El gato sin voz que escuchó los gritos invisibles de un edificio solo

Creí que, después de que Sombra salvara la vida de Doña Carmen, nuestra historia había encontrado su final feliz. Pero hay finales que solo son un paréntesis, una pausa entre un grito y el siguiente silencio. Y en un edificio viejo como el nuestro, los silencios nunca duran demasiado.

El invierno se fue retirando de Madrid a regañadientes. En Lavapiés, eso significaba menos bufandas, más ventanas abiertas y el murmullo de la vida entrando otra vez por el patio de luces. Carmen volvió a casa con un bastón nuevo y una dignidad antigua. Sombra se convirtió, sin que nadie lo votara, en el vigilante emocional del bloque.

La rutina cambió de forma dulce. Por las mañanas, yo escribía en mi salón mientras el sol se colaba entre las cortinas. Escuchaba el traqueteo lejano de los carritos de la compra, el rumor de la cafetera en algún piso vecino, y, a menudo, la risa frágil de Carmen cuando Sombra perseguía la sombra del bastón sobre el suelo de terrazo.

Por las tardes, Sombra desaparecía escaleras abajo. Yo dejaba la llave puesta en la cerradura, por dentro, y Carmen daba dos golpecitos suaves cuando quería que el gato bajara. Era casi un código secreto: toc, toc, y Sombra se levantaba de donde estuviera, me miraba como quien pide permiso sin palabras y se iba, sigiloso, a acompañar a la anciana.

Yo también empecé a bajar más. Al principio, con la excusa del café. Después, porque me di cuenta de que mi piso se había quedado demasiado grande para mi silencio. Carmen me enseñaba fotos enmarcadas: bodas antiguas, comuniones de otro siglo, veranos en la playa con sombrillas de colores desteñidos. Siempre faltaba alguien en esas fotos: el presente.

—¿Sabe lo que más miedo me daba cuando estaba tirada en el suelo? —me confesó una tarde, mientras removía el azúcar en su taza, ya disuelta hacía rato—. No era morir. Era que nadie se enterara. Que me encontraran cuando ya fuera un problema de olor, no de persona.

No supe qué responder. Miré a Sombra, que dormía hecho un ovillo en el regazo de Carmen, y pensé que quizá la verdadera función de los gatos no era cazar ratones, sino cazar abandonos.

Durante un tiempo, esa nueva normalidad nos bastó. Yo escribía mejor, quizá porque por fin tenía algo que escribir que no olía a encargo mal pagado. Empecé a tomar notas sobre Sombra y Carmen: pequeñas escenas, diálogos, reflexiones sobre el ruido y el silencio en las ciudades. No era todavía una historia, pero ya tenía latido.

Una noche de abril, sin embargo, el latido cambió de ritmo.

Eran casi las once. Yo estaba corrigiendo un texto insípido sobre tendencias de consumo en línea, el tipo de cosa que mata neuronas y vocaciones. Sombra dormía en el alféizar de la ventana del salón, con la cola colgando hacia el patio de luces. De repente, se incorporó de golpe, como si le hubieran dado una descarga eléctrica.

Sus orejas se afilaron hacia atrás. Sus ojos de ámbar se abrieron, enormes, fijos en la oscuridad del patio. Y entonces lo vi hacer esa cosa suya que todavía me erizaba la piel: abrió la boca en un grito perfecto, un alarido que habría despertado a todo el edificio… si hubiera tenido sonido.

—¿Qué pasa, pequeño? —murmuré, levantándome.

Sombra no me miró. Mis pies no existían para él. Se quedó un segundo inmóvil y luego saltó desde el alféizar al suelo, corrió hasta la puerta de entrada y empezó a rascar, igual que la noche de la tormenta. Pero esta vez no iba hacia abajo. Cuando abrí la puerta, se lanzó escaleras arriba, hacia el cuarto piso.

El cuarto piso era territorio desconocido. Allí vivían, supuestamente, “los nuevos”. Unos inquilinos que habían llegado hacía un par de meses y de los que solo sabíamos dos cosas: que trabajaban muchas horas y que siempre dejaban el buzón lleno de publicidad. Nunca los había visto. Era, en cierto modo, un piso fantasma.

Sombra se detuvo frente a la puerta del 4ºA. Se pegó al suelo, olisqueó la rendija inferior, dio una vuelta sobre sí mismo y volvió a abrir la boca en ese grito invisible. Esta vez, sus ojos no parecían llenos de angustia, sino de urgencia.

Me agaché y acerqué la oreja a la puerta. Nada. Ni televisor, ni pasos, ni agua corriendo. Solo el silencio típico de un piso en el que nadie vive mucho o en el que se vive de puntillas.

—No hay nadie, Sombra —susurré, sintiéndome ridículo hablando con una puerta y un gato.

Bajé un par de escalones, pero Sombra no se movió. Me miró con una intensidad que me atravesó. Volvió a la carga, ahora golpeando con las patas delanteras la madera, desesperado. El sonido era un tamborileo nervioso en el rellano.

En ese momento, escuché un ruido sutil. No venía del piso, sino del hueco de la escalera. Un llanto ahogado. El quejido de alguien que intenta no hacer ruido… y fracasa.

Miré hacia arriba. En el tramo de escalera que subía al quinto, en una esquina mal iluminada, había una figura sentada en el suelo, abrazando las rodillas. Un chaval, quizás de dieciséis o diecisiete años. Tenía la sudadera subida hasta cubrirse la mitad de la cara y los cascos puestos, pero no sonaba música. Su pecho subía y bajaba a golpes desordenados.

—¿Estás bien? —pregunté, subiendo despacio.

El chico dio un respingo. Se quitó uno de los cascos, lo suficiente para oírme.

—Sí… —murmuró, con la voz rota—. Estoy… bien.

Mentía tan mal que casi dolía. Sombra se acercó a él sin miedo, como si ya lo conociera de toda la vida. Se subió a su regazo sin pedir permiso y clavó su mirada ámbar en los ojos hinchados del muchacho. Este no apartó la vista. Sus dedos temblorosos encontraron el pelaje gris y se aferraron a él como a un salvavidas.

—Soy Lucas, del tercero —dije, intentando no sonar como un padre ni como un portero entrometido—. Ese pesado de ahí es Sombra.

El chico dejó escapar una risa mínima, casi un suspiro.

—Soy Dani —respondió—. Del cuarto. Bueno… del sofá del cuarto, más bien.

No hizo falta que me explicara nada más. A veces, una frase así lleva dentro toda una mudanza, discusiones a gritos detrás de puertas cerradas, padres ausentes, trabajos precarios, exámenes suspendidos y noches en las que el sofá es el único territorio neutral.

Nos quedamos en silencio un rato, los tres. Sombra se acomodó, hizo su ronroneo mudo, la vibración de su pecho transmitiéndose a las manos de Dani. El chico empezó a llorar de verdad entonces, sin esconderse, sin contenerse. Lágrimas silenciosas, pero abundantes.

—Si quieres bajar un rato… —me escuché decir—, Carmen siempre tiene galletas y yo siempre tengo café. O leche, si lo prefieres. Y Wi-Fi. Del barato, pero funciona.

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