El sonido profundo del órgano resonaba por toda la iglesia mientras yo permanecía de pie en el altar, con las manos temblando sobre la seda marfil de mi vestido de novia. Unas doscientas personas me miraban fijamente: amigos, familia, conocidos del trabajo… todos esperando el momento en que me convertiría en la señora de Nicolás Ríos.
La luz del mediodía se filtraba por las vidrieras de colores, dejando manchas de arcoíris sobre el suelo de mármol.
Pero mi corazón no latía por alegría. Golpeaba en mi pecho con una fuerza brutal, cargado de un conocimiento terrible que amenazaba con partirme en dos. ¿Cuánto tiempo llevaban mintiéndome?
Entre aquel mar de rostros expectantes, podía ver a mi madre en el primer banco, con un vestido verde esmeralda perfectamente combinado, sonriendo radiante. Parecía la imagen misma del orgullo materno. Veinticuatro horas antes, yo habría creído aquella sonrisa. Veinticuatro horas antes, todavía vivía en un mundo donde las madres protegían a sus hijas y el amor significaba algo sagrado.
Nicolás apretó mi mano. Sus ojos castaños brillaban con lo que, durante años, yo había creído que era devoción.
—¿Lista para esto, Celeste? —susurró, con esa seguridad en la voz que fue lo primero que me atrajo de él hacía tres años.
Le miré la cara: la mandíbula marcada que tantas veces había recorrido con la yema de los dedos, la boca que me había prometido un “para siempre”, y sentí cómo mi mundo se cristalizaba en una claridad perfecta… y terrible.
—Claro que estoy lista —respondí en voz baja, firme a pesar del terremoto que llevaba dentro—. Más lista de lo que te imaginas.
Tres meses antes yo era feliz. Ciegamente, ridículamente feliz.
Me llamo Celeste María Durán y, a los veintiocho años, creía tener la vida resuelta. Era la hija que mis padres siempre habían deseado: había terminado la carrera de Literatura en una universidad muy reconocida con las mejores calificaciones, trabajaba como editora sénior en una editorial de tamaño medio, y acababa de comprometerme con Nicolás Ríos, el “hijo de oro” de nuestra comunidad.
Nuestro compromiso había sido un cuento de hadas. Nicolás, de treinta y uno y peligrosamente atractivo, era hijo de un juez muy respetado y de una mujer conocida por su labor benéfica. Trabajaba como abogado corporativo en un despacho prestigioso de la ciudad, conducía un coche de lujo y me había pedido matrimonio en el gran teatro, durante el descanso de mi ballet favorito.
—Vas a tener una vida preciosa a su lado —me dijo mi madre, Diana, aquella noche, mientras admiraba el anillo de dos quilates que brillaba como una estrella atrapada en mi dedo—. La familia de Nicolás es muy importante. Has hecho un buen matrimonio, hija.
Debería haberme fijado en la forma en que lo dijo: no “vas a ser feliz” ni “es perfecto para ti”, sino “has hecho un buen matrimonio”. Como si hubiese cerrado un trato ventajoso y no encontrado a mi alma gemela.
Mi padre, el pastor Guillermo Durán, fue más reservado, pero igual de complacido. Llevaba décadas construyendo su reputación sobre los valores familiares y la moral tradicional, y ver a su única hija casarse con una familia tan respetada le parecía una bendición que confirmaba todo lo que había predicado durante treinta años.
—Nicolás es un buen hombre —me dijo, abrazándome con uno de esos abrazos suyos que lo envolvían todo—. Se nota cuánto te quiere, Celeste. Y, lo que es más importante, se nota cuánto le quieres tú a él.
Amor. Esa palabra que después me sabría a veneno.
La planificación de la boda nos devoró los dos meses siguientes. Mi madre se volcó en los preparativos con una intensidad que me conmovía y, a la vez, me agotaba. Insistió en encargarse de cada detalle: las flores, el banquete, la música, incluso mis citas para probarme el vestido.
—Este es el sueño de toda madre —repetía, hojeando revistas y haciendo llamadas sin parar—. Preparar la boda perfecta de su hija.
Yo agradecía su ayuda, incluso cuando a veces pasaba por encima de mis gustos. Cuando propuse llevar un ramo de flores silvestres, ella insistió en rosas blancas y peonías. Cuando yo quería un cuarteto de cuerda discreto, ella contrató una pequeña orquesta. Cuando mencioné que me gustaría escribir mis propios votos, me convenció de que los votos tradicionales eran más elegantes.
—Confía en mí, cariño —decía con esa sonrisa que yo había heredado de ella—. Una madre siempre sabe lo que es mejor.
A Nicolás le divertía nuestra dinámica familiar. Solía pasar por casa de mis padres sin avisar, encantándoles con historias del despacho y halagos sobre la comida de mi madre. Él y Diana se quedaban a menudo en la cocina mientras yo terminaba llamadas de trabajo o revisaba manuscritos; sus risas flotaban por nuestra casa de estilo colonial como si fueran música.
—Tu madre es increíble —me dijo una tarde mientras paseábamos por un parque, el mismo donde me había pedido que fuera su novia—. Está totalmente entregada a que todo salga perfecto para nosotros.
—Siempre ha sido así —respondí, apretándole la mano—. Cuando era niña, pasaba semanas planeando mis fiestas de cumpleaños. Cada detalle tenía que ser impecable.
—Y seguro que lo eran —dijo, deteniéndose para mirarme a los ojos y enmarcar mi rostro con las manos—. Igual que tú eres perfecta.
Debería haberme preguntado por qué hablaba tanto de mi madre. Debería haberme fijado en cómo se le quedaba la mirada pegada a ella cuando reía, o en que siempre parecía saber exactamente qué vino llevar a casa para verla sonreír de satisfacción.
Pero estaba enamorada. Y el amor, iba a aprenderlo por las malas, nos deja espectacularmente ciegos.
La primera grieta apareció tres semanas antes de la boda. Pasé por casa de mis padres después del trabajo para terminar el plano de las mesas, cargando tarjetas de confirmación y con el portátil pesándome en el hombro. La casa estaba extrañamente silenciosa cuando abrí la puerta.
—¿Mamá? ¿Papá? —llamé, dejando mis cosas en la entrada.
—En la cocina, cariño —respondió mi madre. Pero su voz sonó distinta: entrecortada, casi nerviosa.
La encontré de espaldas, frente al fregadero, lavando platos que estaban claramente limpios. Su pelo oscuro, habitualmente impecable, estaba un poco revuelto, y cuando se giró, tenía las mejillas sonrosadas.
—Ay, Celeste, no te esperaba tan pronto.
—Son las seis y media —miré mi reloj—. Llego a esta hora todos los miércoles.
—Claro, claro —se secó las manos en un paño, evitando mirarme a los ojos—. Tu padre está en la iglesia, reunión de la junta.
Algo no cuadraba, pero no conseguía identificar qué. La cocina no olía a las velas de vainilla que tanto le gustaban, sino a otra cosa… algo masculino, caro, desconocido.
—¿Ha estado alguien aquí? —pregunté, sentándome en la isla de la cocina con las tarjetas en la mano.
—¿Qué? No, solo yo —contestó dándose la vuelta hacia el fregadero—. ¿Qué tal te fue el día, cielo?
Estuve a punto de dejarlo pasar. A punto. Pero entonces vi algo en la encimera: una taza de porcelana del juego “bueno”, el que solo sacábamos cuando venían invitados especiales. Aún estaba tibia.
—Mamá, ¿de quién es esta taza?
Sus hombros se tensaron.
—Mía, claro. Tú por las tardes siempre tomas té.
—Pensé que ya no tomabas café —dije despacio.
—Hoy estaba cansada. Necesitaba cafeína —respondió con rapidez.
La mentira quedó flotando entre nosotras como un cable pelado. Mi madre nunca había sido buena mintiendo. Sus señales me las sabía de memoria: evitaba el contacto visual, la voz le temblaba un poco y se ponía a limpiar compulsivamente.
Pero la quería. Y confiaba en ella. Así que decidí creerla.
—Vale —dije simplemente, abriendo la primera tarjeta de confirmación—. Vamos a organizar estas mesas.
La tarde siguió como siempre, pero algo había cambiado. La pillé mirando el móvil a cada rato, con los dedos tamborileando nerviosos sobre la encimera. Cuando Nicolás me escribió sobre las ocho para decirme que se quedaba trabajando hasta tarde y que nos veríamos al día siguiente, noté cómo el cuerpo entero de mi madre se relajaba.
La segunda grieta llegó una semana después. Nicolás estaba raro, distante, diciendo que tenía demasiado trabajo. Había cancelado nuestras cenas de los jueves dos veces seguidas y se había perdido la cita para probar la tarta de boda. Cuando llamé a su oficina, su secretaria me dijo que se había marchado temprano.
Conduje hasta su edificio, una torre moderna con portero en una zona acomodada. El ascensor hasta el piso donde vivía se me hizo eterno. Llamé a la puerta y, al no recibir respuesta, abrí con mi llave.
—Nicolás, ¿estás bien?
El piso estaba a oscuras, pero su coche estaba en el garaje. Llamé de nuevo, avanzando por aquel lugar donde ya habíamos empezado a planear cómo redecorar después de la luna de miel. El salón estaba vacío, pero había una copa de vino en la mesa de centro. Una sola. Y en el borde, una marca de pintalabios de un tono que yo nunca había usado.
—Nicolás —insistí, probando la puerta del dormitorio. Estaba cerrada con llave. Eso sí que era raro. Él nunca cerraba con llave.
—Estoy aquí —dijo al otro lado, la voz apagada, extraña—. No me encuentro bien, Celeste. Creo que algo me sentó mal.
—Déjame pasar, te cuido.
—No, no. No quiero contagiarte nada. Te llamo mañana, ¿sí?
Me quedé allí, frente a aquella puerta cerrada. En tres años, Nicolás jamás había rechazado que lo cuidara cuando se encontraba mal. Era de los que querían que los mimasen hasta por un simple dolor de cabeza. Pero una vez más elegí la confianza por encima de la sospecha.
—Que te mejores —dije, apoyando la mano en la madera—. Te quiero.
—Yo también te quiero —contestó él, un segundo demasiado tarde.
La verdad tiene la costumbre de salir a la luz, como el agua colándose por cualquier grieta. Dos días antes de mi boda, la presa reventó.
Estaba en la oficina, intentando concentrarme en un manuscrito sobre poesía medieval cuando sonó mi móvil. En la pantalla, el número de mi madre.
—Celeste, cariño, necesito un favor.
—Claro, dime. ¿Qué pasa?
—Me he dejado los programas de la boda en el coche y tengo comida con una señora del comité de flores. ¿Te puedes pasar por la casa y cogerlos? Están en mi coche, en un sobre marrón, en el asiento del copiloto.
—Sin problema.
El trayecto hasta casa de mis padres me llevó unos veinte minutos. Abrí el portón con mi llave y aparqué detrás del coche de mi madre. El coche estaba abierto, como siempre, porque “en el barrio no pasa nada”. Abrí la puerta del copiloto y vi enseguida el sobre marrón, pero algo más llamó mi atención.
Entre los asientos, medio escondida, había una libreta de cuero negro. No le habría dado importancia… de no ser porque mi nombre estaba escrito en la portada con la letra perfectamente reconocible de mi madre.
Las manos me temblaban mientras la abría.
La primera página tenía fecha de tres meses atrás, justo después de que anunciara el compromiso.
“Nicolás Ríos es todo lo que yo debería haber elegido. Guapo, exitoso, de buena familia. En cambio, me conformé con Guillermo y su vida de pastor de clase media. Pero quizá no sea demasiado tarde. Tal vez también yo merezca algo hermoso, aunque sea una vez.”
La libreta se me resbaló de los dedos. Me senté en el asiento del conductor del coche de mi madre, mirando aquella letra que tantas listas de la compra y notas de cariño me había escrito, mientras el mundo se me inclinaba.
Con la respiración agitada, recogí la libreta y seguí leyendo.
“Me mira como Guillermo me miraba antes, cuando los años y la rutina aún no lo habían desgastado. Cuando Nicolás alaba mi vestido o mi comida, recuerdo lo que era sentirme deseada. Hoy se quedó después de que Celeste se fuera al trabajo. Hablamos horas de libros y de viajes. Dijo que estaba desperdiciada en una vida tan pequeña. Tiene razón.”
“Sé que esto está mal. Sé lo que le haría a Celeste si se enterara. Pero ¿cuándo fue la última vez que alguien me eligió de verdad? No por deber, no por costumbre, sino porque me quería a mí.”
Página tras página, entrada tras entrada, la letra cuidadosa de mi madre describía con detalle la lenta, deliberada seducción de mi prometido.
Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬






