El enorme hombre caminó entre las llamas con un niño discapacitado en brazos, durante casi ocho kilómetros de incendio forestal, porque la silla de ruedas del pequeño no podía pasar por la ruta de evacuación.
Yo estaba en el puesto de emergencias, junto a la carretera, cuando vi a ese gigante cubierto de cuero y hollín salir de la nube de humo. Llevaba los brazos llenos de cortes por las zarzas, su moto de gran cilindrada abandonada en algún lugar dentro del fuego, y en los brazos sostenía al hijo de mi vecina como si fuera de cristal.
La madre del niño llevaba un rato gritando que su hijo había quedado atrapado en la cabaña cuando las llamas saltaron la carretera. Los equipos de emergencia le repetían que el camino estaba destruido, que no había forma de llegar. Pero aquel hombre solo asintió, encendió la moto y desapareció dentro del infierno naranja.
Ahora salía caminando, casi tambaleando, con el pequeño Tomás, de cuatro años, sujeto contra su pecho con su propio chaleco de cuero. El oxígeno del niño iba atado a su espalda con correas improvisadas, y los parches del grupo de voluntarios en su chaleco se estaban derritiendo por el calor.
—Necesita atención médica ya —jadeó el hombre, con la voz rota por el humo—. No le he cortado el oxígeno, pero lleva inconsciente unos veinte minutos.
Los sanitarios corrieron hacia ellos, pero la manita de Tomás estaba enganchada con fuerza en la camiseta del hombre, como si no quisiera soltarlo ni dormido. Su madre, Sandra, se dejó caer de rodillas, llorando sin control.
—Dijeron que nadie podía pasar —sollozaba—. El jefe de bomberos dijo que la carretera había desaparecido. ¿Cómo…?
No terminó la frase. El hombre se desplomó junto a la camilla de Tomás, y fue entonces cuando vimos lo que su chaleco escondía.
La espalda estaba cubierta de quemaduras. Tenía cortes profundos en los hombros y en el cuello, de haber empujado troncos caídos y ramas ardiendo. Las manos estaban en carne viva, llenas de ampollas reventadas. Pero no había dicho ni una palabra de sus heridas. No había mencionado nada de sí mismo hasta que el niño estuvo fuera de peligro.
—Señor, tenemos que atenderle ya —insistió un sanitario.
—Primero el crío —gruñó él—. Yo estoy bien.
No estaba bien. Cualquiera lo veía. Aun así, se sentó en el suelo, con la respiración pesada, la sangre empapándole los vaqueros, mirando solo a Tomás mientras trabajaban sobre él.
Entonces lo reconocí.
Era Lobo, de la brigada “Hijos del Trueno”, un grupo de antiguos bomberos forestales y mecánicos que se había organizado por su cuenta para apoyar en incendios y emergencias. Los mismos a los que nuestra asociación de vecinos había intentado echar del barrio cuando compraron la vieja nave industrial al borde del pueblo para usarla como base.
En el grupo de redes sociales del vecindario los llamaban “elementos indeseables”. Decían que sus motos y sus camionetas ruidosas daban miedo, que sus tatuajes no inspiraban confianza, que mejor tenerlos lejos de los niños.
—Su silla de ruedas… —balbuceó Sandra, con la cara empapada de lágrimas—. Sigue en la cabaña. Es a medida, costó una fortuna, el seguro no…
—Señora —la interrumpió Lobo, con una voz sorprendentemente suave para un hombre tan enorme—. Su hijo está vivo. Eso es lo que importa.
Aun así, lo vi sacar el móvil, las manos temblando, y escribir una serie de mensajes rápidos mientras los sanitarios intentaban subirlo a una camilla.
Veinte minutos después, cuando el helicóptero médico se preparaba para llevar a Tomás al hospital infantil de la ciudad, empezaron a llegar motos y camionetas. No solo dos o tres: decenas. Miembros de los Hijos del Trueno, otros grupos de voluntarios, conductores independientes, gente de talleres, todos convergiendo en nuestro punto de evacuación.
—¿Qué es todo esto? —bramó el jefe de bomberos, agotado y cubierto de hollín.
Un hombre al que llamaban Tanque dio un paso adelante.
—Nos dijeron que hay familias que lo han perdido todo en el fuego —respondió—. Venimos a ayudar.
Traían furgonetas y remolques cargados con lo que habían podido reunir en menos de media hora: agua, mantas, comida, pañales, medicinas básicas, ropa. Habían vaciado almacenes, garajes y trasteros, sin preguntar a quién iba cada cosa.
Pero Lobo estaba pendiente de otra cosa. Seguía negándose a recibir sedantes, hablando en voz baja con otro voluntario, enseñándole algo en el móvil. El otro hombre asintió, se subió a su moto y salió disparado hacia la zona del incendio.
—¡No puede volver ahí! —gritó el jefe de bomberos—. ¡Toda la montaña va a arder de golpe!
Pero la moto ya se había perdido entre el humo.
Lobo por fin permitió que los sanitarios le pusieran una vía, pero no apartaba la vista del horizonte gris. Sandra se quedó junto a él, sujetando la mano de Tomás mientras preparaban al niño para subirlo al helicóptero.
—¿Por qué? —le preguntó de pronto—. Usted ni siquiera nos conoce. En el barrio… fuimos horribles con ustedes. Firmamos contra su grupo. ¿Por qué arriesgaría su vida por mi hijo?
Lobo la miró con unos ojos cansados, llenos de algo más viejo que las arrugas.
—Perdí a mi propio hijo hace diez años —dijo, casi en un susurro—. Conductor borracho. Tenía seis años.
Su voz se quebró un instante.
—No pude salvarlo. Pero al suyo sí.
El helicóptero se elevó con Tomás y Sandra a bordo. Lobo se negó a acompañarlos, a pesar de que los sanitarios insistían en que necesitaba una unidad de quemados.
Tres horas más tarde, mientras el incendio se acercaba peligrosamente al centro de evacuación, la moto que había salido volvió. Detrás, dos motos más, avanzando despacio. Tiraban de algo con cuidado.
La silla de ruedas de Tomás.
De alguna manera, habían vuelto a la cabaña en llamas y la habían recuperado. El asiento estaba chamuscado por un lado, la pintura se había hinchado por el calor, pero la estructura seguía intacta.
—Esa silla cuesta más de lo que gano en un año —le dije a Lobo, sin poder creer lo que veía—. Podrían haberse matado por volver a por ella.
Encogió los hombros y casi se mordió el labio del dolor.
—El niño la va a necesitar cuando salga del hospital —dijo—. Bastante es que pierda la casa. No debería perder también su libertad.
En ese momento la historia se desbordó. Alguien había transmitido todo en directo con su móvil, y el vídeo empezó a correr por todas las redes sociales. El voluntario gigantesco cargando a un niño discapacitado mientras el bosque ardía detrás. El grupo al que el barrio no quería cerca apareciendo con víveres para todos. Los hombres tatuados jugándose la vida para rescatar una silla de ruedas especial.
Pero lo que más llamó la atención vino después.
Lobo por fin se derrumbó. Las quemaduras, el humo, el esfuerzo… todo le pasó factura. Mientras lo cargaban en la ambulancia, repetía la misma pregunta una y otra vez, con la voz casi apagada.
—¿Lo saqué a tiempo? ¿El niño está bien?
El sanitario que lo acompañaba le aseguró que Tomás estaba estable, ya en el hospital infantil.
—Bien —susurró Lobo—. Bien…
A la mañana siguiente, la noticia estaba en todas partes. El incendio había destruido cuarenta y tres viviendas, incluida la cabaña de Sandra y Tomás. El barrio entero que habíamos “defendido” tanto, el que miraba por encima del hombro a los Hijos del Trueno, prácticamente había desaparecido.
Pero la verdadera historia no estaba en las cenizas, sino en el hospital.
Tomás se despertó.
Lo primero que preguntó no fue por su madre, ni por sus juguetes, ni por la casa. Preguntó por “el hombre que me cargó”.
Cuando Sandra le explicó que Lobo estaba en la unidad de quemados, Tomás insistió en verlo. Los médicos intentaron explicarle que él mismo estaba delicado, que no podía ir de habitación en habitación, que había riesgo de infecciones. Pero Tomás, ese niño de cuatro años que apenas hablaba por sus dificultades de desarrollo, no dejó de pedirlo.
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