Donde empezó el amor
Los años continuaron su marcha. Esperanza creció, terminó sus estudios y decidió dedicar su vida a algo que mucha gente consideraba duro y agotador: se convirtió en trabajadora social.
Su trabajo se centraba en ayudar a madres sin hogar, familias rotas, niños que dormían en albergues o en habitaciones compartidas. Recorrió barrios enteros, acompañando a mujeres que, como su madre, estaban asustadas, solas y a punto de rendirse.
Cuando alguien le preguntaba por qué había escogido ese camino, siempre sonreía con esa sonrisa suya, llena de luz y un poquito de melancolía.
—Porque, hace muchos años, diez motoristas me encontraron en la nieve —respondía—. Y alguien creyó en mí antes de que yo siquiera existiera.
Cada invierno, sin falta, volvía a la misma carretera donde todo había comenzado. Iba con una chaqueta de cuero negra, en la espalda el emblema bordado de los Lobos de Acero: un lobo metálico, con ojos que parecían brillar. A su lado, alguna moto siempre la acompañaba, conducida por uno de sus “tíos”.
Se detenían junto a la cruz, aun cuando el frío les entumecía los dedos. Esperanza dejaba flores frescas: a veces rosas blancas, a veces margaritas, a veces un pequeño ramo del color que hubiera sido más fácil conseguir ese año.
Se quedaba en silencio unos minutos, mirando el nombre de Lucía.
Recordaba a la mujer a la que nunca conoció de verdad, pero que le había dejado una carta y un nombre lleno de sentido: Esperanza. Recordaba la promesa que una noche hicieron diez desconocidos en medio de una tormenta.
La noche en que su madre murió fue la misma noche en que ella ganó diez padres.
Y la niña de la nieve, la Princesa de los Motoristas, por fin había encontrado su propio reino: un lugar hecho de segundas oportunidades, de familias escogidas y de amor que se niega a morir, incluso cuando el mundo entero parece congelarse.
