El desahucio firmado con la sangre de su hija: el arrepentimiento de un millonario
Capítulo 1: El rey del hielo y del hormigón
El viento que bajaba por la Castellana no solo soplaba: mordía. Tenía dientes, y se clavaba en la piel de cualquiera lo bastante insensato como para estar en la calle en Madrid a finales de diciembre, en plena ola de frío.
Pero dentro del habitáculo climatizado de la berlina negra alargada, Arturo Salgado no sentía nada. La temperatura se mantenía en veintidós grados exactos. Los asientos, de cuero italiano cosido a mano, eran tan suaves como la mantequilla. Un vaso de cristal con whisky reposaba intacto sobre la consola de madera oscura a su lado.
Arturo, conocido en los círculos financieros como el “Rey de Hielo”, se arregló los puños de su traje de cinco mil euros. A sus setenta y dos años, era un hombre tallado en granito. Su pelo, una mata de plata perfectamente peinada; sus ojos, del color del acero: duros, inflexibles, sin rastro de calor. Miraba por la ventanilla tintada hacia la calle gris y húmeda de un barrio obrero del sur.
—Estamos llegando al edificio, señor Salgado —dijo el chófer, cruzando fugazmente la mirada con Arturo por el retrovisor antes de volver a la carretera.
—Ya era hora —gruñó Arturo, con una voz grave que exigía atención—. ¿La prensa? ¿Han venido?
—Sí, señor. Canal 5, Canal 9 y algunos periodistas independientes. También están los manifestantes.
Arturo resopló.
—Claro que sí. No tienen nada mejor que hacer que proteger un montón de ladrillos podridos.
El “montón de ladrillos podridos” era el Bloque San Judas. Un edificio enorme y decadente, que había sido declarado en ruina tres veces en la última década, solo para ser “salvado” una y otra vez por concejales de corazón blando. Pero Arturo Salgado no perdía. Había comprado la deuda, engrasado las ruedas adecuadas, y por fin la orden de demolición estaba firmada. En su lugar, levantaría “Torre Salgado”, un complejo de lujo con tiendas y viviendas que redefiniría el skyline de la ciudad.
Para Arturo, era progreso. Para las familias que vivían dentro, era el fin del mundo.
El coche frenó. A través del cristal, Arturo los vio: un grupo de unas cincuenta personas, sosteniendo carteles empapados por la nieve y la lluvia.
“PERSONAS ANTES QUE BENEFICIOS”, decía uno.
“¿ADÓNDE VAMOS A IR?”, decía otro.
Las vallas policiales los mantenían a distancia, y un equipo de guardias de seguridad privados —hombres de Arturo— se alineaba como estatuas, brazos cruzados, pinganillos en la oreja.
—¿Quiere que entre por detrás, señor? —preguntó el chófer.
—No —dijo Arturo, desabrochándose el cinturón—. No me escondo de la chusma. Entra por la puerta principal.
El coche avanzó despacio, abriéndose paso entre periodistas y manifestantes como un tiburón negro atravesando el agua. Los flashes rebotaban en el asfalto mojado. Arturo inspiró hondo, preparándose. La rabia de esa gente no le importaba. Para él, la pobreza era falta de ambición. Había levantado su imperio con un pequeño préstamo y una determinación implacable. Si esa gente quería algo mejor, deberían haberse esforzado más.
Esa era la mentira que se contaba cada noche para dormir.
Abrió la puerta y bajó. El frío le golpeó al instante, buscando los huecos de su abrigo de cachemir, pero no tiritó. Se irguió, abotonándose la chaqueta, proyectando un aura de poder absoluto.
—¡Señor Salgado! ¿Es cierto que va a desahuciar a treinta familias en plena semana de Navidad? —gritó un reportero, alzando el micrófono por encima de la valla.
—¡¿No tiene corazón, señor Salgado?! —aulló una mujer.
Arturo los ignoró y caminó hacia el jefe de obra, un hombre nervioso llamado Jiménez, que sujetaba una carpeta como si fuera un escudo.
—Informe —exigió Arturo, sin molestarse en saludar.
—E-estamos en plazo, señor —balbuceó Jiménez, quitándose un copo de nieve de las gafas—. Los últimos avisos se entregaron hace cuarenta y ocho horas. La comisión judicial está desalojando el último piso en la cuarta planta. Podemos empezar la demolición del ala este en menos de una hora.
—Bien —dijo Arturo, mirando hacia el edificio. Era feo. Ventanas rotas tapadas con cartón. Graffitis en la fachada. Olía a humedad y desesperación—. Tírenlo abajo. Quiero la primera piedra puesta antes de Año Nuevo.
Se dio la vuelta para volver al calor del coche. Ya había hecho su parte: aparecer ante las cámaras para demostrar a los accionistas que todo estaba bajo control.
Pero al girar, la línea de guardias de seguridad se movió. Hubo un revuelo junto a la valla. Se abrió un hueco.
—¡Eh! ¡Tú no puedes pasar! —gritó un guardia.
Arturo se detuvo, molesto. Vio cómo una figura pequeña se colaba entre los cuerpos enormes con chaquetas gruesas. No era un manifestante con un cóctel molotov. No era un periodista con una cámara.
Era una niña.
No tendría más de seis años. Era diminuta, un hilillo de criatura perdida dentro de un abrigo sucio tres tallas más grande. El bajo arrastraba por el barro. Llevaba manoplas desparejadas, y su pelo, una maraña de rizos claros enredados, asomaba bajo un gorro de lana demasiado fino para ese frío.
Corrió directamente hacia él.
Los guardias tardaron en reaccionar, quizá atónitos de que algo tan pequeño pudiera moverse tan deprisa. Arturo se quedó donde estaba, frunciendo el ceño. Odiaba a los niños. Eran pegajosos, ruidosos, irracionales. No hablaba con un niño desde que… desde que Sara se fue.
La niña clavó los pies a menos de un metro de él. Jadeaba, su aliento salía en nubecitas blancas en el aire helado. Tenía la cara manchada de hollín, pero los ojos —unos ojos azules, inteligentes y penetrantes— lo miraban con una mezcla de miedo y determinación.
—¿Señor? —chilló con una vocecita fina que temblaba de frío.
Arturo la miró por encima del puente de la nariz.
—¿Dónde están tus padres, niña? Estás entrando en propiedad privada.
—Los grandes… los grandes dijeron que usted es el jefe —farfulló, castañeteando los dientes. Metió la mano en el bolsillo enorme del abrigo.
Arturo se echó hacia atrás, instintivamente. Los guardias por fin llegaron; dos de ellos se lanzaron hacia ella.
—¡Atrás, señor! ¡Ya la tenemos!
Pero la niña no sacó un arma. Sacó un papel. Una hoja de cuaderno escolar, arrugada y manchada, arrancada de un bloc de anillas.
La sostuvo en alto, con la mano temblando por el frío.
—No sé leer la letra bonita —dijo, con lágrimas empezando a asomar en esos ojos azules—. ¿Me la lee usted? Mamá la escribió antes de irse a dormir.
Uno de los guardias, un tipo de cuello grueso llamado Cebrián, la sujetó por el hombro.
—Muy bien, ratilla, ya está bien. Vámonos —gruñó.
—Espera —dijo Arturo.
Ni él mismo supo por qué lo dijo. Quizá eran las cámaras. Quizá era la manera en que la niña no forcejeaba, sino que mantenía los ojos fijos en su cara, suplicando en silencio. Que un guardia arrastrase a una niña llorando en el telediario sería un desastre de imagen.
—Suéltala —ordenó.
Cebrián vaciló, luego la soltó. La niña no huyó. Dio un paso más hacia Arturo y le volvió a alargar el papel.
—Por favor —susurró—. Dijo que el señor de la torre de cristal sabría lo que significa.
Arturo suspiró, pura exasperación.
—Está bien.
Cogió la hoja. Estaba húmeda. Se sacó las gafas de leer del bolsillo interior, abrió las patillas doradas y se las colocó en la nariz. Esperaba la típica carta de súplica. Un ruego de dinero, de más tiempo para pagar la renta, de alguna ayuda. Había leído miles. Había ignorado miles.
Desplegó el papel. La letra era temblorosa, cada vez más floja hacia el final, como si la persona que escribía se hubiera ido quedando sin fuerzas. Pero los bucles de las “L” y la forma de cruzar las “T”… Arturo conocía esa letra.
Sintió un pinchazo agudo en el pecho, como si el corazón se le hubiera saltado un latido. Parpadeó, enfocando la primera línea.
Mi dulce Lili:
La respiración se le cortó. Miró a la niña. Lili.
Volvió a mirar el papel. El ruido de los manifestantes, las cámaras, el tráfico… todo se volvió un zumbido lejano. El mundo se redujo a aquella hoja sucia entre sus manos impecablemente cuidadas.
Capítulo 2: La princesa de papel
La tinta era azul, de un bolígrafo barato. El papel, manchado con algo que parecía sopa seca… o tal vez sangre. Arturo siguió leyendo, los ojos corriendo por las líneas mientras su mente se negaba a aceptar lo que estaba entendiendo.
Mi dulce Lili. Si estás leyendo esto, es que mamá no se despertó. Lo siento, cariño. Intenté mantenerme despierta, lo intenté con todas mis fuerzas.
Las manos de Arturo empezaron a temblar. El papel bailaba como una hoja al viento.
Perdona por no poder conseguir más calor. Perdona por la tos. Sé que duele. Pero escúchame. Tienes que ser valiente ahora. Más valiente que mamá.
Ve al edificio de cristal del centro. La Torre Salgado. Pregunta por Arturo Salgado. Es un hombre duro y tiene el corazón de piedra, pero es tu abuelo.
Las palabras lo golpearon físicamente. Dio un paso atrás, como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago. El “Rey de Hielo” sintió cómo se abría una grieta en su pecho.
Abuelo.
Suele decir que no necesita a nadie. Que solo le importa su dinero. Pero dile que yo lo perdono. Dile que cumplí mi promesa: nunca le pedí ni un euro, ni siquiera cuando pasábamos hambre. Ni cuando Marcos murió. Lo hice sola.
Pero ahora sí le pido algo. No por mí, sino por ti. Por favor, papá. Si alguna vez me quisiste, aunque fuera un minuto antes de que te enfadaras conmigo, sálvala. No dejes que se congele como yo.
Te quiero, Lili. Eres mi rayito de sol. — Sara.
Arturo se quedó clavado en la firma. Sara. Su Sara. La hija a la que había echado de casa diez años atrás porque quería casarse con un músico y no con el abogado que él le había elegido. Le había dicho: “Si cruzas esa puerta, para mí estás muerta. No vuelvas cuando tengas hambre”.
Y ella no había vuelto. Nunca. Había pasado hambre. Había pasado frío. En un edificio que él mismo poseía.
La comprensión lo arrasó como un tsunami. Estaba desahuciando a los vecinos de San Judas. Había mandado cortar la calefacción de ese bloque dos días antes para “animarlos” a irse.
Había matado a su hija.
—Señor… —la voz de Lili atravesó la niebla de horror. La niña temblaba entera, los labios de un tono azul preocupante—. ¿La carta dice algo malo? ¿Por qué llora?
Arturo se llevó una mano al rostro. Tenía la mejilla mojada. No se había dado cuenta de que estaba llorando. Miró a la niña —a su nieta. En su nariz vio la de Sara. En la barbilla, la de su propia madre.
De pronto, Cebrián dio un paso al frente de nuevo, interpretando mal la escena. Vio a su jefe llorando y supuso que la niña lo había insultado o hecho daño.
—¡Ya basta! —tronó—. ¡Apártate de él, basura!
La cogió por la capucha y tiró de ella hacia atrás con tanta fuerza que los pies de Lili se despegaron del suelo. La niña gritó, un alarido agudo de puro pánico, y dejó caer un osito de peluche desgastado, que se hundió en el barro.
Algo se rompió dentro de Arturo Salgado. El hombre calculador y frío murió en ese instante.
—¡NO!
El rugido que salió de su garganta fue animal. Era rabia y dolor puro.
No pensó. Se lanzó. Arturo, un hombre que nunca había dado un puñetazo en su vida, empujó al guardia de casi cien kilos con tal violencia que Cebrián resbaló y cayó de espaldas sobre el hielo.
—¡Quita las manos de encima de ella! —gritó Arturo, con la voz quebrada.
La calle entera se quedó en silencio. Los manifestantes bajaron los carteles. Los periodistas acercaron el zoom. El gran Arturo Salgado estaba de rodillas en el barro, empapando con nieve su traje carísimo.
Gateó hasta Lili, que se encogía en el suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos.
—Lo siento —sollozaba ella—. Lo siento, no quería enfadarle…
—No, no, no… —tartamudeó Arturo. Le temblaban las manos de miedo por hacerle daño cuando la tocara. La atrajo hacia su pecho. Era diminuta. Un saco de huesos envuelto en lana sucia. Olía a ropa sin lavar y a enfermedad, pero para Arturo era la cosa más preciosa del mundo.
La estrechó con fuerza, hundiendo la cara en su gorro raído.
—No estoy enfadado contigo, pequeña. No contigo…
Alzó la vista, los ojos desorbitados. Vio el papel de DESAHUCIO pegado a la puerta del bloque detrás de ellos.
PROPIEDAD DE GRUPO SALGADO.
Un sollozo le rompió la garganta y los micrófonos lo recogieron desde varios ángulos. Era el sonido del alma de un hombre partiéndose.
Se inclinó, recogió el osito embarrado. Lo limpió como pudo en la manga, manchando el cachemir, y se lo devolvió a la niña.
Lili lo miró, muy seria, con los ojos aún húmedos. Con el pulgar frío y lleno de mugre, le secó una lágrima de la mejilla.
—¿Me la lee? —susurró—. ¿Qué dijo mamá?
Arturo se congeló. Miró la carta. No podía decírselo. No podía decirle a esa niña que su madre había muerto de frío y hambre en un edificio de su propiedad, porque su abuelo era un monstruo que quería más un centro comercial que la vida de las personas. No podía decirle que él había mandado apagar la caldera.
Tenía que mentir. Por ella. Por Sara.
Inspiró hondo, tragando la bilis. Miró a Lili a los ojos.
—Dice… —la voz le tembló, pero logró sostenerla—. Dice que tu mamá ha ido a un sitio especial donde siempre hace calor. Donde no hay nieve.
Lili parpadeó.
—¿Como la playa?
—Mejor que cualquier playa —dijo Arturo, notando un nuevo oleaje de lágrimas—. Y dice… dice que te manda a buscar a un príncipe.
—¿Un príncipe? —Lili frunció el ceño, desconfiada.
—Sí. Un príncipe que lleva mucho tiempo perdido. Un príncipe que se olvidó de ser bueno —le acarició el pelo—. Y dice que ese príncipe te va a llevar a un castillo. Un castillo donde nunca, nunca más vas a pasar frío. Y donde podrás comer todo lo que quieras.
Lili lo miró, estudiando su rostro. Miró el coche de lujo detrás de él.
—¿Usted es el príncipe? —preguntó.
Arturo miró su reflejo en el cristal del coche: un hombre viejo y triste, con las rodillas llenas de barro.
—No —susurró—. No soy un príncipe. Pero voy a intentar serlo.
Se levantó, alzando a Lili en brazos. Era alarmantemente ligera. Se volvió hacia la multitud paralizada, hacia las cámaras, hacia su chófer.
—Abre el coche —ladró.
—¿Señor? —preguntó el chófer, desconcertado—. ¿Y la inspección…?
—Cancelada —dijo Arturo. Miró a Jiménez—. Se suspende la demolición. Y quiero la calefacción de este edificio funcionando ya. Si dentro de una hora hay una sola persona aquí sin calor, estás despedido. ¿Lo has entendido?
—P-pero, señor, el proyecto…
—¡Al diablo con el proyecto! —rugió Arturo—. ¡Abre la maldita puerta!
Subió a la berlina con Lili, sin hacer caso al barro que manchaba el cuero. Cuando la puerta se cerró, dejando fuera el frío y el ruido, arropó a la niña con una manta gruesa de lana.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella, los dientes por fin empezando a dejar de castañetear.
Arturo miró al chófer.
—A casa. Llévanos a casa.
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