Doctora descubre el secreto de una niña de 13 años en Urgencias y toma una decisión inesperada

Doctora descubre el secreto de una niña de 13 años en Urgencias y toma una decisión inesperada

Las puertas automáticas del Hospital Nuestra Señora del Rosario se abrieron de golpe poco después de medianoche.

La doctora Ana Morales, que estaba terminando su turno en Urgencias, se giró al oír los pasos apresurados en el pasillo. Una chica pequeña, pálida, con aspecto de no tener más de trece años, avanzaba sujetándose el vientre, respirando con dificultad.

—Por favor… me duele mucho —susurró antes de casi desplomarse.

Las enfermeras corrieron con una silla de ruedas y la sentaron con cuidado.

—Tranquila, cariño —dijo Ana con voz suave—. ¿Cómo te llamas?

—Marta… Marta López —respondió la chica, con la voz temblorosa.

La doctora pidió que le tomaran las constantes y la llevaron a un box de exploración. Mientras la enfermera colocaba el tensiómetro, Ana intentó entender el origen del dolor.

—¿Desde cuándo te sientes así? ¿Comiste algo raro? ¿Has tenido fiebre? —preguntó despacio, sin presionarla.

Marta dudó. Tenía la mirada clavada en el suelo, los dedos enredados en el borde de la sudadera.

—Hace… un tiempo. Pero no quería venir.

Algo no encajaba. No eran simples retortijones. La frecuencia cardiaca era alta, el abdomen estaba hinchado de una forma que Ana no podía pasar por alto. Decidió pedir una ecografía “para quedarse tranquila”.

—Vamos a hacerte una eco, ¿vale? Solo para ver mejor qué pasa —explicó.

Marta se estremeció.

—¿Es necesario?

—Sí, mejor mirarlo bien. Estoy contigo, no te preocupes —respondió la doctora.

Pocos minutos después, la pantalla del ecógrafo se encendió. El gel frío sobre la piel de la chica la hizo encogerse un poco. La enfermera guardó silencio de inmediato. En el monitor apareció una imagen pequeña pero clara: un feto, de unas dieciséis semanas.

Ana se quedó quieta, con el transductor en la mano.

—Marta —dijo al fin, muy despacio—, estás embarazada.

Las lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas de la niña.

—Por favor… no se lo diga a mi madre. Me va a odiar —murmuró, ahogada por el llanto.

Las manos de Ana temblaron un poco, pero su voz se mantuvo firme.

—Marta, tienes trece años. Necesito saber qué ha pasado. ¿Quién es el padre?

La niña tragó saliva. Cuando habló, apenas se le entendía.

—Es… es Diego. Mi hermanastro. Me dijo que nadie me iba a creer. Que si hablaba, lo destrozaría todo.

El aire se volvió pesado. Diego. Veinte años, estudiante universitario, el hijo del nuevo marido de su madre.

Durante unos segundos, la doctora Ana no supo qué decir. Había visto muchas cosas en Urgencias, pero nunca se acostumbra una a escuchar algo así de labios de una niña. Sin embargo, su obligación era clara. Alargó la mano hacia el teléfono.

—No —suplicó Marta, con pánico en los ojos—. Por favor, no llame…

—Ahora estás a salvo —dijo Ana con suavidad, aunque en su voz se adivinaba una resolución firme.

Marcó el número de emergencias.

—Habla la doctora Ana Morales, Urgencias del Hospital Nuestra Señora del Rosario. Tengo una menor de trece años embarazada. Posible abuso sexual. Necesitamos que venga la policía —explicó con calma profesional.

Marta se tapó la cara con las manos y empezó a temblar. A lo lejos, se empezó a oír el sonido de una sirena acercándose.

Y aquello solo era el principio.

El inspector Javier Ruiz llegó al hospital en pocos minutos. Entró en el box con una expresión seria pero amable. Marta estaba sentada en la camilla, abrazada a una manta, las rodillas recogidas contra el pecho. La doctora Ana permanecía a su lado, como un punto fijo en medio del caos.

—Hola, Marta —dijo el inspector con voz tranquila—. Estoy aquí para ayudarte. Pero necesito que seas sincera conmigo. ¿Es verdad lo que le has contado a la doctora?

Marta lo miró, asustada, y luego miró a Ana. Al final, asintió.

—Sí.

La mandíbula de Ana se tensó, pero guardó silencio mientras Javier hacía más preguntas, con mucho cuidado, sin levantar la voz, sin presionarla. Poco a poco, la historia fue saliendo.

Meses atrás, la madre de Marta, Elena, se había vuelto a casar.

Diego, hijo del nuevo marido de Elena, se había ido a vivir con ellas. Al principio todo parecía normal. Él le ayudaba con los deberes, le preparaba tostadas cuando su madre hacía turnos de noche como auxiliar de enfermería. Parecía un hermano mayor atento.

Hasta que una noche, todo cambió.

—Entró en mi habitación —susurró Marta, con lágrimas cayendo sin parar—. Dijo que era un secreto. Que nadie me creería. Que si decía algo, se terminaría la familia.

Ana sintió cómo se le revolvía el estómago. Apretó los labios para no soltar toda la rabia que sentía.

Una hora después, llamaron a Elena para avisarle de que su hija estaba en Urgencias. Llegó corriendo, con la cara desencajada, sin entender nada. Entró en el box casi sin aliento.

—¡Marta! ¿Qué pasa? ¿Te has puesto mala? —empezó a decir.

Pero se quedó congelada al ver al inspector, a la doctora, y la imagen de la ecografía todavía detenida en la pantalla.

—Mamá… —sollozó Marta—. Lo siento.

La voz de Elena tembló.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó, aunque dentro de sí misma ya temía la respuesta.

En el silencio que siguió, se oía el pitido del monitor cardiaco. Finalmente, Marta murmuró:

—Diego.

Elena dio un paso atrás como si hubiera recibido un golpe en el pecho.

—No… no, él no… —musitó—. Él nunca…

Pero al mirar las manos de su hija, temblando, su cara llena de lágrimas, la negación se fue derrumbando. Se tapó la boca con la mano, y las lágrimas empezaron a rodar.

—Dios mío… mi niña…

El inspector Javier habló con calma.

—Señora López, vamos a necesitar su colaboración. De momento, Marta quedará bajo protección. Mañana tomaremos declaración formalmente, con una psicóloga infantil presente. Nuestro objetivo es protegerla.

Aquella noche, Marta fue trasladada a la planta de pediatría, en una habitación tranquila y segura, lejos del bullicio de Urgencias. Antes de marcharse, la doctora Ana pasó a verla. Llevaba en la mano un pequeño peluche de tortuga, comprado en la tienda del hospital.

—Te lo traigo por si te hace compañía —dijo, dejándolo en la mesilla—. No estás sola, ¿vale?

Marta lo miró, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

En el aparcamiento, Elena se quedó de pie junto al inspector. Tenía la voz rota, pero en sus ojos había una decisión nueva.

—Hagan lo que tengan que hacer —dijo—. Pero que no vuelva a acercarse a ella.

A la mañana siguiente, varios agentes se presentaron en el piso donde Diego compartía habitación con otros estudiantes. Cuando abrió la puerta y vio los carnés de la policía, la sonrisa confiada se le borró de golpe.

—Diego Pérez —dijo uno de los agentes—, queda detenido.

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