El día en que un niño en silla de ruedas reunió a decenas de moteros para despedir a su abuelo

Ella miró a su hijo. Luego nos miró a nosotros. A aquel mar de cuero y cromo.

—Hablaba de las motos todos los días —dijo en voz baja—. Incluso después del accidente. Sobre todo después. Decía que la carretera era el único lugar donde se sentía completo.

—Y lo era, mamá —respondió Diego—. Incluso después del accidente. Solo se le olvidó por un tiempo.

La ceremonia fue sencilla. Pero cuando el ataúd de Rafael empezó a bajar, cuarenta y siete motos arrancaron al mismo tiempo. El trueno cubrió el cementerio. Otros entierros se detuvieron. Algunas personas se quejaron.

Diego solo sonrió. Se llevó la mano al pecho. Hizo el saludo de dos dedos hacia el cielo.


Seis meses después, Diego me llamó otra vez.

—¿Marcos? Soy Diego. ¿Puedes venir a mi casa? Quiero enseñarte algo.

Fui aquella tarde. Lo encontré en el garaje, sentado en su silla. No estaba solo.

—Este es el señor Duarte —dijo Diego—. Construye motos adaptadas para gente como yo.

Miré al fondo del garaje y se me escapó el aire. Una moto. Pero no cualquiera. Una moto de tres ruedas, hecha a medida, con mandos en el manillar. Un asiento adaptado a sus necesidades. Todo reluciente.

—¿Cómo…? —pregunté.

Diego sonrió.

—El seguro de vida del abuelo. Mamá dijo que a él le gustaría que lo usara así. Para que yo pudiera montar. Para ser libre.

—Pero tú no…

—¿No puedo usar las piernas? —me interrumpió, sin perder la sonrisa—. No. Pero el señor Duarte dice que no las necesito. Todo está en las manos. El embrague, el freno, las marchas.

Lo miré. Quince años ya. Paralizado de cintura para abajo. La botella de oxígeno seguía siendo su sombra constante. Pero en los ojos le ardía el mismo fuego que he visto en los moteros durante cuarenta y tres años.

—¿Me enseñarías? —preguntó—. ¿Me enseñarías a montar?

Pensé en Rafael. En aquel día en el aparcamiento de la residencia. En el trueno que despertó a un hombre justo antes de irse.

—Claro, hijo —dije—. Yo te enseñaré.


Su primer paseo fue dos semanas después. Solo alrededor de la manzana. Su madre en la puerta, con el corazón en la garganta. Yo a su lado, más orgulloso que cualquier padre.

Cuando volvimos a entrar al garaje, Diego lloraba.

—Puedo sentirlo —dijo—. Al abuelo. Está aquí conmigo.

Eso fue hace tres años.

Ahora Diego tiene dieciocho. Monta todos los días. Lidera nuestra ruta solidaria de juguetes cada invierno. Su moto tiene un remolque especial para la silla. Se ha convertido en una leyenda. El chico que no puede caminar pero vuela sobre tres ruedas.

También se ha convertido en una voz para otros jóvenes con discapacidad. Les muestra que la carretera no pregunta por tus piernas. Solo por tu espíritu.

En cada salida cuenta la historia de El Lobo. Del abuelo que dejó de montar por culpa y miedo. Del nieto que lo trajo de vuelta por un rato. De los quince moteros que le dieron a un hombre moribundo un último trago de libertad.

Y al final de cada historia, Diego dice lo mismo:

—Mi abuelo me enseñó que ser motero no va de la moto. Va de aparecer. Va de hermandad. Va de no dejar que nadie muera olvidado. Él fue el que quedó paralizado en aquel accidente, pero su espíritu nunca dejó de montar. Y el mío tampoco lo hará.

La semana pasada, Diego se graduó en el instituto. Cuarenta y siete motos lo acompañaron. Su madre lloró. Esta vez no de rabia ni de miedo. De orgullo.

Cuando Diego cruzó el escenario para recoger su diploma, detuvo la silla un segundo. Miró al público. Hizo el saludo de dos dedos.

El trueno de cuarenta y siete motores llenó el aire.

Y en algún lugar, sé que Rafael estaba sonriendo.

Porque su nieto no solo sobrevivió a aquel accidente. Aprendió a volar.

Y le enseñó a un viejo como yo que a veces los viajes más importantes son los que hacemos en aparcamientos de hospitales. Que a veces la mayor hermandad se demuestra simplemente presentándose. Que a veces el trueno de las motos no solo despierta a los muertos.

Despierta a los vivos.


Diego está planeando participar este verano en una gran concentración de motos al otro lado del país. Miles de kilómetros en una máquina hecha a medida. Un chico paralizado, con una botella de oxígeno, cruzando carreteras que muchos sanos no se atreven a pisar.

Yo iré a su lado. También Javi. Miguelón. Tomás. Probablemente otros treinta hermanos.

Porque eso es lo que hacemos.

Aparecemos.

Rodamos juntos.

Y nos aseguramos de que ningún abuelo se vaya de este mundo sin escuchar el trueno una última vez.

Rafael Morales fue enterrado con las llaves de su moto en el bolsillo. Diego las puso allí. Dijo que quizá el abuelo las necesitaría allá donde fuera.

Creo que tenía razón.

Porque en algún sitio, en una autopista que no conocemos, El Lobo está montando otra vez. Sin culpa. Sin remordimientos. Solo la carretera abierta y el sonido del trueno.

Y su nieto también monta. Otra moto. Otro cuerpo. El mismo espíritu.

El espíritu que dice que una silla de ruedas es solo otro tipo de caballo de hierro.

El espíritu que dice que unas piernas paralizadas no pueden frenar a un alma decidida.

El espíritu que dice que los moteros de verdad no dejan que sus hermanos mueran en silencio.

Ayer Diego me mandó una foto. Él, sobre su moto, al atardecer. En el mismo aparcamiento donde nos conocimos tres años atrás. En la misma gasolinera donde un niño desesperado encontró a un viejo motero.

El texto debajo decía: “El abuelo viaja conmigo en cada kilómetro”.

Y yo le creo.

Porque hay cosas más fuertes que la muerte. Más fuertes que la parálisis. Más fuertes que la culpa.

Y la hermandad de quienes comparten la carretera…

Es una de ellas.

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