El día en que un campesino corrió hacia un grito y encontró algo que cambió su destino para siempre

El día en que un campesino corrió hacia un grito y encontró algo que cambió su destino para siempre

El silbato del tren cortó el aire del atardecer, y cuando Joaquín corrió hacia el sonido, encontró una escena tan terrible que jamás volvería a ser el mismo.

Era, en apariencia, solo otra tarde tranquila. Joaquín Herrera, un campesino viudo de 42 años, volvía a casa caminando junto a la vieja vía del tren que atravesaba los campos detrás de su pequeña finca, a las afueras de un pueblo del interior. Sus botas crujían sobre la grava, cada paso marcando el ritmo de una vida hecha de rutina y silencio.

Desde que su esposa había fallecido dos años antes, los días de Joaquín eran siempre iguales: trabajo en el campo, madrugones, noches solitarias y el recuerdo de la risa de su hija de 11 años, Lucía, que vivía en la capital estudiando y quedándose entre semana con sus abuelos.

Pero aquella tarde, la calma se rompió en mil pedazos.

Un grito agudo, desesperado, desgarró el aire. No era el chillido de un animal; era humano, cargado de terror. Joaquín se quedó helado. Después llegó otro grito, más ahogado, y el lejano rugido de un tren que se acercaba.

Sin pensar, echó a correr. El corazón le golpeaba el pecho, el suelo vibraba bajo sus pies. Al tomar una curva de la vía, la escena que vio lo heló por dentro.

Una mujer joven estaba atada a las vías. Tenía las muñecas sujetas con una cuerda gruesa, y el tobillo encadenado al raíl de acero. Su vestido, desgarrado, se pegaba a la piel llena de moratones. Su largo cabello castaño estaba enredado con polvo y sudor. Pero lo que hizo que el estómago de Joaquín se retorciera no fue eso, sino el pequeño bebé que la mujer apretaba contra el pecho, envuelto en una manta rasgada, llorando débilmente.

El silbato del tren sonó de nuevo, mucho más cerca.

—No, no, no… —murmuró Joaquín, echando a correr con todas sus fuerzas.

Se tiró de rodillas junto a la mujer.

—¡Quietita! ¡Te sacaré de aquí! —gritó, sin saber si ella le oía entre el ruido creciente.

Los ojos de la mujer se abrieron apenas.

—Por favor… mi niña —susurró, casi sin voz.

Joaquín sacó la navaja que siempre llevaba en el bolsillo y empezó a cortar las cuerdas. El tren estaba tan cerca que ya sentía el suelo temblar y los raíles vibrar con violencia. La hoja se le resbalaba; tenía las manos empapadas en sudor.

—¡Vamos, vamos! —jadeó, serrando la cuerda con desesperación.

Al fin, la cuerda cedió. Liberó sus muñecas y enseguida fue al tobillo encadenado. Con un esfuerzo casi desesperado, consiguió soltar el enganche de la cadena. Agarró a la madre y al bebé y rodó con ellos fuera de las vías justo cuando el tren pasaba rugiendo, tan cerca que la ráfaga de aire lo tiró al suelo.

El ruido le atronó los oídos; el aire caliente y el viento le golpearon la cara. Cuando el tren terminó de pasar, Joaquín se quedó unos segundos tumbado en la grava, jadeando, con la mujer y el bebé entre sus brazos… vivos.

Durante un largo momento solo pudo mirarlos, temblando al pensar lo cerca que habían estado de morir. La mujer temblaba, aferrada a su hija.

—Gracias… —murmuró, casi sin voz.

Pero cuando Joaquín se encontró con su mirada, vio algo más que miedo. Había un secreto allí, algo que ella todavía no se atrevía a decir.

Llevó a la mujer y a la niña hasta su casa, una modesta casa de campo con paredes encaladas, en el borde del pueblo. Cuando llegó, el sol ya se había escondido detrás de los montes.

Su vecina, doña Rosario, una viuda mayor que vivía en la parcela de al lado, oyó la puerta y salió, apoyándose en su bastón.

—¡Madre mía, Joaquín! —exclamó al ver las muñecas de la mujer, enrojecidas y llenas de marcas de cuerda—. ¿Qué ha pasado aquí?

—La he encontrado atada a las vías —dijo él, todavía sin aliento—. Alguien ha querido matarla.

Entre los dos, acostaron a la mujer en el viejo sofá del salón. Doña Rosario tomó al bebé en brazos con una ternura que solo dan los años. La pequeña, de apenas unas semanas de vida, lloriqueaba por puro agotamiento.

La mujer se llamaba Ana Morales, como descubrió Joaquín después. Al principio casi no hablaba. Se quedaba inmóvil, con la mirada perdida, como si su mente siguiera allí, en aquellas vías.

Esa noche, Joaquín no pudo dormir. Cerraba los ojos y volvía a ver la escena: la cuerda, el llanto del bebé, la mirada aterrada de Ana. ¿Quién podía hacer algo así? ¿Y por qué?

A la mañana siguiente, Ana estaba despierta pero muy pálida. Joaquín le llevó un plato de comida sencilla y se sentó cerca.

—¿Quién te hizo eso? —preguntó con suavidad.

Los labios de Ana temblaron.

—Me están buscando —susurró—. Van a volver.

—¿Quiénes?

Ella dudó, apretando a su bebé contra el pecho como si quisieran arrancársela.

—La familia de mi marido —dijo por fin—. Ellos creen que yo les manché el honor. Cuando él murió, me culparon. Dijeron que había deshonrado su apellido. Yo me fui, me escondí, pero me encontraron.

Un sollozo se le escapó de la garganta.

—Quieren que me calle para siempre… —añadió, con voz rota—. Y quieren llevarse a mi hija.

Joaquín apretó la mandíbula.

—Aquí estás a salvo —respondió, con firmeza.

Pero Ana negó con la cabeza.

—Nadie está a salvo cuando alguien busca venganza —murmuró, mirando hacia la ventana.

En los días siguientes, Ana fue recuperándose poco a poco. Doña Rosario se ocupó de curarle las heridas con remedios caseros, de preparar caldos y tés, de enseñarle cómo se organizaban las cosas en el pueblo. Ana ayudaba con las tareas, daba el biberón a su hija y, de vez en cuando, se le escapaba una sonrisa tímida.

Aun así, sus ojos se iban a menudo hacia la carretera que se veía a lo lejos, como si en cualquier momento fuera a aparecer alguien.

Una tarde, Joaquín volvió del pueblo con el ceño fruncido. Había pasado por la tiendita de ultramarinos, y el dueño le había contado algo que lo dejó intranquilo: dos hombres habían ido preguntando por una mujer joven con un bebé recién nacido. Habían ofrecido dinero a quien les diera alguna pista.

Aquella noche, mientras el viento golpeaba las contraventanas, Joaquín sacó su vieja escopeta del armario. Cargó con calma, apagó casi todas las luces y se sentó junto a la ventana, vigilando la oscuridad del camino. La lámpara del salón apenas alumbraba un rincón.

Ana estaba de pie junto a la puerta, con su hija en brazos. Sus ojos se encontraron: miedo en los de ella, determinación en los de él.

—Si vienen —dijo Joaquín en voz baja—, primero tendrán que pasar por encima de mí.

Como si el destino hubiera estado esperando esa frase, se empezó a oír un sonido lejano en el valle: cascos de caballos golpeando la tierra, acercándose despacio, seguros, como quien sabe adónde va.

Los cascos sonaban cada vez más fuertes. Joaquín apretó con fuerza la culata de la escopeta. La luz de la luna bañaba los campos, dibujando las siluetas de tres jinetes que avanzaban hacia la casa.

Doña Rosario, que se había quedado a dormir allí por si Ana necesitaba ayuda con la niña, apagó la lámpara del todo.

—Ya la han encontrado —susurró.

Ana abrazó a su bebé con los brazos temblorosos.

—Son ellos —logró decir.

Los jinetes se detuvieron al borde del patio, junto a la valla de madera. El más corpulento, un hombre ancho de hombros con una cicatriz que le cruzaba la mejilla, alzó la voz:

—Sabemos que está ahí dentro —gritó—. ¡Sal, campesino! Esa mujer es de nuestra familia. Nos la llevamos.

Joaquín salió al porche, con la escopeta en las manos, pero sin apuntar directamente.

—Aquí nadie es propiedad de nadie —respondió, con voz firme—. Daos la vuelta y marchaos.

El hombre de la cicatriz soltó una risita fría.

—Te vas a arrepentir de esto —dijo, escupiendo al suelo.

Antes de que sacara su pistola, Joaquín disparó al aire, muy cerca, un tiro de advertencia que hizo volar algunas astillas de la valla. Los caballos se encabritaron, los otros dos hombres dudaron.

Entonces, todo ocurrió muy rápido. Uno de ellos disparó hacia la casa, rompiendo un cristal de la ventana. Doña Rosario soltó un grito ahogado. Ana se agachó en el suelo, protegiendo a su hija con el cuerpo.

Joaquín se movió con una calma que solo da la experiencia de quien ha pasado muchas noches solo con sus miedos. Volvió a cargar y disparó cerca de los hombres, obligándolos a resguardarse tras el carro que había junto al camino. Uno cayó del caballo, rodando por la tierra. El otro se escondió detrás de un árbol, maldiciendo en voz baja.

El hombre de la cicatriz, con la cara desencajada, se agachó, recargó su arma y apuntó hacia el porche, donde Joaquín apenas tenía cobertura.

Dentro de la casa, Ana dejó a la niña a salvo en una cuna improvisada sobre el suelo, en la esquina más alejada de las ventanas. En la cocina, vio la pequeña pistola que Joaquín guardaba en lo alto de un estante. La tomó con manos temblorosas.

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