Creí que el Calendario de Teo había terminado en la semana 52, pero a veces el duelo no se cierra con un “fin”, sino con una puerta entreabierta que vuelve a crujir cuando menos te lo esperas.
Y aquella puerta empezó a sonar el día que Teo me llevó, sin prisa y sin mirar atrás, hasta el banco de trabajo de mi padre.
Era marzo y el pueblo olía a tierra húmeda y a chimeneas apagadas tarde, como si el invierno se resistiera a soltar el abrigo. Yo ya tenía mi empleo remoto, mis videollamadas y mi rutina nueva, esa vida a medio camino entre la pantalla y la plaza, entre lo que fui y lo que estaba aprendiendo a ser.
Y aun así, había mañanas en las que me despertaba con la sensación de que faltaba algo, como cuando buscas las llaves en el bolsillo y no están.
Ese día, después de ver a Don Aurelio, Teo no quiso volver directo a casa. Tiró suave, lo justo para decirme “por aquí”, y me arrastró hasta el taller, ese lugar que yo había evitado desde el vídeo, porque allí la voz de mi padre seguía flotando entre las herramientas como polvo suspendido en un rayo de luz.
Abrí la puerta. El aire olía a aceite viejo, metal y madera. Teo entró primero, con una dignidad rara, como si supiera que no íbamos a arreglar un coche sino algo más difícil.
Se plantó delante del banco de trabajo y me miró. Luego bajó el hocico y golpeó una vez, dos, la pata de una cómoda baja que yo no recordaba.
—¿Qué quieres? —murmuré, sintiéndome tonto hablando con un perro como si fuera un guía turístico.
Teo insistió, ahora con un gemido corto. Yo me agaché, abrí el cajón, y me encontré con un objeto que no debería estar allí: un pequeño cuaderno de tapas negras, manchado de grasa, atado con una goma. En la portada, la letra de mi padre: “MANUAL PARA EL FANTASMA (Y PARA EL PERRO, QUE ES MÁS LISTO)”.
Me quedé quieto un momento, con el cuaderno en las manos. Teo se sentó. Me observaba como si esperara que leyera en voz alta, como si aquella fuera la orden de la semana 53.
Me senté en el suelo del taller, igual que la otra vez, y abrí el cuaderno. No había grandes frases, ni dramatismos. Era mi padre, en su versión más sencilla: instrucciones como si arreglara un motor que fallaba por una tontería.
“Si estás aquí, Iñigo, es que ya no te escondes detrás del móvil. Bien. Ahora viene lo difícil: dejar que el mundo te haga falta. No solo tú a él.”
Pasé la página. Había una lista corta, numerada, como un calendario sin sobres.
1. “Abre el taller dos tardes a la semana. No para trabajar, para estar.”
2. “Pon una jarra de agua para quien pase, y un cuenco para Teo.”
3. “No cobres. Si alguien insiste, que deje una cosa arreglada para otro.”
4. “Aprende a decir ‘no sé’ sin vergüenza. Teo ya lo sabe y no le pasa nada.”
5. “Cuando te dé miedo, hazlo igual, pero despacio.”
Tragué saliva. Sentí el nudo de siempre, pero esta vez no me cerró el pecho. Esta vez me empujó hacia delante, como una mano en la espalda.
Miré el taller. Las paredes estaban llenas de sombras antiguas: la bici de mi infancia, un radio viejo, cajas con tornillos, una estufa oxidada. La idea de abrir aquello al pueblo me dio pánico. Yo era el hijo que se fue, el de Madrid, el que sabía hacer gráficos, no enderezar chapas.
Teo apoyó el hocico en mi muslo. Me lamió, una sola vez, como diciendo: “Menos vueltas.”
Esa misma tarde pegué un folio en la puerta, escrito con mi letra, que no era la de mi padre, pero intenté que se pareciera: “TALLER ABIERTO. MARTES Y JUEVES, 18:00–20:00. PARA ARREGLAR COSAS PEQUEÑAS. TRAE PACIENCIA.”
Me senté en una silla de plástico con una caja de herramientas al lado y la jarra de agua sobre una mesa. Teo se tumbó en la entrada, como un portero serio.
Los primeros veinte minutos no vino nadie. Oía mi propio corazón, que hacía más ruido que la radio apagada. En mi cabeza, una voz cruel susurraba: “¿Quién te crees que eres?”
Entonces apareció la señora García, la de la valla, con una lámpara de pie que parpadeaba como un ojo cansado.
—¿Se puede? —preguntó desde la puerta, como si entrara en una iglesia.
—Claro —dije, y mi voz sonó más joven de lo que quería.
Dejó la lámpara en el banco de trabajo y, sin pedírselo, le acarició la cabeza a Teo. El perro no se movió, solo levantó la cola un segundo, como si eso ya fuera suficiente.
—Tu padre… —empezó ella, y se le quedó la frase en la garganta—. Bueno. A ver si esto tiene arreglo.
La lámpara tenía un cable pelado. Yo busqué un tutorial rápido en el móvil, me reí de mí mismo por tener que hacerlo así, y la arreglé con cinta aislante y un empalme decente. No era elegante, pero funcionó. La señora García me miró como si hubiera devuelto la luz a un faro.
—¿Cuánto te debo?
—Nada —respondí, recordando la lista.
Ella frunció el ceño, testaruda.
—Pues me lo apunto. La próxima vez te traigo rosquillas.
Esa tarde vinieron dos personas más: un chico con una puerta de armario descolgada y el cartero con una radio que solo pillaba ruido. Cada uno entraba mirando primero a Teo, como si el perro validara el lugar, como si dijera: “Aquí se puede estar sin quedar en ridículo.”
Yo terminaba las dos horas con las manos manchadas y la cabeza más ligera. No era felicidad de película. Era algo más humilde: la sensación de que mi padre no era un recuerdo que dolía, sino un hábito que continuaba.
La tercera semana del taller abierto, Teo empezó a caminar raro. No cojeaba siempre, pero había días en los que, al levantarse, movía la pata trasera con una lentitud que me helaba. Yo me agachaba a mirarle, le tocaba la cadera, intentaba adivinar dolor donde solo veía su paciencia.
—No me hagas esto ahora —le susurré una noche, en la cocina, como si pudiera negociar.
Teo me miró y bostezó, esa calma de perro que parece indiferencia pero es otra cosa: confianza. Aun así, la preocupación me mordía por dentro. El veterinario más cercano estaba a cuarenta minutos en coche.
Y yo, por primera vez en mucho tiempo, temí el dinero, no por lo que costara, sino por lo que significaba: que mi nueva vida podía tambalearse.
La mañana que lo llevé al veterinario, llovía fino. Teo subió a la camioneta con esfuerzo. Yo conduje con las manos apretadas al volante, como si el camino fuera un examen que podía suspender.
En la clínica, una mujer de unos cincuenta años, con bata y ojos de haber visto demasiados finales, palpó a Teo con cuidado. Él no se quejó. Eso me dio más miedo que un gemido.
—Tiene displasia y artrosis —dijo ella al final—. No es raro en perros grandes. Podemos tratar el dolor, fisioterapia, y hay opciones para mejorar su movilidad. Pero tendrás que adaptarle la rutina.
Yo asentí, tragando con fuerza.
—¿Va a…? —no pude terminar la frase.
La veterinaria me miró sin prisa.
—Va a ser un perro mayor. Y tú vas a aprender a cuidar de un mayor. No es el fin, es otra etapa.
Salí con una bolsa de medicación, una lista de ejercicios y un peso en el pecho que no era desesperación, era responsabilidad. En el aparcamiento, Teo se apoyó un segundo contra mi pierna, como si me dijera: “Ahora me toca a mí enseñarte.”
Los cambios fueron pequeños y enormes. Ya no corríamos detrás de las palomas. Caminábamos más despacio, con paradas largas. Teo se convirtió en un reloj distinto: el del banco al sol, el del agua fresca, el de los estiramientos en la alfombra del salón. Yo aprendí a medir el día no por productividad, sino por si él estaba cómodo.
Una tarde, mientras yo hacía sus ejercicios, llamaron a la puerta del taller. Era Jacinto. Llevaba la chaqueta militar, la barba más larga, y los ojos con una sombra nueva.
—¿Tienes un minuto? —dijo.
Teo levantó las orejas, feliz de verlo, y luego se sentó, atento, como si supiera que aquello no era visita de charla.
Jacinto se rascó la nuca, incómodo.
—Han puesto una valla bajo el puente. Dicen que van a “limpiar la zona”. Que no puedo estar ahí. Me dan tres días.
Clicca il pulsante qui sotto per leggere la prossima parte della storia. ⏬⏬






