El llanto no paraba.
La pequeña Alma Ríos gritaba con tanta fuerza que su pechito subía y bajaba como si se le fuera el aire. Sus chillidos rebotaban por la cabina cómoda del vuelo 227, que iba de Madrid a Ginebra. En primera clase, varias personas se miraban con fastidio, se acomodaban en sus asientos de cuero y suspiraban con los ojos cerrados, como pidiendo un milagro.
Las azafatas iban y venían con la mejor intención, pero nada funcionaba: el biberón lo rechazaba, la mantita la pateaba, las canciones suaves no le hacían ni cosquillas. Una incluso le ofreció un chupete nuevo, y Alma lo escupió como si le ofendiera.
En medio de todo estaba Tomás Ríos, uno de los empresarios más ricos y conocidos del mundo hispano. En reuniones era duro, brillante, de esos que cierran tratos con una frase y una mirada. Pero ahí, a diez mil metros de altura, Tomás parecía otra persona: sin defensa, con la camisa un poco arrugada, el nudo de la corbata flojo, la frente húmeda de sudor.
Sostenía a su hija con desesperación, la mecía, caminaba dos pasos, volvía a sentarse, se levantaba otra vez. Nada. Alma lloraba más.
—Señor, quizá está muy cansada… —susurró una azafata con voz cuidadosa, casi como si también tuviera miedo de molestar a la niña.
Tomás asintió, pero por dentro se estaba rompiendo.
Su esposa, Clara, había muerto pocas semanas después de que naciera Alma. Una complicación que llegó rápido y se la llevó más rápido todavía. Desde entonces, Tomás había intentado seguir igual: la empresa, los números, los viajes, los inversores… y, al mismo tiempo, una bebé que parecía pedirle algo que él no sabía dar.
Esa noche, en el aire, su máscara de control se resbaló.
Entonces, desde el pasillo, una voz se atrevió a decir:
—Disculpe, señor… creo que puedo ayudar.
Tomás giró la cabeza.
De la zona de turista estaba de pie un chico delgado, de piel oscura, no tendría más de dieciséis o diecisiete años. Llevaba una mochila gastada pegada al pecho, como si fuera su única seguridad. Su ropa era limpia, sencilla: una sudadera lisa, unos pantalones normales, zapatillas con los bordes un poco deshilachados. En sus ojos había timidez… pero también una calma extraña, firme, como si no se dejara tumbar por nada.
En la cabina se levantó un murmullo. Algunas personas se miraron como diciendo: “¿Y este qué va a hacer?”
Tomás, con la garganta seca, preguntó:
—¿Quién eres?
El chico tragó saliva.
—Me llamo Mateo Vargas. Yo… yo ayudé a criar a mi hermanita. Sé cómo calmar a un bebé. Si me deja intentarlo…
Tomás dudó. Su instinto de hombre poderoso le gritaba que controlara todo, que protegiera a su hija, que no confiara en nadie. Pero el llanto de Alma le atravesaba el pecho como cuchillos. Y ya no podía más.
Despacio, asintió.
Mateo se acercó sin correr, sin presumir. Extendió los brazos con cuidado, como pidiendo permiso otra vez. Tomás se lo dio. En cuanto la bebé pasó a los brazos del chico, Mateo no hizo nada raro: no juguetes, no trucos. Solo la pegó a su pecho, le dio un abrazo suave y le susurró:
—Shhh… tranquila, chiquita… ya está… ya pasó…
La meció con un ritmo lento, seguro, y empezó a tararear una melodía bajita, como un canto que se canta en casa cuando no hay nadie mirando. Era tan suave que casi se confundía con el ruido del avión.
Y entonces pasó lo imposible.
Alma dejó de gritar.
Primero bajó el llanto a un quejido, luego a un suspiro corto. Sus manitas, que antes estaban apretadas, se aflojaron. Sus ojos parpadearon una vez, dos… y se cerraron. La respiración se hizo lenta, tranquila, como si por fin se sintiera a salvo.
La cabina quedó en silencio.
Todas las miradas estaban clavadas en el chico que sostenía a la hija del millonario como si fuera suya.
Tomás se quedó quieto, como si temiera que cualquier movimiento rompiera el hechizo. Por primera vez en horas, respiró de verdad. Y por primera vez en años, sintió algo moverse dentro de él.
Esperanza.
Se inclinó hacia Mateo y le habló bajito, con urgencia y asombro:
—¿Cómo lo has hecho?
Mateo encogió los hombros, con una sonrisa pequeña.
—A veces los bebés no necesitan que los “arreglen”. Solo necesitan sentirse seguros.
Tomás lo observó con más atención. La mochila gastada. La forma de sujetarla. La manera humilde de quedarse de pie sin hacerse grande. Todo hablaba de una vida difícil. Pero sus palabras tenían una madurez que no se compra con dinero.
Cuando el vuelo se calmó, Tomás le hizo un gesto al chico.
—Si quieres… siéntate aquí un rato. No… no sé cómo agradecerte esto.
Mateo dudó, mirando alrededor, como si tuviera miedo de que alguien lo regañara por estar ahí. Pero al ver que Alma seguía dormida, aceptó y se sentó con cuidado, dejando la mochila a sus pies.
Hablaron en voz baja mientras la niña dormía entre los dos, envuelta en su mantita por primera vez sin pelear.
Poco a poco, la historia de Mateo salió a la luz.
Vivía en la Ciudad de México, en una colonia donde las cosas no eran fáciles. Su mamá trabajaba de noche en un pequeño restaurante, lavando platos y sirviendo mesas cuando hacía falta. El dinero nunca alcanzaba bien, pero Mateo tenía un don: los números.
—Mientras otros juegan fútbol en la calle, yo me pongo a hacer cuentas —dijo, medio apenado—. Me gustan los problemas. Me tranquilizan. Es como… como poner orden cuando todo está revuelto.
Tomás levantó las cejas.
—¿Y a qué vas a Ginebra?
Mateo tragó saliva, como si le diera vergüenza decirlo en voz alta.
—A la Olimpiada Internacional de Matemáticas. Mi profe de la prepa me ayudó a inscribirme. Y en mi barrio hicieron una colecta: la gente puso lo que pudo. Unos dieron monedas, otros vendieron tamales, otros hicieron rifas. Me dijeron que si gano… quizá consigo becas. Quizá… un futuro.
Tomás se quedó mirando al frente, pero en realidad estaba viendo otra cosa.
Vio el fuego en los ojos del chico. Ese hambre de salir adelante sin pisar a nadie. Y de golpe recordó al niño que él había sido: el hijo de una familia humilde que llegó a España con una maleta vieja y un montón de miedo, trabajando y estudiando con la vergüenza siempre encima, soñando con un lugar donde respirar sin pedir permiso.
—Me recuerdas a mí —murmuró Tomás, casi sin darse cuenta.
Mateo lo miró, sorprendido. Era difícil imaginar que alguien como él hubiera pasado necesidad alguna vez.
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