—¿Y tu solución fue inventar una infidelidad de Adrián? —pregunté, con la voz dura—. ¿Ensuciar su nombre, mi matrimonio, delante de toda la familia?
—¡Estaba desesperada! —gritó—. ¡Tú lo tienes todo! Esa casa enorme, tu negocio, el respeto de todos. ¿Qué tengo yo? Un bebé enfermo, 70.000 euros de deuda y una orden de desahucio. ¡Tú intenta decidir bien así!
Sus palabras quedaron flotando entre nosotras. No justificaban nada, pero al menos eran honestas.
—Leo es hijo de Tomás, ¿verdad? —pregunté más suave.
Asintió.
—Sí. Adrián nunca… —se frotó la cara—. Lo intenté con él hace años, pero siempre me rechazó. Era ridículamente fiel a ti.
—¿Y el testamento?
—Un amigo me ayudó a hacerlo. Pensábamos que sería suficiente para presionarte. No creí que revisarías tanto los detalles.
Apagué la grabadora y me quedé un momento en silencio.
—Podría denunciarte —dije al fin—. Lo que has hecho es gravísimo.
—Lo sé —susurró.
—Pero eso arrastraría también a Leo. Y él no tiene culpa.
La miré a los ojos.
—Así que esto es lo que va a pasar. Vas a decir la verdad a nuestros padres y a quien haga falta: que mentiste sobre Adrián, que Leo no es su hijo, que falsificaste el testamento. Y vas a disculparte por ello.
Tragó saliva.
—¿Y luego qué? —preguntó—. De todas formas nos van a echar.
—No he terminado —continué—. A cambio de decir la verdad y firmar un acuerdo legal en el que te comprometes a no intentar nada parecido nunca más, te voy a ayudar. No con la mitad de la casa, eso jamás, pero sí con un fondo para los gastos médicos y la educación de Leo. Y con buscar un lugar digno donde vivir.
Carla me miró como si no entendiera.
—¿Por qué harías eso después de todo lo que he hecho?
—No por ti —contesté—. Por Leo. Y porque sé que Adrián no querría que su sobrino se quedara sin techo.
Me incliné hacia adelante.
—Habrá condiciones. Tendrás que ir a terapia, aprender a manejar tu dinero, mantener un trabajo estable. Y aceptar que voy a estar presente en la vida de Leo. Si incumples algo, la ayuda se corta.
Carla bajó la cabeza.
—No lo merezco —murmuró.
—No —admití—. Pero él sí.
Al día siguiente fuimos al despacho de Jaime y firmamos los papeles. Reservamos también un día para una cena familiar “especial”.
Esa noche, mis padres llegaron antes que nadie. Mi madre traía su famosa lasaña, como si la comida pudiera arreglarlo todo.
—No entiendo por qué esa seriedad —dijo, colocando la fuente—. Carla lleva toda la semana llorando al teléfono. Dice que quieres humillarla.
—Solo quiero que todo esté claro —respondí.
A las siete estábamos todos sentados alrededor de la mesa: mis padres, Carla y yo. Les expliqué que iba a grabar la conversación y por qué.
—Hay algo importante que Carla necesita contarles —dije—. Carla.
Mi hermana parecía otra persona: pálida, sin maquillaje.
—Mentí —empezó, sin levantar la vista—. Leo no es hijo de Adrián. No hubo ningún romance. Falsifiqué el testamento.
Mis padres se quedaron helados.
—¿Por qué harías algo así? —preguntó mi padre, con la voz rota—. ¿Sabes lo que eso significó para tu hermana? ¿Y para el recuerdo de Adrián?
Carla explicó entre lágrimas las deudas, el desahucio, la desaparición de Tomás. Mi madre fue pasando del shock a la compasión.
—Ay, hija… —dijo—. ¿Por qué no nos lo dijiste? Te habríamos ayudado.
—¿Con 400.000 euros? —respondió Carla, mirando a mi padre—. Porque eso es lo que intentaba conseguir.
—Claro que no podemos darte esa cantidad —dijo él—. Pero podríamos haberte echado una mano con el alquiler. En vez de eso has intentado estafar a tu propia hermana.
—Lo sé —dijo ella—. Beatriz tiene todas las pruebas para hundirme si quiere.
Mi madre me miró horrorizada.
—No la vas a denunciar, ¿verdad? Es tu hermana.
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