En el elegante restaurante “El Mirador Real”, en pleno centro de Madrid, sonaban las copas de cristal y la música clásica suave llenaba el aire. Los manteles blancos relucían bajo las lámparas, y las conversaciones eran bajas y educadas… hasta que las pesadas puertas de cristal se abrieron de golpe.
Dos chicos andaban descalzos casi, con la ropa sucia y rota. Sus caras estaban pálidas por el frío del invierno. Llevaban las zapatillas llenas de barro y los ojos, grandes y asustados, se movían de un lado a otro del salón. Las conversaciones se apagaron. Los camareros se quedaron inmóviles.
El mayor se acercó, con voz temblorosa, a una mesa donde una mujer de traje azul marino comía sola.
—Señora… —balbuceó—, ¿nos daría… lo que le sobre de la comida?
La mujer, Ana Morales, conocida empresaria y filántropa, levantó la vista. Al principio pensó que era otra petición de ayuda, una más entre tantas. Pero entonces, su corazón se detuvo.
Esa cara. Esos ojos verdes. Esa pequeña cicatriz sobre la ceja, la misma que su hijo se había hecho, a los seis años, al caerse de la bicicleta.
Ana se levantó de la silla, temblando.
—¿Diego? —susurró, casi sin voz.
El chico dio un paso atrás.
—¿Cómo sabe ese nombre? —preguntó, asustado.
La respiración de Ana se entrecortó. Todo el restaurante estaba en silencio absoluto. Con manos temblorosas, abrió su bolso y sacó una foto arrugada: un niño sonriente con gorra roja, abrazado a ella.
—Este eres tú, cariño —dijo, rompiéndosele la voz—. Eres mi hijo.
Diego negó con la cabeza, con tanta fuerza que su pelo se movió delante de los ojos.
—¡No! Mi mamá está muerta. Murió en el accidente de coche. ¡Eso me dijeron!
El niño pequeño que iba a su lado, de unos diez años, le agarró el brazo.
—Diego, quizá ella… —empezó.
—¡Cállate, Mateo! —gritó Diego, con los ojos abiertos de par en par—. ¡Está mintiendo!
Las lágrimas caían sin control por las mejillas de Ana.
—No, mi vida… —susurró—. A mí me dijeron que tú habías muerto. Me dijeron que no había nada que hacer. Pero yo nunca te olvidé. Cada año, cada día, te busqué. Nunca dejé de buscarte. Por favor, mírame.
Diego volvió a mirar la fotografía. El recuerdo que había intentado enterrar empezó a despertar: la luz de los faros, el ruido del cristal al romperse, el olor de hospital y un pasillo largo y frío.
Se dejó caer de rodillas, como si las piernas ya no pudieran sostenerlo.
—No entiendo nada —murmuró, con la voz rota.
Ana también cayó de rodillas frente a él y lo abrazó con fuerza, con miedo de que desapareciera si lo soltaba. El restaurante entero miraba, en silencio, sin saber qué decir.
—Eres tú —repetía ella una y otra vez, llorando—. Has vuelto conmigo.
Afuera, tras los ventanales, comenzaban a caer los primeros copos de nieve sobre la ciudad. Y en medio de aquel restaurante de lujo, una madre que se creía vacía abrazaba, por primera vez en siete años, al hijo que daba por muerto.
Esa misma noche, Ana llevó a Diego y a Mateo a su casa, una vivienda grande a las afueras de la ciudad. Los chicos iban en el asiento trasero del coche, muy quietos, todavía con el olor de la calle pegado a la piel y a la ropa.
Al entrar en la casa, ella los condujo a un comedor cálido, donde un cocinero ya había preparado la cena. Había pan caliente, sopa humeante y una fuente de pollo asado. Sin embargo, Diego no quiso probar bocado. Miraba las lámparas, el brillo del mármol en el suelo, los cuadros en la pared. Todo le parecía demasiado limpio, demasiado lejano a su vida.
—No puedo quedarme aquí —murmuró, bajito.
—Claro que puedes —respondió Ana, con voz suave—. Esta es tu casa.
Diego la miró con una mezcla de miedo y rabia.
—Si de verdad soy tu hijo… —dijo, apretando los dientes—, ¿por qué no me encontraste antes?
La pregunta la atravesó como un cuchillo. Ana se sentó a su lado, con las manos temblorosas.
—Lo intenté, Diego —susurró—. Después del accidente, los médicos y la policía me dijeron que no habías sobrevivido. Que no había ninguna posibilidad. Me caí al suelo. Creí que la vida se había terminado para mí. Pero nunca dejé de pensar en ti. Creé fundaciones, visité hospitales, fui a centros de menores, contraté investigadores privados… —se le quebró la voz—. Pero nunca pensé en buscar entre los niños que vivían en la calle. Nunca imaginé que estuvieras ahí.
Diego apretó las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Yo desperté en un hospital, solo —dijo—. Me dijeron que mi madre había muerto. Me mandaron a una casa de acogida. Pero allí… no nos trataban bien. A veces nos gritaban, a veces nos pegaban. Nadie se preocupaba de verdad. Un día, Mateo y yo decidimos escaparnos. Pensamos que en la calle, por lo menos, podríamos cuidarnos el uno al otro.
Mateo asintió despacio.
—Nosotros nos cuidamos —dijo en voz baja—. Nadie más lo hacía.
Las lágrimas volvieron a resbalar por el rostro de Ana. Alargó las manos y tomó las de ellos, una en cada mano.
—A partir de hoy no tendréis que huir nunca más —prometió—. Ni pasar frío, ni hambre, ni miedo. Lo juro.
Los días siguientes pasaron despacio, casi con timidez. Ana preparaba el desayuno ella misma, aunque no le hiciera falta. Dejó a un lado reuniones importantes para estar en casa cuando ellos despertaran. Se sentaba en el borde de la cama de Diego cuando él se despertaba sobresaltado por pesadillas con coches, sirenas y pasillos de hospital.
Mateo empezó a confiar antes. Le gustaba ayudar en la cocina, escuchar cómo Ana contaba historias de cuando Diego era pequeño, de la cicatriz en la ceja, de la bicicleta roja. Pero Diego vivía una lucha interna. A menudo se quedaba largo rato mirando las fotos de la casa: un niño más pequeño con la misma mirada, un cumpleaños con globos azules, una tarde en el parque. Era como mirar la vida de otro.
Algunas noches se encerraba en el cuarto y lloraba en silencio, sin saber si odiar esa nueva realidad, desearla o ambas cosas a la vez.
Una mañana, muy temprano, sonó el timbre de la entrada de la urbanización. Cuando Ana miró por la cámara, vio algo que le heló la sangre: un grupo de periodistas y fotógrafos con micrófonos y cámaras. Alguien había filtrado la historia.
Las noticias se llenaron de titulares: “Empresaria encuentra a su hijo entre niños sin hogar”. Las imágenes del restaurante se repitieron en programas y páginas web.
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