Acero, una asociación de veteranos. Íbamos pasando por aquí cuando vimos a unos de sus alumnos metiéndose con este chico.

Marcos estaba a su lado, con la mirada baja, pero los hombros un poco más rectos que antes.

La directora frunció el ceño.

—¿Acoso?

—Más bien una emboscada —dijo Raúl, sin alzar la voz—. Queríamos asegurarnos de que llegara a clase sano y salvo.

En menos de una hora, la historia ya corría por todo el instituto. Hugo y su grupo fueron llamados a la dirección. Sus excusas se desmoronaron en cuanto empezaron a hacerles preguntas. Cuando las cámaras de seguridad confirmaron lo ocurrido, el castigo fue rápido: suspensión y sesiones obligatorias con la orientadora.

Aquella tarde, al salir de clase, Marcos vio a los motoristas esperando junto a la verja. Raúl sostenía un casco de sobra.

—Súbete, chaval. Te llevamos a casa.

Marcos dudó.

—No sé si a mi mamá le va a parecer bien…

—Ya hemos hablado con ella —dijo Raúl con una sonrisa ladeada—. Nos espera allí.

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