Las damas de honor y el fotógrafo se apartaron discretamente para darnos intimidad. Tomé las manos de mi padre; esas manos fuertes y amables que habían bendecido a tantas parejas, que me habían levantado cuando me caía de pequeña, que me enseñaron a conducir y a rezar, que siempre habían sido refugio.
—Papá, tengo que decirte algo antes de que caminemos hacia el altar.
—Claro, hija. ¿Qué pasa?
Saqué el diario de mi madre de mi bolso y se lo puse en las manos.
—Lo encontré en su coche ayer.
Él frunció el ceño, sin entender al principio, pero vi cómo la expresión se le apagaba a medida que leía. El color le abandonó la cara, los labios se le entreabrieron y las manos empezaron a temblarle.
—Celeste… —susurró—. Esto no puede ser. Tu madre nunca…
—Mira las fechas, papá. Léelo todo.
Se dejó caer en una silla, con el diario todavía abierto, los ojos recorriendo página tras página de traición.
Me arrodillé a su lado, la tela del vestido extendiéndose a nuestro alrededor como leche derramada.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó al fin.
—Desde ayer. Lo siento, papá. Lo siento mucho.
Alzó la vista. Aquel hombre que había construido su ministerio sobre la santidad del matrimonio y la familia tenía ahora la mirada rota.
—¿Qué vamos a hacer? —murmuró.
—Vamos a caminar por ese pasillo —respondí con firmeza—. Y vamos a dejar que todos vean quiénes son en realidad Diana Durán y Nicolás Ríos.
—Celeste, no. Piensa en el escándalo, en la vergüenza…
—La vergüenza no es nuestra, papá. Es de ellos.
Lo vi luchar en silencio contra treinta años de costumbre: resolver los problemas de familia en privado, hablar bajito, cerrar puertas.
—Hay doscientas personas ahí fuera —dijo al cabo de un rato.
—Doscientas personas que nos quieren y que merecen saber la verdad antes de presenciar lo que creen que es un acto sagrado. Tu reputación…
—Mi reputación será la de un hombre que se negó a ser tomado por tonto. La de alguien que eligió la dignidad antes que el silencio.
Un golpe en la puerta interrumpió nuestra conversación.
—Cinco minutos —avisó la coordinadora de la boda desde fuera.
Mi padre se levantó despacio, como si le pesara el cuerpo entero. Durante un segundo temí que se desmayara. Pero enderezó los hombros y me miró con algo parecido al orgullo.
—Eres más valiente de lo que yo he sido nunca —dijo, en voz baja.
—Aprendí de ti —respondí.
Me ofreció su brazo y caminamos juntos hacia las puertas que daban al templo.
A través de los cristales pude ver la iglesia llena de invitados. El altar, adornado con rosas blancas y peonías, tal como mi madre había querido. El cuarteto de cuerda tocaba el Canon de Pachelbel, llenando el aire con una melodía suave.
Nicolás esperaba al fondo, impecable en su traje oscuro, la imagen perfecta del novio exitoso y enamorado. Sus amigos lo flanqueaban como un cortejo cuidadosamente escogido. En la primera fila, mi madre, radiante con su vestido esmeralda, se secaba los ojos con un pañuelo de encaje. Parecía exactamente lo que todo el mundo espera de una madre de la novia: orgullosa, elegante, emocionada por la felicidad de su hija.
Qué buenos actores, pensé. Podrían estar en un escenario en vez de en mi vida.
La música del cortejo nupcial comenzó y las puertas se abrieron. Mis damas de honor avanzaron por el pasillo sonriendo, hasta colocarse en su sitio. Después empezó la marcha nupcial y todos los presentes se pusieron en pie.
—¿Lista? —susurró mi padre.
Apreté su brazo.
—Lista.
Entramos en la iglesia, y sentí doscientos pares de ojos clavarse en mí. Los flashes de las cámaras. Sonrisas. Susurros sobre lo bonita que estaba. La cara de Nicolás se iluminó al verme; sus ojos parecían llenos de amor. Mi madre se llevó el pañuelo otra vez a la cara, con gesto emocionado.
Qué curioso, pensé. Hasta el último segundo, siguen creyendo que el teatro es perfecto.
Llegamos al altar. Mi padre puso mi mano en la de Nicolás antes de ir a sentarse, ese gesto simbólico de “entregar” a la hija. A mí me pareció como ponerme en manos de mi enemigo.
—Queridos hermanos —empezó el pastor que oficiaba, con la voz amplificada por los altavoces—, estamos reunidos hoy para ser testigos de la unión de Nicolás Ríos y Celeste Durán en santo matrimonio.
Le dejé hablar. Seguí el hilo de la ceremonia tradicional, esperando mi momento.
Nicolás apretó mi mano y yo se la devolví. En la primera fila, mi madre nos miraba con brillo en los ojos. Ninguno de los dos tenía idea de lo que se avecinaba.
—El matrimonio no es algo que deba tomarse a la ligera —continuó el pastor—, sino con reverencia, de manera deliberada y conforme al propósito para el que fue instituido.
Cuánta ironía, pensé. Hablemos de reverencia. Hablemos de propósitos.
—Si alguien sabe de algún impedimento por el cual estos dos no deban unirse en matrimonio, que hable ahora o calle para siempre.
Ese era el momento clásico. Podría haberlo dicho ahí mismo. Podría haber soltado la bomba.
Pero me quedé callada. Dejé que la ceremonia siguiera. Quería que se sintieran seguros. Quería que creyeran que habían ganado.
—Nicolás —prosiguió el pastor—, ¿aceptas a Celeste como tu esposa, prometes serle fiel en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, amarla y respetarla todos los días de tu vida, renunciando a cualquier otra persona?
Nicolás me miró a los ojos, con voz firme:
—Sí, acepto.
Renunciando a cualquier otra persona. La mentira era tan descarada que casi me entró la risa.
—Celeste —dijo el pastor—, ¿aceptas a Nicolás como tu esposo, prometes serle fiel…?
Ese era mi instante. Podía decir “sí, acepto” y convertirme en cómplice de mi propia humillación, o podía quemarlo todo con la verdad.
Miré a la gente. Caras conocidas desde mi infancia. Vi a mi padre en primera fila, con los ojos llenos de lágrimas y de orgullo a la vez, animándome sin palabras. Vi a mi madre, todavía con el pañuelo en la mano, convencida de que estaba viviendo el día más importante de su vida… a costa del mío.
—En realidad —dije, con la voz clara, que resonó gracias al micrófono por toda la iglesia—, antes de responder tengo algo que decir.
La iglesia calló de golpe. Hasta el cuarteto dejó de tocar. Nicolás me apretó la mano con fuerza, la sonrisa temblándole.
—Celeste… —murmuró el pastor—. ¿Está todo bien?
—Todo está perfecto —respondí, dándome la vuelta para encarar a los invitados. Un mar de ojos confundidos me miraba—. Solo me he dado cuenta de que, antes de hacer la promesa más importante de mi vida, debo ser completamente honesta. Con todos.
Nicolás tiró de mi mano.
—¿Qué estás haciendo? —susurró con los dientes apretados.
Solté su mano y di un paso hacia el micrófono. En la primera fila, mi madre se quedó rígida, con el pañuelo inmóvil sobre las rodillas.
—Quiero dar las gracias a todos por estar aquí —empecé—. De verdad significa mucho para mí que hayan venido a presenciar lo que pensaban que iba a ser el comienzo de mi cuento de hadas.
Un murmullo empezó a recorrer los bancos. Vi a Priya al fondo, con la cámara preparada.
—Pero he aprendido hace poco que los finales felices se construyen sobre la verdad, no sobre mentiras bonitas. Y hay algo que todos ustedes deben saber antes de que esta ceremonia continúe.
—Celeste —insistió Nicolás, intentando recuperar mi mano—, basta.
—Ayer descubrí que mi prometido y mi madre llevan meses teniendo una aventura.
Las palabras explotaron en el aire como un petardo en una iglesia silenciosa. Hubo gritos ahogados, alguien dejó caer un misal, otras personas se llevaron la mano a la boca.
—Encontré el diario de mi madre, donde detalla su relación con él —continué, cada vez con la voz más firme—. Tres meses de encuentros a escondidas, de mentiras, de traiciones. Tres meses riéndose a mi costa.
Mi madre se puso en pie de golpe, la cara roja.
—Celeste, basta con esta locura.
—Siéntate, Diana —tronó la voz de mi padre desde la primera fila. Se había levantado también, sujetando el diario en la mano. Su tono, endurecido por treinta años de sermones, no admitía réplica.
Mi madre se dejó caer otra vez en el banco como si la hubieran empujado.
Nicolás miraba a todos lados, buscando desesperado una salida.
—Tiene que haber un error —balbuceó—. Se está malinterpretando algo.
—¿También se malinterpreta que anoche te quedaste a dormir en casa de mis padres mientras mi padre estaba en una reunión? —pregunté, mirando directamente a su padre, el juez—. ¿Y que has usado la tarjeta de crédito conjunta para comprar vinos caros justo de las marcas que mi madre menciona en su diario?
La gente giró la cabeza para mirar a la primera fila. El rostro del padre de Nicolás estaba blanco.
—Nicolás, dime que no es verdad —susurró.
Nicolás abrió la boca, pero no le salió ninguna de sus famosas explicaciones de abogado. Solo silencio.
En la primera fila, mi madre empezó a llorar de verdad. No las lagrimitas delicadas de una madre emocionada, sino sollozos feos, rotos, de alguien que ve cómo se le viene abajo la fachada de perfección.
—Celeste, por favor —gimió—. No entiendes…
—Entiendo perfectamente —le respondí—. Entiendo que decidiste que la felicidad de tu hija era un precio razonable para sentirte deseada otra vez. Entiendo que miraste a mi prometido y pensaste que lo merecías más que yo.
—Nunca quise…
—Nunca quisiste que te descubrieran —la corté.
El silencio que siguió pesaba más que cualquier sermón. Todo el mundo entendía. Nadie podía fingir que no.
Volví a mirar al resto.
—Quiero que sepan que esto no va de venganza —dije—. Va de verdad. Va de negarme a construir mi vida sobre las mentiras de otros. Y va de elegir amarme a mí misma por encima de quienes eligieron traicionarme.
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