Cuando un policía llenó de miedo a una niña… y su padre le recordó qué es la dignidad
—¡Eh! ¡Deja ese caramelo donde estaba! Sé perfectamente lo que estás intentando hacer.
La voz brusca hizo que Nayla Herrera, una niña de ocho años con trencitas bien peinadas y ojos brillantes, se quedara paralizada en el pasillo de chucherías de un supermercado en un barrio residencial a las afueras de Madrid. Se quedó quieta, sujetando una pequeña tableta de chocolate y unos cuantos billetes arrugados en su manita.
El agente Javier Robles, un policía alto, de hombros anchos y unos cuarenta y tantos años, se plantó delante de ella. Su cara estaba dura, su tono agresivo.
—No me vengas con cara de inocente, niña. Te he visto meter eso en el bolsillo.
Nayla parpadeó varias veces, con la voz temblorosa.
—No estaba robando… Iba a pagarlo.
Algunos clientes se giraron a mirar, pero enseguida apartaron la vista. Nadie quería meterse en problemas. Desde el pasillo de al lado salió corriendo Lucía, la canguro, con gesto alarmado.
—Agente, por favor, la niña está conmigo. Yo le he dado el dinero para que se compre un dulce. Ni siquiera ha llegado a la caja todavía.
Los ojos de Robles se achicaron.
—Guárdese las excusas. Los críos como ella siempre empiezan pronto. Mejor que lo paremos ahora, antes de que termine metida en problemas de verdad.
El labio inferior de Nayla empezó a temblar cuando el policía le agarró la muñeca.
—Vamos. Lo aclaramos todo en la comisaría.
Lucía se puso pálida.
—¡No puede llevársela así! ¡Su padre…!
—Me da igual quién sea su padre —cortó el agente, levantando la voz—. Si roba, está infringiendo la ley.
La cara de Nayla se encendió de vergüenza. De repente, el supermercado le pareció demasiado grande, demasiado iluminado. La gente miraba, pero nadie decía nada, mientras el agente la arrastraba hacia la salida. Las manos de Lucía temblaban mientras sacaba el móvil del bolso.
—Voy a llamar al señor Herrera.
Robles sonrió con desdén.
—Sí, sí, llámelo. Vamos a ver si su jefe puede salvarla.
Fuera, su mano apretó aún más la muñeca de la niña, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. No se fijó en el móvil vibrando en la mano temblorosa de Lucía, ni en el sedán negro de alta gama que venía a toda velocidad hacia el aparcamiento del supermercado.
Dentro, un murmullo se extendió por los pasillos.
—La pobre niña —susurró alguien—. Si ni siquiera ha hecho nada.
El agente Robles los ignoró, hinchado de orgullo, convencido de que estaba dando una lección. No tenía ni idea de con quién se iba a encontrar.
Cinco minutos después, las puertas automáticas se abrieron.
Alejandro Herrera, un hombre alto con un traje azul marino impecable, entró en el supermercado con la mirada fría y concentrada. Muchos le conocían: director general de un importante grupo empresarial con oficinas por toda la ciudad. Pero en ese momento, Alejandro no era un directivo. Era un padre furioso.
Su voz tronó por todo el local:
—¿Se puede saber qué está pasando aquí?
El agente se giró, todavía sujetando a Nayla por el brazo.
—Esta niña ha sido sorprendida robando.
La mirada de Alejandro se endureció.
—Esa niña es mi hija.
La seguridad del policía se resquebrajó mientras el silencio caía sobre el supermercado.
En ese instante, el aire pareció cambiar.
Alejandro cruzó el suelo de baldosas con pasos largos y firmes. Sus zapatos relucientes resonaban en el silencio. Con cuidado, apartó a Nayla detrás de él, protegiéndola del alcance del agente.
—¿Me está diciendo que ha agarrado a mi hija de ocho años y la ha acusado de robo? ¿Sin pruebas?
Robles se irguió, intentando recuperar la autoridad.
—La vi coger una tableta de chocolate. La escondió.
Alejandro se agachó a la altura de la niña, y su voz se suavizó.
—Cariño, cuéntame qué ha pasado.
—Iba a pagarlo, papá —dijo Nayla, con los ojos llenos de lágrimas—. Tenía el dinero aquí.
Abrió la mano pequeña y enseñó los billetes arrugados.
Lucía asintió con rapidez.
—Nunca se lo ha metido en el bolsillo. Yo lo he visto todo.
Alejandro se incorporó despacio. Su expresión se volvió peligrosamente serena.
—Agente, usted ha humillado a una niña. No ha comprobado nada. No ha hecho preguntas. Simplemente ha supuesto.
Robles cruzó los brazos.
—Señor, no tengo por qué justificarme. Estaba haciendo mi trabajo.
El tono de Alejandro se heló.
—¿Su trabajo? ¿O sus prejuicios?
Un murmullo recorrió el grupo de personas que se había juntado cerca de las cajas. Varios clientes levantaron sus móviles para grabar. La tensión se podía casi tocar.
La mandíbula de Robles se apretó.
—Tenga cuidado con lo que dice, señor.
Alejandro sacó su propio móvil y activó la cámara.
—No. Tenga cuidado usted. Quiero que todo esto quede grabado. Ha señalado a mi hija por su aspecto, la ha agarrado —a una niña de ocho años— sin motivo. Eso no es proteger. Eso es abusar de su autoridad.
La cara del agente se puso roja.
—Siempre están diciendo que todo es discriminación…
En cuanto las palabras salieron de su boca, el silencio en la tienda se hizo total. Hasta las cajeras dejaron de pasar productos.
Los ojos de Alejandro ardieron con una furia contenida.
—Gracias por dejar claro de qué iba todo esto. —Se volvió hacia la gente—. Todos lo han oído.
El gesto del policía se resquebrajó del todo.
—No puede hablarme así…
—Claro que puedo —le interrumpió Alejandro, con voz firme—. Porque dedico buena parte de mis recursos a financiar proyectos para este barrio. Incluidos programas de formación para la policía que, por lo visto, usted se saltó.
Se oyeron varios suspiros y exclamaciones. El agente dio un paso atrás.
—¿Quién se cree que es usted?
Alejandro sostuvo su mirada sin parpadear.
—Soy Alejandro Herrera. Dirijo una empresa que da trabajo a miles de personas en esta ciudad. Y ahora mismo estoy delante del hombre que pensó que mi hija era una ladrona solo por cómo se ve.
El color desapareció del rostro de Robles. Algunos clientes susurraban, otros no apartaban la cámara del móvil.
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