Dani asintió sin mirarme, como si moviera la cabeza más por inercia que por decisión. Se dejó ayudar a levantarse. Bajamos despacio. Sombra iba delante, como un pequeño guía turístico de naufragios emocionales.
Carmen no se sorprendió cuando nos vio aparecer con aquel adolescente deshecho.
—Claro que pasen —dijo, como si nos esperara—. Cuantos más ruidos de vida haya aquí dentro, menos se escucha el eco de la muerte.
Dani se sentó en una silla, incómodo, sin saber qué hacer con sus manos. Carmen le puso un vaso de leche delante, un plato de galletas y, sin hacer preguntas directas, empezó a hablarle de sus nietos, de cuando ella también pensaba que el mundo se acababa si sacaba un cinco en un examen, de cómo el silencio puede dar más miedo que cualquier grito.
Aquella noche, mientras subíamos de vuelta, Dani me confesó que llevaba semanas durmiendo fatal, que sus padres discutían cada vez más, que sentía que iba a explotar. Había subido a la escalera para llorar porque no quería que nadie lo oyera. Nadie, salvo que el gato del tercero parecía escuchar cosas que los humanos ignorábamos.
—¿Sabes? —dijo, acariciando a Sombra—. Cuando estaba ahí sentado, justo antes de que llegara usted… bueno, tú… sentí algo en el suelo. Como unos pasos pequeñitos sobre mi cabeza. Y luego apareció él.
Me quedé helado. Era casi la misma frase que Carmen había usado en el hospital. “Sentí unas patitas caminando por mi techo.” ¿Qué era Sombra, exactamente? ¿Un gato con cuerdas vocales cortadas o un radar de almas al borde del colapso?
No se lo dije a Dani. Solo sonreí.
—Entonces has tenido suerte —respondí—. A Sombra le gustan los casos difíciles.
Con el tiempo, Dani empezó a bajar también algunas tardes a casa de Carmen. Al principio, se sentaba en silencio, con el móvil en la mano, refugiado en la pantalla. Poco a poco, el móvil se fue quedando en el bolsillo. Empezó a contar cosas: que le gustaba dibujar, que quería ser diseñador de algo, pero no sabía de qué, que en clase lo tomaban por raro porque no encajaba en ningún grupo.
Carmen lo escuchaba con una paciencia que yo envidiaba. Yo tomaba café y observaba, sintiendo que mi piso ya no era el único que se estaba llenando de historias.
Fue entonces cuando decidí escribirla de verdad.
Abrí un documento nuevo en el ordenador y, por primera vez en mucho tiempo, las palabras fluyeron sin atascarse. Empecé así: “Me advirtieron que no lo adoptara, no porque fuera agresivo, sino porque su grito silencioso había enloquecido a tres dueños anteriores.” Escribí sobre el refugio, sobre Lavapiés, sobre Carmen en el suelo del pasillo, sobre la tormenta, sobre Dani en la escalera.
No adorné demasiado. No hacía falta. La realidad, a veces, tiene recursos literarios mejores que los nuestros.
Mandé el relato a una pequeña revista digital que apenas pagaba, pero al menos respetaba a sus autores. No esperaba gran cosa. Sin embargo, dos semanas después, el editor me escribió un correo lleno de signos de admiración. El texto se había compartido más de lo habitual. Gente de distintas ciudades escribía diciendo que se había visto reflejada en Carmen, en Dani, en mí. En Sombra.
Una noche, bajé a contárselo a Carmen. Ella sonrió, orgullosa, como si fuera coautora.
—¿Y cómo se llama el cuento? —preguntó.
—”El grito que nadie oye” —respondí—. Aunque ahora creo que debería haberse titulado “El grito que alguien por fin escucha”.
Carmen se quedó pensativa un momento.
—Lo importante no es quién grita, Lucas —dijo al fin—, sino quién está dispuesto a quedarse a escuchar aunque no entienda el idioma.
No lo sabía entonces, pero su frase se me quedaría grabada para siempre.
Unos días más tarde, sonó el timbre de mi piso. Era mediodía y yo estaba sumido en la resaca emocional de haber publicado algo personal. Abrí sin mirar por la mirilla, esperando al repartidor habitual. En el rellano, con una maleta pequeña en la mano y los ojos enrojecidos de emoción, había un hombre de unos cincuenta y tantos años.
—¿Es usted Lucas? —preguntó, con voz temblorosa.
Asentí, desconcertado.
—Vengo por el gato —dijo. Y al ver mi cara de espanto, se apresuró a añadir—: No para llevárselo. Para darle las gracias. A él… y a usted. Soy el hijo de Carmen.
Me explicó que vivía en otra ciudad, que apenas llamaba a su madre porque “siempre estaba bien”, que un compañero de trabajo le había pasado el enlace del relato sin saber que la protagonista se parecía sospechosamente a su madre. Que reconoció el barrio, las cortinas, la forma de hablar. Que cogió un tren sin pensarlo mucho.
—Mi madre siempre decía que no quería molestar —murmuró, mirando hacia abajo, avergonzado—. Y yo dejé que su miedo a molestar la convirtiera en silencio. Hasta que un gato sin voz la delató.
No supe qué decir. Lo llevé a casa de Carmen. Sombra iba delante, como siempre, marcando el camino.
Cuando Carmen abrió la puerta y vio a su hijo, no hizo falta ninguna palabra más. Se abrazaron torpemente, tropezando con el bastón, con la maleta, con los años de distancia. Sombra se enroscó alrededor de sus piernas, insistente, como si quisiera asegurarse de que no volvieran a separarse sin que nadie gritara.
Me quedé un rato en el pasillo, dejándoles su intimidad. Escuché risas mezcladas con sollozos, el sonido de dos personas que, por fin, se atrevían a hacer ruido la una en la vida de la otra.
Esa noche, al volver a mi piso, Sombra saltó al sofá y se acomodó a mi lado. Lo miré y pensé que, en el fondo, todos éramos un poco como él: criaturas con gritos que a veces nadie oye, con historias que creemos demasiado pequeñas para contar. Quizá la única diferencia era que Sombra no había renunciado a intentarlo, aunque lo hubieran condenado al silencio.
—Tranquilo, pequeño —le dije, acariciándole la cabeza—. Mientras yo esté aquí, ninguno de tus gritos se va a perder.
Él cerró los ojos, abrió la boca en un minúsculo “maullido” mudo y apoyó la cabeza sobre mi pierna. El edificio entero parecía contener la respiración. Por un instante, Lavapiés dejó de ser una maraña de pisos y problemas para convertirse en lo que siempre había necesitado ser: una red de ecos donde, al fin, alguien escuchaba.






