Me dolió, pero no me sorprendió del todo. Carla siempre había jugado con los límites. Decidimos dejarlo pasar como un incidente aislado, fruto del vino y de su carácter. Pero no lo fue.
En los meses siguientes, Carla buscó excusas para tocar a Adrián cuando yo no miraba, mandó mensajes rozando lo inapropiado y llegó a plantarse en su despacho sin avisar para invitarlo a comer. Cada vez, Adrián marcaba distancia con firmeza y me lo contaba después. Tras la visita al trabajo, hablamos con mis padres. Salió fatal.
Dijeron que Adrián interpretaba mal los gestos, que Carla solo lo veía como un cuñado al que admiraba. Mi madre incluso insinuó que quizá él se sentía halagado y exageraba las cosas.
Esa noche, Adrián y yo tomamos una decisión. Poner distancia sin reventar la familia. Rechazábamos planes donde sabíamos que ella estaría, evitábamos estar a solas con ella, y Adrián bloqueó su número después de un mensaje especialmente sugerente a medianoche.
Y entonces llegó el problema médico que lo cambió todo. Adrián llevaba semanas con molestias antes de ir al urólogo. El diagnóstico fue un varicocele, una dilatación de venas en el escroto, y necesitaba cirugía.
La operación salió bien, pero hubo una recomendación extra. El médico sugirió aprovechar para hacer una vasectomía, por la extensión del problema y el riesgo de futuras complicaciones.
Fue una decisión durísima, sobre todo tras nuestros años de tratamientos. Pero acordamos que la salud de Adrián era lo primero. La vasectomía se hizo dos años antes de que Leo fuera concebido.
Guardamos esa información. Ni siquiera mis padres lo supieron. Después de tantas preguntas invasivas sobre por qué no teníamos hijos, aprendimos a proteger nuestra intimidad. Los únicos que lo sabían eran Adrián, yo y sus médicos.
Durante la recuperación, sentado en el patio con una bolsa de hielo, Adrián hizo una predicción que entonces me pareció exagerada.
—Carla no ha terminado —dijo—. Tengo el presentimiento de que un día intentará algo más serio.
Me reí, pero él estaba serio.
La semana siguiente pidió cita con un abogado de confianza, Jaime, con el que había trabajado muchos años. Fui con él. Adrián contó todo: el acoso de Carla, la operación, la vasectomía. Jaime nos pidió documentarlo todo: las insinuaciones, los mensajes, los informes médicos.
—Nunca se sabe —dijo—. Es mejor tener pruebas y no usarlas que necesitar pruebas y no tenerlas.
Adrián también actualizó su testamento de forma correcta, ante notario, dejando todo a mi nombre en caso de fallecer. Jaime guardó copia y nosotros pusimos los originales en una caja de seguridad en el banco.
—Por si acaso —bromeó Adrián al cerrar la caja—, aunque pienso quedarme aquí para aguantar a tu hermana por lo menos cincuenta años más.
La mañana siguiente a la fiesta de Leo, fui directamente al banco. El director, que nos conocía, me dio el pésame y me acompañó hasta la caja.
En la sala pequeña donde se revisan los documentos, abrí la caja que Adrián llamaba nuestro “kit para desastres”.
Allí estaba todo lo que necesitaba: el testamento verdadero, firmado y sellado, dejando todo para mí. Los informes de la vasectomía, realizada dos años antes de que Carla se quedara embarazada. Era biológicamente imposible que Adrián fuera el padre.
También había un cuaderno donde Adrián había anotado cada episodio con Carla: fechas, frases, lugares. Copias impresas de sus mensajes. Y una carta del propio Jaime confirmando que había presenciado el testamento legítimo y que podía certificarlo.
En el fondo de la caja encontré un sobre con mi nombre, escrito con la letra de Adrián. Me temblaban las manos al abrirlo.
“Mi querida Bea:
Si estás leyendo esto, es que ha pasado algo y has tenido que abrir esta caja. Ojalá sea dentro de muchos años, cuando estemos viejos y riéndonos de las locuras de Carla.
Pero si no, si ha ocurrido lo peor y ella ha intentado hacerte daño en mi ausencia, quiero que sepas que intenté prepararlo todo. Usa estos papeles para protegerte.
Sé lo mucho que valoras a tu familia y lo leal que eres. Pero mereces estar protegida de quienes se aprovechan de ese corazón tan grande. Te amo más allá de las palabras, más allá del tiempo.
Adrián.”
Lloré sobre esa carta, sintiendo su amor y su protección incluso después de muerto. Mi marido, tan práctico, había previsto algo así. Quizá no el escenario exacto, pero sí el tipo de daño que Carla podía intentar.
Guardé todo en la caja salvo lo necesario: copias del testamento, informes médicos y algunas páginas del cuaderno. Luego llamé a Jaime y pedí cita para esa misma tarde.
Su despacho estaba en un piso antiguo del centro, sobrio, discreto. Cuando entré, la recepcionista me reconoció y me ofreció agua, dándome el pésame otra vez.
Jaime, de unos sesenta años, pelo canoso y gafas al borde de la nariz, se levantó de la silla y me abrazó brevemente.
—Lo de Adrián fue un golpe muy duro —dijo—. Era de los buenos.
—Lo era —respondí—. Y parece que tenía razón en prepararse para lo peor, sobre todo con Carla.
Le conté lo sucedido en el cumpleaños y le enseñé el “testamento” que había mostrado mi hermana.
Lo leyó con el ceño fruncido.
—Esto es una falsificación torpe —sentenció—. El lenguaje jurídico no se parece en nada a como escribía Adrián, y la firma no aguantaría ni un minuto de peritaje. Pero el hecho de que haya llegado hasta aquí ya es muy grave.
Luego le enseñé los papeles de la caja: los informes médicos, el testamento real, las notas de Adrián.
—Adrián era minucioso —comentó Jaime—. Estos informes bastan para desmontar la historia de Carla. La operación se hizo dos años antes del embarazo. No hay forma de que sea el padre.
—¿Qué hago? —pregunté—. No quiero humillarla en público, pero tampoco puedo dejar que me quite la mitad de la casa con una mentira.
Jaime se recostó.
—Primero necesitamos contexto —dijo—. Sospecho que detrás de esto hay más que envidia. Nadie arriesga tanto sin una presión enorme. Te aconsejo contratar a un investigador privado.
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