El día en que un niño en silla de ruedas reunió a decenas de moteros para despedir a su abuelo

El hombre vio al chico en silla de ruedas acercarse a cada moto que paraba en la gasolinera, intentando desesperadamente llamar la atención de alguien. Pero todos se daban la vuelta y se marchaban.

Yo había parado a echar gasolina a las afueras de una pequeña ciudad cuando lo vi. Tendría unos diez años, tal vez once. Llevaba cánulas de oxígeno en la nariz, los brazos delgados forcejeando para mover las ruedas de la silla.

Se acercaba a un motero, le decía algo, y luego se quedaba mirando cómo se iba. Tres ya se habían marchado cuando apagué mi motor.

El niño parecía no haber dormido en días. Ojeras profundas bajo los ojos. La pulsera del hospital todavía en la muñeca.

Su silla de ruedas tenía cinta adhesiva sujetando un reposabrazos, y cada empujón parecía robarle un poco más de fuerza.

Cuando empezó a rodar hacia mi moto negra, con las lágrimas marcándole la cara, estuve a punto de hacer lo mismo que los demás.

La gasolina estaba cara. Tenía prisa. Tenía planes. Pero algo en sus ojos me hizo girar la llave y matar el motor del todo.

—Por favor —susurró, la voz casi inaudible entre el ruido del tráfico—. Mi abuelo se está muriendo. Esta noche, dijeron. Él me pidió que buscara a alguien con moto. Alguien que lo entendiera.

Le temblaban las manos mientras me alargaba un papel arrugado con una dirección escrita a toda prisa. Pero no fue la dirección lo que me heló la sangre. Fueron las cuatro palabras escritas debajo, y el nombre que firmaba: “El Lobo”.

Yo conocía ese nombre. Cualquier motero de tres provincias lo conocía.

Rafael “El Lobo” Morales había sido una leyenda hasta hacía cinco años, cuando desapareció de golpe del mundo de las motos. Algunos decían que había muerto. Otros, que se había ido lejos.

Pero mirando a ese niño en silla de ruedas, esas piernas inmóviles, esa culpa flotando en sus ojos, de pronto entendí exactamente qué había pasado con El Lobo… y por qué ese chico estaba tan desesperado por encontrar a…


El niño no podía tener más de diez años. Once, si uno quería ser generoso.

Su silla de ruedas ya había visto mejores días. Cinta adhesiva sujetando un reposabrazos. Las ruedas chirriaban con cada giro. Las cánulas de oxígeno iban de su nariz a una botella pequeña atada detrás. Pero lo que de verdad me atrapó fueron sus ojos. Desesperados. Decididos. Sin tiempo que perder.

—Me llamo Diego —dijo, casi en un susurro—. Mi abuelo se está muriendo. Esta noche, dijeron. Tal vez mañana por la mañana, si tenemos suerte.

Apagué el motor del todo. Me quité el casco y lo colgué del manillar.

—Soy Marcos —le dije—. Sesenta y ocho años. Llevo cuarenta y tres montando en moto.

Los ojos de Diego se iluminaron un poco.

—Mi abuelo tiene setenta y cinco. Él también montaba. Todos los días, decía. Hasta que…

La voz se le apagó. Miró sus piernas inmóviles.

—¿Hasta qué, hijo?

—Hasta el accidente. El que me dejó así —tocó sus piernas—. Él conducía. Hace cinco años. No ha tocado una moto desde entonces.

El sol de la tarde caía a plomo sobre el asfalto de la gasolinera. Otros moteros entraban y salían. Algunos miraban de reojo al viejo de la moto hablando con el chico en silla de ruedas. Pero algo me decía que esa conversación estaba destinada a ocurrir.

—¿Cómo se llama tu abuelo? —pregunté.

—Rafael Morales. Todos le llamaban El Lobo cuando montaba —Diego esbozó una pequeña sonrisa—. Tenía una moto clásica, como la tuya. Del setenta y nueve. Todo cromado. La reconstruyó tres veces con sus propias manos.

Conocía el tipo. Demonios, yo era ese tipo. De la vieja escuela. Cuando las motos eran religión y la carretera era la iglesia.

—La dirección de este papel —continuó Diego— es la residencia. Se llama Hogar Amanecer. Está a unos tres kilómetros de aquí. El abuelo me hizo prometerle algo. Dijo que buscara a un motero. Un motero de verdad. No uno que solo saca la moto los domingos. Alguien que lo entendiera.

—¿Entender qué?

Diego levantó la cabeza.

—Que morirse sin escuchar ese sonido una vez más es peor que morirse.

Se me encogió el pecho. Cualquier motero conoce ese sonido. Ese rumor que se te mete en los huesos. Ese trueno que significa libertad. Ese rugido que te recuerda que sigues vivo.

—¿Tus padres saben que estás aquí? —pregunté.

Diego negó con la cabeza.

—Mamá está trabajando. Papá se fue después del accidente. Dijo que el abuelo destrozó la familia. Lo culpó de todo. Pero no fue culpa del abuelo. El otro conductor se saltó el semáforo en rojo. Nos dio a noventa por hora.

—¿Y cómo has llegado hasta aquí?

—Empujando —señaló sus ruedas—. He tardado casi dos horas. Tuve que parar cuatro veces cuando no podía respirar bien —acarició la botella de oxígeno—. Pero el abuelo no tiene dos horas. La enfermera dijo que el corazón ya no aguanta.

Miré a ese crío. Dos horas empujándose en una silla rota, luchando por respirar, solo para cumplir el último deseo de un hombre moribundo. En cuarenta y tres años montando he visto hermandad. He visto lealtad. Pero aquello…

Aquello era otra cosa.

—Diego, no puedo llevarte en mi moto. No con tu condición.

La cara se le vino abajo.

—Lo sé. No te estoy pidiendo que me lleves. Solo… ¿podrías ir tú? ¿Podrías pasar por debajo de su ventana? Despacio. Que pueda oírla. Está en la planta baja, habitación 108. La ventana da al aparcamiento.

Me puse de pie. Miré mi reloj. Tenía una reunión con el grupo en una hora. Iban a votar la ruta de la próxima salida solidaria de juguetes. Para nosotros era importante.

Pero no tan importante como aquello.

—Recuérdame el número de habitación.

—108. Planta baja. La ventana mira hacia el este, al aparcamiento.

Empecé a caminar hacia mi moto, luego me detuve y me volví.

—Diego, ¿cómo pensabas volver a casa?

Se encogió de hombros.

—Ya me las arreglaría.

Ni de broma. Saqué el móvil del bolsillo y marqué el número de mi hermano.

—¿Javi? Soy Marcos. Necesito que traigas la furgoneta a la gasolinera de la carretera. Y cancela la reunión. Ha salido algo más importante.

Sentí la confusión de Javi al otro lado de la línea. En veinte años no me había saltado una sola reunión. Nunca había pedido cancelar ninguna.

—Solo confía en mí, hermano. Y trae a Tomás y a Miguelón. Diles que vengan con sus motos.

Colgué. Miré a Diego.

—¿Dices que a tu abuelo le gusta el sonido de las motos grandes?

Diego asintió.

—Pues, hijo —dije—, hoy va a escuchar una sinfonía.


Treinta minutos después, Diego iba sentado con el cinturón puesto en la furgoneta de Javi, con la silla atada atrás. Detrás de nosotros, quince motos. La noticia corrió rápido. Cuando los hermanos se enteraron de que un viejo motero quería oír el trueno una última vez, lo dejaron todo.

Tomás vino con su moto clásica del 48. Miguelón con su gran touring negra. El hijo de Javi con su custom nueva. Hasta Germán, setenta y ocho años y las rodillas reventadas, apareció con su moto vieja, orgulloso como siempre.

—Es demasiado —repetía Diego—. El abuelo no se lo va a creer.

—Hijo —le dije—, esto es exactamente lo que se merece.

Hogar Amanecer era como cualquier otra residencia. Paredes beige. Olor a desinfectante intentando tapar el olor de la vejez y la enfermedad. Enfermeras cansadas. Familias tristes. Y un aparcamiento donde muchas veces la esperanza venía a morir.

Rodeamos el edificio hasta el lado este. Desde la moto vi la ventana de la habitación 108. Las cortinas estaban abiertas. Una figura muy delgada yacía en la cama, apenas visible.

—Es él —susurró Diego desde la furgoneta—. Es mi abuelo.

Coloqué mi moto justo enfrente de la ventana. A unos seis metros. Los demás formaron un semicírculo detrás de mí. Motores parados. Esperando.

Diego bajó la ventanilla.

—¿Y si no lo oye? —preguntó—. ¿Y si ya está demasiado lejos?

—Entonces nos aseguraremos de que por lo menos lo sienta —respondí.

Arranqué mi moto. La dejé unos segundos al ralentí. Luego aceleré. Una vez. Dos. El sonido rebotó en la fachada.

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