Me advirtieron que no lo adoptara, no porque fuera agresivo, sino porque su grito silencioso había enloquecido a tres dueños anteriores.
La chica de la protectora de animales en las afueras de Madrid me miró con una mezcla de lástima y advertencia. —Tiene las cuerdas vocales cortadas —susurró, acariciando la jaula con tristeza—. Probablemente obra de un criador ilegal antes de abandonarlo. Cuando intenta maullar, la gente se asusta. Dicen que parece… un espectro sufriendo.
Miré al gato. Era gris ceniza, flaco, con ojos de un ámbar intenso. En ese momento, abrió la boca. La abrió tanto que vi su garganta rosada, los músculos de su cuello se tensaron violentamente, sus orejas se echaron hacia atrás. Era la imagen viva de un alarido desgarrador, de un grito de terror puro. Pero no salió nada. Ni un bufido. Solo un silencio absoluto, pesado como el plomo.
Sentí un escalofrío, pero también una conexión inmediata. Yo, un escritor freelance atrapado en la soledad de un piso antiguo en el centro de Madrid, entendía lo que era querer gritar y que nadie te escuchara.
—Me lo llevo —dije. —Se llamará Sombra.
Los primeros días en mi apartamento fueron inquietantes. Mi edificio es uno de esos bloques antiguos del barrio de Lavapiés, con techos altos y un patio de luces que actúa como una caja de resonancia. Si un vecino estornuda en el primero, se escucha en el quinto.
Sombra era, efectivamente, una sombra. Se movía sin hacer ruido sobre el parqué viejo. Pero tenía una costumbre que me helaba la sangre. Por las noches, se sentaba frente a la pared vacía del salón y realizaba su “grito silencioso”. Abría la boca con desesperación, temblando, mirando fijamente a la nada. ¿Qué veía? ¿Fantasmas? ¿Recuerdos de su tortura?
La situación se complicó al cuarto día. Eran las dos de la mañana cuando escuché los golpes. Pum, pum, pum. Venían del suelo. —¡Haced callar a ese maldito gato! —gritó una voz cascada desde el piso de abajo—. ¡No me deja dormir con sus alaridos!
Me quedé paralizado. Sombra estaba durmiendo a mis pies, en absoluto silencio. La vecina de abajo era Doña Carmen, una viuda de ochenta años a la que apenas había visto un par de veces en el ascensor. Siempre iba de luto, arrastrando su carro de la compra y murmurando cosas ininteligibles.
A la noche siguiente, ocurrió lo mismo. Sombra estaba en la cocina conmigo, mirándome mientras yo cenaba. De repente, los golpes de escoba contra mi suelo. —¡Que se calle! ¡Es un demonio! —gritaba Carmen—. ¡Llamaré a la policía si no para de llorar!
Bajé a hablar con ella. Toqué el timbre, nervioso. Carmen abrió la puerta apenas unos centímetros, con la cadena puesta. Sus ojos estaban rojos, el pelo desaliñado. El olor a humedad y encierro salía de su casa.
—Doña Carmen, soy Lucas, el del tercero. Mi gato es mudo. Físicamente no puede maullar. Es imposible que lo escuche. —¡No me mientas! —espetó ella, con una furia que me sorprendió—. ¡Lo oigo gritar de dolor! ¡Grita como si se estuviera muriendo de soledad!
Me cerró la puerta en las narices. Volví a subir, confundido. ¿Estaba senil? ¿O había algo más? La soledad en las grandes ciudades españolas es una epidemia silenciosa, pensé. Quizás su propia mente estaba proyectando ruidos.
Pero Sombra comenzó a comportarse de forma extraña. Ya no me miraba a mí. Se pasaba horas tumbado en el suelo del salón, justo encima de donde estaría el dormitorio de Carmen. Pegaba la oreja a la madera y, de vez en cuando, abría la boca en ese grito mudo, frenético, con los ojos llenos de lágrimas.
Empecé a obsesionarme. ¿Y si Sombra no estaba gritando, sino respondiendo? ¿Y si su defecto físico había agudizado otro sentido? Dicen que los animales perciben vibraciones que nosotros ignoramos.
El punto de quiebre llegó una noche de noviembre. Una DANA azotaba la península y la lluvia golpeaba los cristales con violencia. El viento aullaba por el patio de luces.
Estaba leyendo cuando Sombra saltó sobre mi regazo. Nunca lo hacía. Me clavó las uñas, me miró a los ojos y “gritó”. Fue la expresión más terrorífica que le había visto. Se bajó, corrió hacia la puerta de entrada y empezó a arañar la madera hasta hacerse sangre en las patas. Se giraba, me “gritaba” en silencio, y volvía a arañar la puerta.
Entendí el mensaje. No quería salir. Quería que yo saliera. Abrí la puerta y Sombra salió disparado escaleras abajo. Se detuvo en seco frente a la puerta de Doña Carmen. Esperé escuchar la televisión de la anciana, o sus habituales quejas. Pero solo había silencio. Un silencio denso, distinto al de mi gato.
Sombra se pegó a la puerta de la vecina y comenzó a golpear con su cabeza contra la madera. Pegué mi oreja a la puerta. Al principio, nada. Luego, entre el ruido de la tormenta, escuché un sonido muy débil. Un gemido. —¿Doña Carmen? —llamé. —Ayuda… —la voz era un susurro agónico.
Llamé al 112 inmediatamente. Los bomberos llegaron en diez minutos. Tuvieron que forzar la entrada. Encontraron a Carmen en el suelo del pasillo. Se había resbalado y roto la cadera hacía horas. No podía moverse, no podía alcanzar el teléfono. Había estado gritando pidiendo auxilio hasta quedarse sin voz, sola, en la oscuridad, mientras la tormenta ahogaba sus súplicas para el resto del mundo. Para todos, menos para Sombra.
Dos semanas después, fui a visitar a Carmen al hospital. Llevé a Sombra en su transportín, aunque no estaba seguro de si nos dejarían entrar. Las enfermeras hicieron la vista gorda. Carmen estaba sentada, mucho más delgada y frágil. Cuando vio al gato, sus ojos se llenaron de lágrimas. Sombra no tuvo miedo. Salió del transportín y, con una delicadeza inusual, se subió a la cama y se acurrucó junto a sus piernas escayoladas.
—Lo siento, Lucas —dijo ella, acariciando el pelaje gris—. Te mentí. La miré, sorprendido. —Sabía que el gato no hacía ruido —confesó con voz temblorosa—. Esas noches… yo no oía maullidos. Oía el silencio. Mi casa estaba tan callada que sentía que ya estaba muerta. Golpeaba el techo para que tú hicieras algo, para que bajaras a quejarte, para ver a alguien. Inventé lo del gato porque… porque me daba vergüenza decir que tenía miedo de estar sola.
Tragué saliva, con un nudo en la garganta. —Pero esa noche… —continuó Carmen— cuando me caí y ya no podía gritar más, sentí algo. Sentí unas patitas caminando por mi techo, justo encima de mi cabeza. Y supe que él me estaba escuchando. Supe que él estaba gritando por mí.
Miré a Sombra. Estaba ronroneando. Bueno, no hacía el sonido del ronroneo, pero su pecho vibraba contra la mano de la anciana. En una ciudad donde vivimos rodeados de miles de personas, habíamos necesitado a un gato sin voz para aprender a escucharnos. Carmen necesitaba compañía, y Sombra necesitaba a alguien que entendiera su lenguaje de vibraciones y miradas.
Desde que Carmen volvió a casa, la dinámica cambió. Sombra pasa las tardes en el piso de abajo. Yo le dejo la llave a Carmen. A veces, bajo a tomar café con ellos. Ya no hay golpes de escoba. Ahora, cuando hay silencio en el edificio, no es un vacío aterrador. Es un silencio lleno de paz.
Ayer vi algo que nunca olvidaré. Carmen le estaba contando una historia a Sombra. El gato la miraba fijamente y, de repente, abrió la boca en su característico “grito” mudo. Carmen no se asustó. Ella sonrió y le susurró: —Lo sé, pequeño. Yo también te quiero.
Porque a veces, los gritos más fuertes no necesitan voz para ser escuchados. Solo necesitan un corazón dispuesto a sentir la vibración de otro ser vivo.
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