¿Transparencia? Casi me eché a reír. Esa es la palabra que usa la gente cuando quiere mirar a través de ti, no contigo.
Borré los dos mensajes. Luego me senté y escribí dos cartas. Una para Ricardo, otra para Tomás. Cortas, calmadas, claras:
«He recibido tu mensaje. No me interesa hablar del tema de la herencia en este momento. Todos los asuntos están siendo gestionados por mi abogado. Cualquier consulta, por favor dirígela a él. Madre».
Sin disculpas. Sin cariño añadido. Ya entenderían el mensaje. Yo no estaba enfadada. Estaba despierta. Y cuando una mujer se despierta después de años de dar, de suavizarse para encajar en los huecos que otros le dejan, ya no vuelve a dormirse. Nunca.
A la mañana siguiente sonó el timbre a las 9:07. Yo seguía en bata, con el café en la mano. Por la ventana vi un coche plateado mal aparcado frente a la acera. El de Ricardo. Hacía años que no aparcaba delante de mi casa. Siempre demasiado ocupado. Siempre al otro lado de la ciudad.
No abrí enseguida. Le dejé esperar. El segundo timbrazo fue más rápido, más impaciente. Siempre había sido así cuando el mundo no se movía a su ritmo.
Cuando abrí la puerta, tenía la misma sonrisa de todos los días de Navidad después de la muerte de Darío, esa que nunca llegaba a los ojos.
—Hola, mamá —dijo, como si no nos hubiéramos mirado fijamente dos días antes en un despacho de abogados—. Estaba por la zona.
Alcé una ceja.
—¿A las nueve de la mañana un sábado?
Se rió, como si yo estuviera bromeando.
—¿Puedo pasar?
Dudé un segundo. Luego me hice a un lado. No porque me apeteciera, sino porque quería ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Entró como quien todavía conoce cada esquina. Miró alrededor como si notara que algo había cambiado, aunque no supiera qué. Había cambiado, sí, pero no era el mobiliario.
No le ofrecí café. Se sentó en el borde del sillón, con los dedos entrelazados, la chaqueta demasiado formal para una visita «de paso».
—Quería hablar —empezó—. Parece que ha habido un malentendido con los papeles de Mariela. Tomás y yo nos quedamos helados.
—¿Ah, sí? —pregunté suavemente.
—Pues sí. Nadie nos dijo que existía un testamento anterior que invalidara el nuevo.
—Porque no preguntasteis —respondí—. Disteis por hecho. Disteis por hecho que ella os lo dejaría todo, que yo me sentaría en silencio, asintiendo como siempre.
—No lo pondría así.
—No, tú no lo pondrías así —cruzé las manos sobre el regazo—. Pero yo sí. Y acabo de hacerlo.
La pausa que siguió fue densa, llena de cosas que ninguno de los dos dijo. Entonces se inclinó hacia delante.
—Mamá, somos familia. Tendríamos que estar del mismo lado. Podemos arreglarlo. Podemos encontrar una solución.
Su voz tenía ese tono de siempre, ese filo de vendedor.
—Eres muy bueno en lo tuyo, Ricardo, vendiendo cosas a la gente.
—No intento venderte nada.
—Me vendiste algo la primera vez —lo interrumpí—, cuando me dijiste que tenía que firmar la casa «por tema de impuestos».
Cerró la boca y bajó la mirada. Ahí estaba.
—No estoy enfadada —dije—. Eso no es. Estoy cansada. He hecho los arreglos que tenía que hacer. Todo se está gestionando por la vía legal, y si intentáis impugnarlo, os quedaréis sin cualquier cosa que aún dependa de mí.
Levantó la vista.
—¿De verdad vas a dejarnos fuera?
—De verdad voy a dejar de premiar la dejadez —respondí.
Se recostó en el sillón y, por primera vez en años, se quedó sin palabras.
Tomás apareció dos días después, también sin avisar. No con traje, como su hermano, sino con sus vaqueros de siempre y la chaqueta manchada de grasa. Ni siquiera llamó al principio, se quedó en el porche, cambiando el peso de un pie a otro como un niño esperando a que le abran. Lo observé tras la cortina un minuto entero antes de abrir.
Sonrió con timidez.
—Hola, mamá.
Hacía años que no me llamaba así, «mamá», en diminutivo.
—¿Vienes a charlar o vienes porque necesitas que te arregle algo? —pregunté.
Se rascó el cuello.
—Quizá las dos cosas.
Me hice a un lado. Entró y se quitó las botas sin que se lo pidiera, un detalle que Ricardo había olvidado hacía mucho. Se sentó en la mesa de la cocina como hacía cuando estaba sin un euro y quería evitar decirlo. Puse agua para té. Viejas costumbres. Nos quedamos en silencio mientras se infusionaba.
—No sabía nada del testamento antiguo —soltó al fin—. Ricardo se encargó de todo con los abogados. Yo solo confié en él.
Removí mi taza.
—Siempre confiaste en él.
—Supongo que no debería haberlo hecho tanto.
Lo miré. Estaba cansado, con más años encima de los que marcaba su cara, aunque aún conservara ese gesto de niño en la boca. Pero ya sabía que no debía confundir cansancio con arrepentimiento.
Sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y lo deslizó sobre la mesa.
—No quiero dinero, mamá. No he venido por eso. Aquí está todo lo que me prestaste en todos estos años. Todas las cantidades. He hecho la cuenta. Sé que no podré devolvértelo de golpe, pero quiero hacerlo.
Eso sí me sorprendió. No tanto el gesto —conozco bien a la gente que ofrece lo justo para parecer noble—, sino las cifras. Todas estaban bien. Hasta los cincuenta euros que le presté para una grúa hace seis años.
Cogí el papel.
—Llevabas la cuenta.
Asintió.
—Siempre quise ponerte al día. Solo que no sabía cómo decírtelo.
—¿Y ahora sí lo sabes?
—Supongo que ver a Ricardo patalear por algo que no era suyo me ha hecho pensar.
Dejé que el silencio pesara un poco más.
—Me enfadé —añadió—. En la lectura. Contigo. Con Mariela. Con todo. Pero no me sorprendió. No del todo.
—¿Por qué no?
—Porque tú no eres tonta, mamá. Nunca lo fuiste. Creo que simplemente dábamos por hecho que ibas a seguir haciendo como si lo fueras.
Miré el humo que subía de la taza. No se equivocaba. No es que creyeran que yo no veía las cosas. Es que contaban con que no diría nada aunque las viera.
—Quiero recuperar tu confianza —dijo en voz baja.
—Entonces no impugnes el testamento —contesté—. No contrates abogados. No dejes que Ricardo te arrastre a nada. Déjalo. Acepta las cosas como son.
Asintió despacio.
—Puedo hacerlo.
No sonreí. No le suavicé nada. Solo lo miré y dije:
—Bien.
Y por una vez, eso bastó.
No me sorprendió cuando llegó la carta del abogado de Ricardo. Sí me sorprendió que tardara tanto. Venía en un sobre grueso, blanco, con un sello dorado y la dirección de un bufete del centro que conocía de oídas: caro, agresivo, siempre envuelto en cortesía. De esos que sonríen mientras afilan el cuchillo.
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