La casa volvió a llenarse de silencio, pero ya no era un silencio que asusta. Era un silencio con forma propia, ganado, no impuesto. Regué las plantas. Coloqué bien la manta del sofá. Doblé la ropa con calma, como si cada prenda mereciera mi atención.
No siempre fui así. Años atrás, con Darío vivo y los chicos pequeños, todo era movimiento. Cuencos de cereales a medio aclarar, chaquetas sobre las sillas, papeles del colegio por todas partes. Entonces el silencio era un lujo. Ahora era mi compañía.
Casi al mediodía llegó el cartero. Un sobre grueso, de papel oficial, con el sello del juzgado en la esquina. Ricardo había cumplido su amenaza. Abrí el sobre con mi abrecartas, un pequeño cuchillo de latón que tengo desde 1974, regalo de jubilación de mi primer director.
Dentro había una notificación formal de la impugnación: acusaciones de influencia indebida, alegaciones de incapacidad mental de Mariela, solicitud de congelar la transferencia de bienes hasta que un juez revisara el testamento. Todo, resumido, en una frase: un hijo demandando a su madre.
Dejé la carta sobre la mesa, sin gesto dramático. Luego cogí el teléfono y llamé a Herrera.
—Ya ha llegado —le dije.
—A mí también —contestó—.
—¿Y ahora?
—Ahora contesto. Y luego esperamos.
—¿Podrá retrasarlo todo?
Dudó apenas.
—Puede ralentizar algún trámite, sí.
Asentí en silencio.
—Dígame qué necesita.
—Ya he presentado la respuesta. Estaremos bien, María Elena. El suelo que pisamos sigue firme.
Después de colgar, me preparé un bocadillo y me lo comí de pie. Luego fui a la estantería y saqué el álbum favorito de Mariela. Tapas de cuero gastado, lleno de fotos de años que la mayoría ha olvidado. Ahí estaba ella en 1986, de pie en un barco con una chaqueta vaquera demasiado grande. En 1992, riéndose en una barbacoa, con carbón en la cara. En 2003, junto a mí delante de la vieja biblioteca, cogidas de la mano.
No parecía incapaz. Parecía viva. Y ahora, de algún modo, la habían convertido en un argumento. Esa era la crueldad: que Ricardo no solo me cuestionaba a mí, sino que borraba su memoria. Pintaba sus últimos años como débiles, sus decisiones como dudosas, su juicio como inválido. Como si querer y confiar te hiciera menos lúcida.
Me senté con eso un buen rato. La rabia no llegó de golpe. Llegó como la marea baja, subiendo poco a poco hasta mojarme los pies. Cuando me llegó a las rodillas, me levanté.
Fui al armario del pasillo y saqué de nuevo la caja ignífuga. Dentro estaban los diarios de Mariela. No todos, pero sí varios de sus últimos años. Dejó de escribir hacia el final, pero antes había dejado muchas palabras.
Pasé las páginas. Apuntes sobre la enfermedad, sobre mí, sobre cómo quería repartir sus cosas, sobre su decisión de mantener el testamento antiguo. Su letra era firme. Sus frases, claras. Sin niebla.
Hice copias de las entradas más importantes, las llevé a la papelería, las encuadernaron y las rotulé. Al enviarlas al despacho del señor Herrera añadí una nota: «Si quieren pruebas de su mente, denles sus palabras».
No esperé a que Ricardo llamara. Me daba igual si lo hacía. Hacía tiempo que había dejado de explicarme; solo me faltaba actuar en consecuencia.
En el banco me ofrecieron café. Eso sí que era nuevo. La mujer del otro lado de la mesa, una tal Diana, educada y eficaz, era lo bastante joven como para ser amiga de Clara. Me llamaba «señora de Ávila» con un respeto que no era exagerado, solo correcto. No porque yo lo exigiera, sino porque el despacho de Herrera había llamado antes.
—Tengo aquí toda la documentación —dijo, deslizándome una carpeta—. Autoriza la transferencia de todos los fondos a su nombre, totalmente separados de la estructura anterior de la herencia.
Asentí.
—¿Y el fideicomiso?
—Se está creando ahora mismo. Los fondos quedarán protegidos hasta que usted establezca las condiciones de entrega.
Fui firmando página tras página. Mi nombre en cada línea, la mano firme. Antes me daban miedo los bancos, los abogados, palabras como «irrevocable» o «poder notarial». Solía sonreír y asentir mientras los hombres me explicaban cosas que yo ya entendía, solo por no incomodar. Ahora hacía preguntas. Ahora firmaba sin disculparme.
Diana me entregó una carpeta.
—Si alguien intenta mover las cuentas sin autorización, le avisaremos al momento.
—No lo conseguirán —respondí—, pero se lo agradezco.
Sonrió de verdad.
—Si todas las clientas fueran como usted, mi trabajo sería más sencillo.
Salí con la carpeta bajo el brazo, el sol alto y la acera caliente bajo los pies. Pasé junto a dos chicos discutiendo en una esquina, con gestos bruscos y voces altas. No me encogí. Antes quizá me habría cambiado de acera. Hoy no.
Caminé delante del colegio en el que enseñé casi treinta años. El patio estaba vacío, los columpios moviéndose con el viento. Solía pasar por allí con Ricardo en una mano y Tomás en la otra, con las chaquetas a medio abrochar y las mejillas rojas del frío. Se peleaban por ser el primero en tocar el timbre de casa. Ahora no eran capaces ni de abrirme una puerta.
Al llegar, el buzón ya estaba lleno. Un solo sobre, manuscrito. Tomás. Dentro había una nota breve, sincera:
«Mamá, le he dicho a Ricardo que no voy a entrar en la demanda. No le ha sentado bien, ha dicho cosas que prefiero no repetir, pero no voy a echarme atrás. Te devolveré lo que te debo, aunque tarde diez años. Espero que algún día creas que lo digo de verdad. T.»
Me senté a la mesa con la carta sobre las piernas, respirando su peso. Había tomado una decisión. De las de verdad. No perfecta, pero valiente.
Esa noche fui al armario y bajé otra caja, la de mis propias cosas. Documentos del banco, seguros, un borrador de mi testamento todavía a medias. Me senté en el suelo, con los papeles alrededor como si fueran un mapa. Por primera vez, no me sentí desbordada. Me sentí firme.
Y empecé a escribir. No solo las frases legales, aunque también, claras y duras, sin huecos. Escribí algo más. Una carta para abrir cuando yo no esté. Para Clara. Para explicarle qué era suyo y por qué. Para decirle que me recordó lo que podía ser la familia sin cargas, sin cuentas pendientes, sin peso. Para decirle que la elegí no porque fuera perfecta, sino porque estaba presente.
Le di las gracias, en voz baja, por devolverme algo que no sabía que había perdido: el derecho a decidir cómo terminaba mi vida. No en silencio, sino en paz.
La sellé. La guardé con el resto. Y me fui a la cama sin ruido en el pecho, sin ese nudo en los huesos. Solo silencio. Del bueno. El que no pide nada. El que se queda.
Oí los golpes en la puerta antes de ver el coche. Tres toques cortos. No urgentes, pero seguros. Cuando abrí, Ricardo estaba allí. Sin traje esta vez, sin maletín. Solo un cortavientos, vaqueros y una expresión que no le veía desde adolescente, cuando le pillaban en una mentira.
No pidió entrar. Bien.
—He pensado que debería intentarlo una vez más —dijo.
No respondí. Dejé que llenara el silencio.
—Sé que estás enfadada.
—¿Ah, sí? —pregunté.
Bajó la vista, luego la levantó.
—He estado pensando en lo que dijo Tomás, en lo que dijiste tú, en Mariela.
Nada. Seguí callada.
—Sé que lo he manejado mal.
«Mal». Qué palabra tan cómoda, como volcar un vaso de agua. No habla de traición, ni de desprecio. Solo de un «mal rato».
—Intentaba proteger la herencia —continuó.
—Tú creías… —lo corté— tú creías que ella no sabía lo que hacía. Que no podía tomar una decisión sin consultarte.
Se le tensó la mandíbula.
—Estaba peor, mamá. Tú lo sabes.
—Lo estaba. Y aun así tenía más claridad que tú.
Abrió la boca y la cerró. Salí al porche y cerré la puerta detrás de mí. Prefería que sus palabras no se quedaran pegadas a mis paredes.
—No tengo nada más que darte —dije—. Y no voy a fingir respeto por alguien que intentó quitarle dignidad a una muerta solo para cobrar.
—¿Piensas que soy un monstruo?
—No. Pienso que eres un niño al que nadie enseñó a perder.
Eso sí le dolió. No dijo nada durante un rato. Miró al jardín, donde el viento había esparcido pétalos del árbol de Mariela por los escalones, como confeti.
—Antes te admiraba —seguí, más baja—. No por el dinero, sino porque hacías que las cosas pasaran. Tenías empuje, foco, encanto. —Asintió sin mirarme—. Pero en algún momento decidiste que te lo debían todo. Que el éxito significaba no poder ser cuestionado. Que cualquier cosa fuera de tu plan era un error que había que corregir.
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