El día en que un chaleco de cuero casi separa a un padre de su bebé prematura en la UCIN

“Miguel.”

Me giré.
La doctora Jimena Valdés.
Neonatóloga.
La había conocido en la visita guiada a la UCIN seis meses antes.
Cuando aún pensábamos que el parto sería normal.

“Tu hija está muy inestable”, dijo en voz baja. “Distrés respiratorio. La tenemos con ventilación, pero… deberías estar con ella.”

“No va a entrar hasta que se quite el símbolo de banda”, interrumpió Hernández.

La doctora Valdés miró mi chaleco.
Pero lo miró de verdad.

“Marta, esos son parches de servicio. Es un veterano y voluntario.”

“El parche del club de motoristas lo convierte en colores de pandilla. La política es la política.”

“La política se refiere a bandas criminales. No a organizaciones de veteranos y voluntarios.”

“Un club de motoristas es un club de motoristas.”

La doctora Valdés se volvió hacia mí.
“Lo siento. Te informaré en cuanto…”

“Se llama Alma”, dije. “La llamamos Alma como mi abuela. ¿Ella… tiene alguna posibilidad?”

“Las próximas horas son críticas. Lo siento, tengo que volver.”

Desapareció detrás de esas puertas cerradas.
Volvió al lugar donde mi hija luchaba por su vida.
Al lugar donde yo debería estar.

Me dejé caer al suelo.
Allí mismo en el pasillo.
Ya no confiaba en mis piernas.
Las tres horas de adrenalina me pasaban factura.
La realidad me golpeaba.
Mi niña podía morirse.
Y yo no la tendría en brazos cuando ocurriera.

Empecé a llamar.

“Juan, soy Miguel. Te necesito en el Hospital Infantil. Ahora… Sí, trae a todos.”

Hernández sonrió de lado.
“¿Llamando a tu banda? Haré que seguridad los espere.”

“No es una banda, señora. Son hermanos. Hermanos que saben lo que es ser juzgados por la apariencia en vez de por el servicio.”

Se marchó.
Seguramente a llamar a seguridad.
Bien. Que vinieran.

Llamé a la habitación de Laura.
“Cariño, Alma está luchando. Es fuerte. Los médicos están con ella.”

“¿Y tú por qué no estás con ella?”

“Un problema con una norma del hospital. Lo estoy solucionando.”

“Miguel, por favor. Ella necesita a su papá.”

“Lo sé, amor. Lo sé.”

Cuarenta minutos después, empezaron a llegar.

Juan fue el primero.
Veterano mayor. Sesenta y tantos.
Rodó casi dos horas sin parar.
Su chaleco también cubierto de parches de años de servicio y rutas solidarias.

Luego llegó Tomás.
Voluntario de rescate.
Perdió una pierna en un accidente ayudando en una inundación.
La prótesis no le impedía subir escaleras como si nada.

Después, “el Gordo” Luis.
Años como socorrista en emergencias.
Más reconocimientos de los que cabían en su chaleco.

Para las siete de la mañana, doce miembros de Hermanos de Ruta estaban de pie en ese pasillo.
Todos con sus chalecos.
Todos con sus parches.
Un servicio acumulado que abarcaba décadas y medio mundo.

Hernández regresó con tres guardias de seguridad.

“Caballeros, voy a pedirles que se marchen.”

“Señora”, dijo Juan, con voz tranquila pero firme, “esa es la hija de Miguel ahí dentro. Veintiséis semanas de gestación. Luchando por vivir. Usted está impidiendo que su padre la vea por unos parches que representan años de servicio y ayuda.”

“Las normas…”

“He ayudado a traer niños al mundo”, la interrumpió Juan. “En pueblos, en ambulancias, en casas inundadas. ¿Sabe qué necesitaban más que nada esos bebés? A sus padres. Su voz. Su mano. Su amor. Esa niña de ahí dentro necesita a su padre.”

“La norma sobre chalecos…”

“Es injusta”, dijo otra voz.

Nos giramos todos.
El doctor Ricardo Molina.
Jefe de cardiología.
Yo nunca lo había visto, pero Luis sí.

“¿Ricardo?”, dijo el Gordo Luis. “¿Qué haces aquí?”

“Me dijeron que estabas aquí, Luis. Y que Miguel también. Pensé que quizá haría falta alguien con algo de influencia.”
Se volvió hacia Hernández.
“Marta, Luis me salvó la vida. Hace años. Voluntariado en una catástrofe. Yo era cirujano en una unidad móvil. Hubo un derrumbe. Luis me sacó de debajo de los escombros y me llevó a pulso hasta la ambulancia. Perdió casi la mitad de su sangre por mantenerme con vida.”

El rostro de Hernández palideció.

“Y ese hombre”, señaló al chaleco de Miguel, “es Miguel Herrera. He leído su historial. Paramédico en misiones internacionales. Condecorado por salvar diecisiete vidas. ¿De verdad va a impedir que un padre vea a su hija porque lleva puestos unos parches que ganó sirviendo a los demás?”

“La política dice claramente…”

“Sé lo que dice. Yo ayudé a redactarla. Está pensada para mantener fuera a bandas criminales. No a voluntarios condecorados.”

La puerta de la UCIN se abrió.
La doctora Valdés.
La cara seria.

“Miguel, los niveles de oxígeno de Alma están bajando. Puede que tengamos que intubarla. Si quieres tenerla en brazos antes… tienes que venir ya.”

Me puse en pie.
Miré a Hernández.

“Llame a seguridad. Llame a la policía. Llame al ejército si quiere. Pero voy a abrazar a mi hija.”

Hernández se apartó.
Pero necesitaba la última palabra.

“El chaleco se queda fuera.”

Empecé a desabrochármelo.
Luego me detuve.
Miré los parches.
Cada uno ganado con esfuerzo.
Cada uno una promesa de que había servido a algo más grande que yo mismo.

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