Detrás de mí, Tomás arrancó la suya. Luego Miguelón. Después el resto. Quince motores llenando de trueno el aparcamiento de una residencia.
Pero aún no habíamos terminado.
Aceleré de nuevo, más fuerte. Los otros me siguieron. El trueno rodaba sobre el hormigón. Las ventanas empezaron a abrirse. Algunas enfermeras salieron. Otros residentes se acercaron en sus sillas hasta los ventanales.
Y entonces lo vi.
Rafael “El Lobo” Morales, luchando por incorporarse en la cama. Una enfermera intentando ayudarle. Su cara pegada al cristal.
Incluso desde seis metros vi las lágrimas.
Volví a acelerar. Manteniendo el gas un poco más. El sonido nos cubrió a todos. Por un momento no estábamos en el aparcamiento de una residencia. Estábamos en la carretera abierta. El viento en la cara. El sol en la espalda. Libres.
La mano de El Lobo se levantó. Se apoyó en el cristal. Temblorosa.
Y entonces hizo algo que no olvidaré jamás.
Hizo el gesto. Esa señal de dos dedos que cualquier motero conoce. El saludo. El reconocimiento. El “gracias, hermano”.
Mantuvimos los motores encendidos diez minutos. A veces acelerando. A veces solo al ralentí. La enfermera abrió su ventana y Rafael respiraba hondo. Ese sonido. Ese olor a gasolina, aceite y libertad.
Diego lloraba en la furgoneta.
—Está sonriendo —decía—. Míralo, está sonriendo de verdad.
Al cabo de diez minutos apagué mi motor. Los demás hicieron lo mismo. El silencio de golpe fue casi doloroso.
Pero Rafael seguía en la ventana. Con la mano levantada. Sonriendo.
Fui hasta la furgoneta y ayudé a Diego a volver a su silla.
—¿Quieres subir a verlo? —pregunté.
Diego negó con la cabeza.
—Esto era lo que él quería. Escuchar las motos. Recordar quién fue. No verme y recordar lo que pasó.
Lo entendí. A veces amar también es saber cuándo quedarse a un lado.
Estábamos a punto de irnos cuando una enfermera salió corriendo.
—¡Espere! —gritó—. El señor Morales quiere ver al motero que iba delante. El de la moto negra.
Miré a Diego. Él asintió.
—Ve. Por favor.
La habitación 108 olía como casi todas las habitaciones donde alguien está a punto de irse. Ese olor dulce y espeso que significa que el final está cerca. Pero los ojos de Rafael estaban vivos. Más vivos, seguramente, de lo que habían estado en cinco años.
—¿Tú dirigías ese desfile? —preguntó, la voz ronca pero firme.
—Sí, señor.
—¿Por qué?
Lo miré. Un hombre al borde de la muerte. Pensé en Diego empujándose dos horas en una silla rota.
—Porque su nieto lo quiere. Porque sabe que usted se culpa por el accidente. Porque quería que recordara quién era antes de convertirse en el hombre que cree que lo destrozó.
Los ojos de Rafael se llenaron de lágrimas.
—¿Él no me culpa?
—No, señor. Solo quería que escuchara el trueno una vez más.
Me agarró la mano. Su fuerza era débil, pero la necesidad, enorme.
—Vendí mi moto —susurró—. El día después del accidente. No podía ni mirarla. Prometí no volver a montar. Como castigo por lo que le hice a Diego.
—No fue culpa suya, hermano. Diego lo sabe.
—Da igual. Yo era el que conducía. Él nunca volverá a caminar porque yo estaba al manillar.
Me senté en el borde de la cama.
—¿Sabe lo que ha hecho hoy ese chico? Se ha empujado dos horas en una silla de ruedas, casi sin aire, para encontrar a alguien como yo. ¿Sabes por qué? Porque dice que su abuelo le enseñó que los moteros cuidan de los suyos. Que la hermandad de verdad es aparecer cuando importa.
Rafael miró hacia la ventana.
—¿Está ahí fuera?
—En la furgoneta. Mirando.
—¿Podrías…? —se detuvo para tomar aire—. ¿Podrías decirle algo de mi parte?
—Dígaselo usted mismo —respondí.
Saqué el móvil y llamé a Javi.
—Trae a Diego a la habitación 108.
Cinco minutos después, Diego entró rodando. Abuelo y nieto se miraron por primera vez en meses.
—Lo siento, abuelo —dijo Diego—. Sé que no querías que nadie supiera que estabas aquí.
—¿Tú has hecho todo esto? —preguntó Rafael—. ¿Tú has traído a estos moteros?
Diego asintió.
—Siempre decías que el sonido de una moto podía despertar a los muertos. Pensé que también podría ayudar a los que se están muriendo.
Rafael extendió la mano. Diego se acercó y se la tomó.
—Lo siento, hijo. Por el accidente. Por todo.
—No fue culpa tuya, abuelo. Y ¿sabes qué? Me alegro de que fueras tú quien conducía ese día.
Los ojos de Rafael se agrandaron.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque tú me abrazaste —dijo Diego—. Después del golpe. Cuando yo gritaba. Cuando dejé de sentir las piernas. Tú me abrazaste y me contabas historias de la carretera. De la libertad. De cómo el verdadero viaje no va de tus piernas, sino de tu espíritu.
—¿Te acuerdas de eso?
—De cada palabra. Y tenías razón. Mis piernas no funcionan. Pero mi espíritu… mi espíritu monta todos los días. Porque tú me enseñaste cómo.
Rafael lo atrajo hacia sí. Se abrazaron mientras quince moteros esperaban fuera, en el aparcamiento, con los motores apagados y la cabeza inclinada.
Rafael Morales, El Lobo, murió seis horas después.
Pero no murió olvidado. No murió lleno de remordimientos. Murió sabiendo que su nieto lo quería. Murió con el eco de las motos aún retumbando en su memoria. Murió motero.
El funeral fue tres días después. La madre de Diego no quería moteros allí. Dijo que ya habían hecho bastante daño a su familia.
Pero Diego me llamó. La misma determinación en la voz.
—Está equivocada —dijo—. El abuelo querría que usted estuviera.
Así que fuimos. No quince esta vez.
Cuarenta y siete.
La historia se había extendido por varios grupos de la región. Moteros de todas partes. Veteranos, profesores, mecánicos, médicos. Todos allí para honrar a Rafael Morales.
La madre de Diego intentó que nos echaran. Pero él rodó con su silla hasta ella.
—Mamá, estos hombres le dieron paz al abuelo. Le devolvieron la dignidad. Le recordaron quién era. Si los echas, no vas a enterrar a mi abuelo. Vas a enterrar a un hombre roto que nunca existió.
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